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Que nada de esto había sido necesario, que todo procedía de la incapacidad o desgana de su hermana para rechazar la sofocante definición de feminidad a la que Penélope se adhería, provocaba que la situación actual fuera aún más insostenible. En el fondo, Penélope era lo bastante inteligente para saber que estaba aceptando una forma de vida en la que no creía, lo cual era el principal motivo de desdicha. Las últimas palabras de su marido iban encaminadas a que tomara una decisión, pero, hasta que aprendiera a definirse de nuevo, serían las circunstancias y no Penélope quienes decidirían.

Su hermana sollozaba con la cabeza hundida en su hombro. Lady Helen la abrazó y trató de consolarla.

– No puedo soportarlo -gimió Penélope-. Me estoy ahogando. No soy nada. Carezco de identidad. Soy una simple máquina.

Eres una madre, pensó lady Helen, mientras, en la habitación de al lado, Christian seguía chillando.

Lynley y Havers dejaron el coche a mediodía en la sinuosa calle principal del pueblo de Grantchester, una colección de casas, tabernas, una iglesia y una vicaría, separada de Cambridge por el campo de rugby de la universidad y una larga extensión de tierras de labranza, en barbecho de cara al invierno, situada detrás de un seto de espinos que empezaba a teñirse de color pardo. La dirección que constaba en el informe policial era decididamente vaga: «Sarah Gordon, El Colegio, Grantchester». Sin embargo, en cuanto llegaron al pueblo, Lynley comprendió que no era necesaria mayor información. Entre una fila de casas adosadas y la taberna El León Rojo se alzaba un edificio de ladrillo color avellana, de lustrosa madera roja y numerosas claraboyas dispuestas en un tejado inclinado. De una de las columnas que se erguían a cada lado del camino particular colgaba un letrero con letras de color bronce que rezaba «El Colegio».

– No está mal la cabaña -comentó Havers mientras abría la puerta-. La típica propiedad histórica remozada con gusto. Siempre he odiado a la gente que tiene paciencia para conservar las cosas. ¿Quién es ella, a propósito?

– Una especie de artista. Ya averiguaremos el resto.

El espacio que ocupaba antes la puerta principal albergaba ahora cuatro paneles de cristal, a través de los cuales se veían hermosas paredes blancas, parte de un sofá y la pantalla de cristal azul perteneciente a una lámpara de pie de latón. Cuando cerraron las puertas del coche y subieron por el camino particular, un perro se asomó a las ventanas y empezó a ladrar furiosamente.

La nueva puerta principal estaba situada hacia la parte posterior del edificio, encastrada en un pasadizo cubierto que comunicaba la casa con el garaje. Cuando se acercaron, la abrió una mujer esbelta ataviada con tejanos descoloridos, una camisa de lana marfileña, cuya talla parecía de hombre, y una toalla rosa anudada como un turbante en la cabeza. Con una mano la sostenía y con la otra sujetaba al perro, de raza indefinida, sucio y de orejas desequilibradas, una alerta y la otra relajada. Un flequillo de color caqui colgaba sobre sus ojos.

– No tengan miedo. No muerde nunca -dijo, mientras el perro intentaba desembarazarse de su presa-. Le gustan las visitas. Siéntate, Llama -ordenó, pero el perro hizo caso omiso y meneó frenéticamente la cola.

Lynley exhibió sus credenciales y efectuó las presentaciones.

– ¿Es usted Sarah Gordon? -preguntó-. Nos gustaría hablar sobre lo ocurrido ayer por la mañana.

Dio la impresión de que sus ojos oscuros se ennegrecían aún más, aunque quizá se debiera a que había retrocedido hacia la sombra arrojada por el tejado.

– No sé qué más puedo añadir, inspector. Le dije a la policía todo lo que pude.

– Sí, lo sé. He leído el informe, pero creo que a veces ayuda oír las cosas de primera mano. Si no le importa.

– Por supuesto. Entren, por favor.

Se apartó de la puerta. Llama se lanzó alegremente sobre Lynley y plantó las patas sobre sus muslos.

– ¡Basta ya, Llama! -dijo Sarah Gordon, y tiró del perro. Lo levantó (estaba como loco) y lo transportó hasta la sala que habían visto desde la calle. Lo depositó en una cesta situada a un lado de la chimenea-. Basta -ordenó, y le palmeó la cabeza. El perro paseó su mirada ansiosa de Lynley a Havers, y después a su ama. Cuando comprendió que todo el mundo iba a quedarse en la sala con él, lanzó un ladrido de alegría y apoyó la mandíbula entre las patas.

Sarah se dirigió hacia la chimenea, donde ardía un montón de leña. Crepitaba y lanzaba chispas cada vez que las llamas devoraban bolsas de resina y savia. Añadió otro tronco antes de volverse hacia sus visitantes.

– ¿Esto era un colegio? -preguntó Lynley.

La mujer aparentó sorpresa. Había esperado que se lanzara sin más dilación sobre los acontecimientos de la mañana anterior. Sonrió, paseó la vista a su alrededor y respondió:

– La escuela del pueblo, sí. Estaba hecha un desastre cuando la compré.

– ¿La renovó usted?

– Una habitación de vez en cuando, si me lo podía permitir y si tenía tiempo. Está prácticamente acabada, a excepción del jardín trasero. Esto fue lo último -extendió la mano para indicar la sala-. Un poco diferente de lo que se suele encontrar en un edificio de esta antigüedad, supongo, pero por eso me gusta.

Lynley examinó la estancia, mientras Havers se desanudaba la primera de sus bufandas. La sala constituía un inesperado placer, con su extenso despliegue de óleos y litografías, cuyo tema eran las personas: niños, adolescentes, viejos jugando a las cartas, una anciana mirando por una ventana. Las composiciones eran figurativas y metafóricas al mismo tiempo; los colores, puros, vivos y auténticos.

El efecto general de un sala llena de tanto arte, combinando con el suelo de roble blanqueado y el sofá color harina, debería ser el de un museo, e igual de cálido, pero, como si quisiera suavizar la naturaleza poco acogedora de su entorno, Sarah Gordon había tendido sobre el respaldo del sofá una manta roja de angora, y cubierto el suelo con una alfombra trenzada de alegres colores. Como si no fuera suficiente para dotar de personalidad a la habitación, un ejemplar del Guardian estaba abierto ante la chimenea, cerca de la puerta había una caja de dibujos y un caballete, y la atmósfera (lo menos parecida a la de un museo) olía a chocolate. Parecía emanar de un grueso jarro verde que descansaba sobre el bar montado en una esquina de la sala. A su lado había una jarra. De ambos recipientes brotaba un hilo de humo.

– Es cacao -explicó Sarah Gordon, al ver en qué dirección miraba-. Lo considero antidepresivo. He necesitado un montón desde ayer. ¿Les apetece?

Lynley negó con la cabeza.

– ¿Sargento?

Havers declinó la invitación y tomó asiento en el sofá, donde dejó caer las bufandas y el abrigo. Sacó el bloc del bolso. Un enorme gato anaranjado surgió de entre las cortinas y saltó sobre su regazo.

Sarah fue a buscar su taza de cacao y corrió al rescate de Havers.

– Lo siento -se disculpó, y se puso el gato bajo el brazo. Se acomodó en el otro extremo del sofá y se reclinó hacia la luz. Hundió la mano libre en el espeso pelaje del gato. La otra mano, que sujetaba la taza, temblaba ostensiblemente. Habló como si necesitara excusarse por hacerlo.

– Nunca había visto un cadáver. No, no es cierto del todo. He visto personas en ataúdes, pero después de haber sido lavadas y maquilladas por los funerarios. Supongo que la única forma de soportar la muerte es verla como vida algo alterada, pero esto es otra… Me gustaría olvidar lo que vi, pero es como si estuviera impresa a fuego en mi cerebro. -Tocó la toalla que rodeaba su cabeza-. Me he duchado cinco veces desde ayer por la mañana. Me he lavado el pelo tres. ¿Por qué lo hago?