– Creo que podemos hacerlo, inspector. Recuerde las numerosas veces que Elena se encontraba con él, según el calendario. ¿Cree que nunca le mencionó el equipo de campo traviesa, nunca le contó que corría? Vaya cerdo.
Lynley hizo una mueca cuando probó el café amargo. Daba la impresión de que había hervido. Añadió azúcar y cogió prestada la cuchara de su sargento.
– Habría querido impedir una posible investigación, ¿verdad? -continuó Havers-. Porque, en cuanto Elena Weaver le pusiera entre la espada y la pared, ¿cómo iba a impedir que una docena de tiernas doncellas hicieran lo mismo?
– Si es que existe esa docena de tiernas doncellas. Si es culpable, de hecho. Es posible que Elena le haya acusado de acoso sexual, sargento, pero no olvidemos que ha de demostrarse.
– Y ahora no puede demostrarse, ¿verdad? -Havers le apuntó con un dedo acusador y frunció el labio superior-. ¿Está adoptando una postura machista sobre el particular? El pobre Lenny Thorsson ha sido acusado falsamente de acosar a una chica porque él la rechazó cuando ella intentó quitarle los pantalones, o bajarle la cremallera de la bragueta, como mínimo.
– No estoy adoptando ninguna postura, Havers. Estoy reuniendo datos, y el de más peso es que Elena Weaver ya le había denunciado, y como resultado se iba a iniciar una investigación. Enfoque el asunto de una manera racional. La palabra «móvil» está escrita con luces de neón sobre su cabeza. Puede que hable como un idiota, pero a mí no me lo parece. Sabía que encabezaría la lista de sospechosos en cuanto supiéramos de su existencia. De modo que, si la asesinó, imagino que se habrá procurado una coartada de lo más sólida, ¿no?
– Yo no lo creo. -Havers agitó la pasta en su dirección. Una de las pasas cayó en su café. Hizo caso omiso y continuó-. Creo que es lo bastante inteligente como para suponer que íbamos a mantener una conversación con él de ese estilo. Sabía lo que íbamos a decir: es un profesor de Cambridge, está libre de toda sospecha y jamás mataría a Elena Weaver, entregándose a la bofia en bandeja de plata, ¿verdad? Y nosotros caímos en su trampa.
Mordió la pasta. Sus mandíbulas trabajaron con frenesí.
Lynley tuvo que admitir cierta lógica sesgada en lo que Havers sugería, pero no le gustaba la pasión con que lo sugería. La aparición de un sentimiento siempre implicaba una pérdida de objetividad, la herramienta fundamental del trabajo policiaco eficaz. Le había sucedido demasiadas veces a él para no reconocerlo en su compañera.
Sabía la causa de su ira, pero mencionarla solo serviría para dar a las palabras de Thorsson un realce que no merecían. Enfocó el problema desde otro ángulo.
– Sabría que la chica tenía un videotex en la habitación. Según Miranda, Elena se fue de su habitación antes de que Justine recibiera la llamada. Si él había estado antes en su habitación, cosa que ha admitido, es probable que también supiera utilizar el aparato. Pudo ser él quien llamó a los Weaver.
– Ahora parece que va bien encaminado.
– Pero, a menos que el equipo forense de Sheehan nos dé indicios que podamos relacionar con él, a menos que localicemos el arma empleada antes de estrangularla, y a menos que podamos relacionar el arma con Thorsson, solo tenemos contra él que nos cae mal.
– Y mucho.
Lynley apartó su taza de café a un lado.
– Lo que necesitamos es un testigo, Havers.
– ¿Del crimen?
– De algo. De lo que sea. -Se levantó-. Vamos a ver a la mujer que encontró el cuerpo. Al menos, descubriremos qué pensaba pintar con aquella niebla.
Havers vació su taza de café y se secó sus grasientas manos con una servilleta de papel. Se encaminó a la puerta mientras se ponía el abrigo, arrastrando las dos bufandas por el suelo. Lynley no dijo nada hasta que estuvieron en el terraplén que dominaba el Patio Norte. Eligió sus palabras con suma cautela.
– Havers, en cuanto a lo que Thorsson le dijo…
Ella le miró con expresión indiferente.
– ¿Qué dijo, señor?
Lynley notó un extraño sudor en la nuca. Casi nunca pensaba que su compañero de trabajo era una mujer. En aquel momento, sin embargo, no podía olvidar el hecho.
– En su habitación, Havers. La… -Buscó un eufemismo-. La referencia bovina.
– Bo… -La sargento frunció el ceño, perpleja-. Ah, bovina. ¿Se refiere a cuando me llamó vaca?
– Er… Sí.
Lynley se preguntó qué demonios podía hacer para apaciguar el resquemor de Havers. No tuvo de qué preocuparse.
La sargento lanzó una risita.
– Olvídelo, inspector. Cuando un asno me llama vaca, siempre tengo en cuenta la procedencia.
Capítulo 7
– ¿Cuál es este, Christian? -preguntó lady Helen.
Levantó una pieza del gran rompecabezas de madera dispuesto en el suelo, entre ellos. Era un mapa de los Estados Unidos, hecho de caoba, roble, pino y abedul, que la hermana mayor de lady Helen, Iris, había enviado desde América a los gemelos, como regalo por su cuarto cumpleaños. El rompecabezas reflejaba los gustos de lady Iris más que el afecto por sus sobrinos.
– Calidad y durabilidad, Helen. Eso es lo que la gente quiere -decía con tozudez, como si esperara que Christian y Perdita se entretuvieran con juguetes hasta la senectud.
Colores brillantes habrían atraído más a los niños y captado su atención, pero los tonos del rompecabezas eran desvaídos. Tras unas cuantas tentativas fracasadas, lady Helen había conseguido transformar el montaje del rompecabezas en un juego al que Christian se entregaba con pasión, mientras su hermana observaba. Perdita estaba sentada al lado de lady Helen con las piernas extendidas frente a ella; los zapatitos apuntaban al noreste y al noroeste.
– ¡Cafilornia! -anunció Christian con aire triunfal, tras dedicar un momento a examinar la forma que su tía sostenía. Dio unas cuantas patadas en el suelo y chilló de entusiasmo. Siempre adivinaba los estados de forma extraña. Oklahoma, Texas, Florida, Utah. Ningún problema. Pero Wyoming, Colorado y Dakota del Norte eran flagrantes invitaciones a un ataque de nervios.
– Maravilloso. ¿Y la capital es…?
– ¡Nueva York!
Lady Helen rió.
– Sacramento, cabeza de chorlito.
– ¡Sacquermeno!
– Eso. Ahora, ponlo. ¿Sabes dónde va?
Tras un intento fallido de colocar la pieza en el hueco de Florida, Christian la deslizó sobre el tablero hacia la costa opuesta.
– Otra, tía Lee -dijo-. Quiero poner más.
Lady Helen seleccionó la pieza más pequeña y la levantó. Christian examinó el mapa. Hundió el dedo en el hueco situado al este de Connecticut.
– Aquí -anunció.
– Sí, pero ¿cómo se llama?
– ¡Aquí! ¡Aquí!
– ¿Se te ha rayado el disco, querido?
– ¡Aquí, tía Leen!
Perdita se removió.
– Roseila -susurró.
– ¡Roads Island! -chilló Christian. Se precipitó con un aullido de triunfo sobre el estado que su tía aún sostenía.
– ¿Y la capital? -Lady Helen alejó la pieza de su sobrino-. Ánimo. Ayer la sabías.
– ¡Lantic Ocean!-gritó.
Lady Helen sonrió.
– Caliente, caliente.
Christian le arrebató la pieza y la puso cara abajo en el tablero. Como no encajaba, la puso al revés. Apartó a su hermana cuando esta intentó ayudarle.
– Sé hacerlo, Perdy -dijo, y logró colocarla bien a la tercera.
– Otra -pidió.
Antes de que lady Helen pudiera complacerle, la puerta de la casa se abrió y Harry Rodger entró. Echó un vistazo a la sala de estar y clavó la mirada en el bebé que pataleaba y farfullaba al lado de Perdita, envuelto en una gruesa manta.
– Hola a todos -saludó, mientras se quitaba el abrigo-. ¿Un besito a papá?
Christian lanzó un aullido y se precipitó contra las piernas de su padre. Perdita no se movió.