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Rodger alzó a su hijo, le dio un sonoro beso en la mejilla y le bajó al suelo. Fingió que le daba unas palmaditas en el trasero.

– ¿Te has portado mal, Chris? ¿Has sido malo?

Christian aulló de alegría. Lady Helen notó que Perdita se pegaba más a ella. Observó que se estaba chupando el pulgar, los ojos fijos en su hermano y los dedos posados sobre su palma.

– Estamos haciendo un rompecabezas -informó Christian a su padre-. Tía Leen y yo.

– ¿Y qué hace Perdita? ¿Te ayuda?

– No. Perdita no quiere jugar, pero tía Leen y yo sí. Ven a verlo, papá.

Christian tiró de la mano a su padre, arrastrándole hacia la sala de estar.

Lady Helen intentó no sentir rabia ni aversión cuando su cuñado se reunió con ellos. Anoche había dormido fuera de casa. No se había molestado en llamar. Aquellos dos hechos bastaban para desterrar toda la simpatía que podía sentir por él al verle y comprender que no se encontraba bien, fuera la enfermedad física o psíquica. Tenía los ojos amarillentos, la cara sin afeitar, los labios agrietados. Si no dormía en casa, tampoco daba la impresión de dormir en otra parte.

– Cafilornia -Christian indicó el rompecabezas-. ¿Lo ves, papá? Nevada. Puta.

– Utah -le corrigió automáticamente Harry Rodger-. ¿Cómo va todo? -preguntó a lady Helen.

Lady Helen era muy consciente de la presencia de los niños, en especial de Perdita, acurrucada contra ella. También era consciente de que ardía en deseos de recriminar a su cuñado.

– Estupendo, Harry -se limitó a decir-. Es fantástico volver a verte.

El hombre respondió con una vaga sonrisa.

– Bien. Lo dejo en tus manos.

Palmeó la cabeza de Christian y escapó en dirección a la cocina.

Christian se puso a berrear de inmediato. Lady Helen empezó a perder la paciencia.

– Tranquilo, Christian. Voy a preparar vuestra comida. ¿Te quedas con Perdita y la hermanita un momento? Enseña a Perdita a montar el rompecabezas.

– ¡Quiero a mi papi! -chilló el niño.

Lady Helen suspiró. Qué bien había llegado a comprender ese deseo. Volcó el rompecabezas sobre el suelo.

– Escucha, Chris -empezó, pero el niño cogió unas cuantas piezas y las tiró a la chimenea. Chisporrotearon entre las cenizas y despidieron nubes de partículas que cayeron sobre la alfombra. Los gritos de Christian aumentaron de intensidad.

Rodger asomó la cabeza.

– Por el amor de Dios, Helen, ¿no puedes hacerle callar?

Lady Helen perdió los estribos. Se puso en pie como impulsada por un resorte, atravesó la sala y empujó a su cuñado hacia la cocina. Cerró la puerta para ahogar los aullidos de Christian.

Si a Rodger le sorprendió su repentina reacción, no lo demostró. Volvió a la mesa donde estaba examinando la colección de cartas atrasadas. Sostuvo una a la luz, la miró, la desechó y cogió otra.

– ¿Qué pasa, Harry? -preguntó.

Él la miró un momento antes de volver a la correspondencia.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– Estoy hablando de ti. Estoy hablando de mi hermana. Está arriba, por cierto. Tal vez quieras verla un momento antes de volver al College. Porque doy por sentado que vas a volver, ¿verdad? Esta visita no me da la impresión de que vaya a ser muy duradera.

– Tengo una clase a las dos.

– ¿Y después?

– Esta noche asisto a una cena oficial. La verdad, Helen, ya empiezas a hablar como Pen.

Lady Helen se abalanzó sobre él, le arrebató el puñado de cartas y las tiró sobre la mesa.

– ¿Cómo te atreves, gusano egocéntrico? ¿Crees que todo el mundo está a tu servicio?

– Eres muy astuta, Helen -dijo Penélope desde el umbral-. A mí no se me habría ocurrido.

Entró poco a poco en la cocina, apoyándose con una mano en la pared y sujetando con la otra el cuello de su bata. Dos regueros húmedos que brotaban de sus pechos hinchados teñían la tela rosa de fucsia. Los ojos de Harry los siguieron, hasta que desvió la mirada.

– ¿No te gusta el espectáculo? -preguntó Pen-. ¿Demasiado real para ti, Harry? ¿No es lo que querías?

Rodger volvió a sus cartas.

– No empieces, Pen.

Su mujer lanzó una carcajada temblorosa.

– Yo no empecé esto. Corrígeme si me equivoco, pero fuiste tú, ¿no? Tantos días. Tantas noches. Hablando, incitando. Son como un regalo, Pen, nuestro regalo al mundo. Pero, si uno de ellos moría… Fuiste tú, ¿verdad?

– Y no vas a dejar que lo olvide, ¿eh? Te has estado vengando durante estos seis últimos meses. Bien, de acuerdo, hazlo. No puedo impedírtelo, pero puedo decidir que no voy a quedarme para que me maltrates.

Penélope volvió a reír, con menos fuerza. Se apoyó en la puerta de la nevera. Se llevó una mano al cabello, que estaba pegado contra su nuca.

– Harry, es increíble. Si quieres maltratos, tírate encima de este cuerpo. Ah, pero ya lo has hecho, ¿no? Un montón de veces.

– No vamos a…

– ¿Hablar de ello? ¿Porque mi hermana está presente y no quieres que se entere? ¿Porque los niños están jugando en la habitación de al lado? ¿Porque nuestros vecinos se darían cuenta si grito con todas mis fuerzas?

Harry arrojó las cartas sobre la mesa.

– No me eches a mí la culpa. Tú tomaste la decisión.

– Porque no me dejabas en paz. Ni siquiera me sentía ya como una mujer. Ni siquiera me tocabas si yo no accedía a…

– ¡No! -gritó Harry-. Maldita sea tu estampa, Pen. Pudiste negarte.

– Solo era una cerda, ¿verdad? Para las épocas de celo.

– Estás algo equivocada. Las cerdas se revuelcan en el barro, no en la autocompasión.

– ¡Basta! -gritó lady Helen.

Christian chilló en la sala de estar. Los débiles sollozos del bebé corearon sus berridos. Algo se estrelló contra la pared con un tremendo estrépito, sugiriendo que un ataque de ira había dado cuenta del rompecabezas.

– Fíjate en lo que les estás haciendo -dijo Harry Rodger-. Fíjate bien.

Se encaminó hacia la puerta.

– Y tú, ¿qué estás haciendo? -gritó Penélope-. Padre modelo, esposo modelo, profesor modelo, santo modelo. ¿Huyendo como de costumbre? ¿Tramando tu venganza? Hace seis meses que no me deja meterla, y ahora me las pagará, ahora que está débil, enferma y puedo darle una buena lección. El momento adecuado para darle a entender que es un cero a la izquierda.

Rodger giró sobre sus talones.

– Estoy harto de ti. Ya es hora de que decidas lo que quieres hacer, en lugar de echarme las culpas a mí.

Se marchó antes de que ella pudiera contestar. Un momento después, la puerta de la calle se cerró con estrépito. Christian aulló. El bebé lloró. En respuesta, manchas húmedas aparecieron sobre la bata de Penélope, que estalló en lágrimas.

– ¡No quiero esta vida!

Lady Helen experimentó una oleada de compasión. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. No sabía qué decir para consolarla.

Por primera vez comprendió los largos silencios de su hermana, las noches pasadas en vela frente a la ventana, su llanto silencioso. Lo que no comprendía era el acto inicial que la había llevado a estos extremos. Constituía un tipo de rendición tan ajeno a ella que rehuía buscar su significado.

Estrechó a su hermana entre los brazos.

Penélope se puso rígida.

– ¡No! No me toques. Estoy mojada de arriba abajo. El bebé. Lady Helen siguió abrazándola. Intentó pensar en una pregunta, pero no sabía por dónde empezar ni cómo evitar traicionar su furia creciente. El hecho de que esa furia fuera multidireccional solo servía para que disimularla le resultara mucho más difícil.

Su furia se dirigía en primer lugar hacia Harry y al egoísmo que impulsa a un hombre a tener otro hijo como una demostración de la virilidad del padre, no como una necesidad definida. También se centraba en su hermana y en su sumisión al sentido del deber innato en las mujeres desde el principio de los tiempos, un deber que definía su personalidad en función de poseer un útero fructífero. Al abandonar su carrera por los gemelos, se había hecho dependiente con el tiempo, una mujer convencida de que debía dedicarse a su hombre. Y cuando él había exigido otro hijo, había accedido. Había cumplido su deber. Al fin y al cabo, ¿qué mejor forma de retenerle que concederle lo que pedía?