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Lynley se sentó en una butaca, frente al sofá. No se molestó en improvisar una respuesta a la pregunta. Las reacciones ante la contemplación de una muerte violenta dependen de la personalidad de cada uno. Había conocido a detectives bisoños que no podían bañarse hasta solucionar el caso, otros que no comían, y algunos que no dormían. Aunque la inmensa mayoría de sus colegas se inmunizaban contra la muerte al cabo de cierto tiempo, considerando la investigación de un asesinato como un simple trabajo, el hombre de la calle nunca lo veía así. Se lo tomaba como algo personal, un insulto deliberado. Nadie deseaba que le recordaran la amarga transitoriedad de la vida.

– Hábleme de ayer por la mañana -dijo.

Sarah depositó la taza sobre una mesita auxiliar y hundió la otra mano en el pelaje del gato. No parecía tanto un gesto de afecto como una forma de buscar consuelo o apoyo. El gato, con la típica intuición felina, pareció adivinarlo, porque aplastó las orejas y emitió un sonido gutural del que Sarah no hizo caso. Se puso a acariciarlo. El animal intentó saltar al suelo.

– Sé bueno, Seda -dijo Sarah.

El gato volvió a protestar y huyó de su regazo. Sarah pareció afligida. Seda se acercó al fuego, indiferente por completo a su deserción, se estiró sobre el periódico y empezó a limpiarse la cara.

– Gatos -dijo con elocuencia Havers-. ¿A que son como los hombres?

Dio la impresión de que Sarah reflexionaba sobre la justicia del comentario. Seguía sentada como si el gato continuara en su regazo, algo inclinada hacia delante, las manos sobre los muslos, en una postura autoprotectora.

– Ayer por la mañana -repitió.

– Por favor -dijo Lynley.

Resumió los hechos con gran rapidez, sin añadir nada nuevo a lo que Lynley había leído en el informe de la policía. Acosada por el insomnio, se había levantado a las cinco y cuarto. Se había vestido y comido un cuenco de cereales. Había leído casi todo el periódico del día anterior. Había seleccionado y reunido su equipo. Había llegado a Fen Causeway poco antes de las siete. Había ido a la isla para hacer unos bocetos del puente Crusoe. Había descubierto el cadáver.

– Tropecé con ella -dijo-. Yo… Me horroriza pensar en ello. Ahora comprendo que habría debido ayudarla, ver si aún estaba viva. Pero no lo hice.

– ¿Dónde estaba el cadáver, exactamente?

– Junto a un pequeño claro, en el extremo sur de la isla.

– ¿No lo vio enseguida?

Sarah acunó la taza de cacao entre sus manos.

– No. Fui con la intención de hacer algunos bocetos. No había trabajado… No, por una vez seré sincera, no había producido nada de valor desde hacía meses. Me sentía impotente y paralizada, y abrigaba el terrible pavor de haberlo perdido para siempre.

– ¿A qué se refiere?

– Al talento, inspector. Creatividad. Pasión. Inspiración. Como prefiera. Estaba convencida de que lo había perdido. Hace unas semanas decidí actuar, dejar de dedicarme a los proyectos de la casa, de tener miedo al fracaso, en una palabra, y empezar a trabajar de nuevo. Elegí el día de ayer. -Como adivinando la siguiente pregunta de Lynley, se apresuró a añadir-: La elección fue al azar, en realidad. Pensé que, si hacía una señal en el calendario, sería como una especie de compromiso. Pensé que, si elegía la fecha de antemano, podría empezar otra vez sin dar pasos en falso. Era muy importante para mí.

Lynley volvió a examinar la sala, esta vez con más calma, y estudió la colección de óleos y litografías. No pudo evitar compararlos con las acuarelas que había visto en casa de Anthony Weaver. Aquellas eran hábiles, bien ejecutadas, conservadoras. Las obras de esta casa eran un desafío, tanto en color como en diseño.

– Esto es su obra -afirmó, pues era obvio que todo había sido creado por la misma mano experta.

Sarah utilizó la taza que tenía para señalar una pared.

– Esta es mi obra, sí. Ninguna es reciente, pero toda es mía.

Lynley se permitió un instante de satisfacción al pensar que no podía contar con mejor testigo en potencia. Los artistas eran observadores experimentados. Era imposible crear sin observar. Sarah habría reparado en cualquier cosa fuera de lo común que hubiera visto en la isla.

– Hábleme de lo que recuerda sobre la isla.

Sarah contempló el contenido de su taza, como si quisiera recrear la escena en su interior.

– Bueno, había mucha niebla, mucha humedad. Las hojas de los árboles goteaban. Los cobertizos donde se reparan las embarcaciones estaban cerrados. Habían dado una capa de pintura al puente. Me fijé por la forma en que capturaba la luz. Y había… -Vaciló, con expresión pensativa-. Había mucho barro cerca de la puerta, y el barro estaba… revuelto. Lleno de surcos, diría yo.

– ¿Como si hubieran arrastrado un cuerpo? ¿Surcos de los zapatos?

– Supongo. Había basura junto a una rama caída. Y… -Levantó la vista-. Creo que también vi los restos de una hoguera.

– ¿Cerca de la rama?

– Delante, sí.

– ¿Qué clase de basura había en el suelo?

– Paquetes de tabaco, sobre todo. Algunos diarios. Una botella de vino. ¿Una bolsa? Sí, una bolsa naranja de Peter Dominic. Me acuerdo. ¿Es posible que alguien estuviera esperando a la chica desde hacía un rato?

Lynley hizo caso omiso de la pregunta.

– ¿Algo más?

– Las luces de la cúpula de Peterhouse. Se veían desde la isla.

– ¿Oyó algo?

– Nada anormal. Pájaros. Un perro, hacia el pantano. Todo me pareció de lo más normal, excepto que la niebla era muy espesa, pero ya se lo habrán dicho.

– ¿No oyó nada procedente del río?

– ¿Como una barca? ¿Ruido de remos? No. Lo siento. -Sus hombros se hundieron un poco-. Ojalá pudiera decirle algo más. Me siento monstruosamente egocéntrica. Cuando estaba en la isla, solo pensaba en mi arte. De hecho, sigo haciéndolo. Un punto muy negativo en mi expediente personal.

– Es poco frecuente salir a pintar cuando hay niebla -observó Havers. Estaba tomando notas a gran velocidad, pero ahora levantó la vista y concentró su interés en hablar con la mujer-: ¿Qué clase de artista va a dibujar en la niebla?

Sarah se mostró de acuerdo.

– Muy poco frecuente. Era una locura. El resultado no habría tenido nada que ver con el resto de mi obra, ¿verdad?

Era cierto. Además de emplear colores vivos, brillantes, inspirados por el sol, las imágenes de Sarah Gordon estaban muy bien definidas, desde un grupo de niños paquistaníes sentados en los desgastados escalones de una casa de pintura desportillada, hasta una mujer desnuda reclinada bajo una sombrilla amarilla. Ninguna poseía la ausencia de definición o la falta de color que sugería pintar en la niebla matutina. Para colmo, ninguna plasmaba un paisaje.

– ¿Intentaba cambiar de estilo? -preguntó Lynley.

– ¿De Los comedores de patatas a Los girasoles?

Sarah se levantó y caminó hasta el bar, donde se sirvió más cacao. Llama y Seda levantaron los ojos desde sus respectivas posiciones, alertas a la posibilidad de un festín. Sarah se acercó al perro, se acuclilló a su lado y acarició su cabeza con los dedos. El animal agitó la cola en señal de agradecimiento, y volvió a depositar la mandíbula entre las patas. La mujer se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, de cara a Lynley y Havers.

– Intentaba probar algo diferente -dijo-. No sé si entiende la sensación de creer que has perdido la capacidad y la voluntad de crear. Sí, la voluntad -insistió, como si esperara que la contradijera-, porque es un acto de voluntad. Es mucho más que sentirse inspirado por alguna musa artística apropiada. Es tomar la decisión de ofrecer algo de la esencia propia al juicio de los demás. Como artista, me decía que no importaba mucho la valoración que mi obra recibiera. Me decía que el acto creativo, no su aceptación o lo que alguien hiciera con el producto terminado, era lo fundamental. En algún momento, dejé de creer en ello. Y cuando uno deja de creer en que el acto es superior al análisis que cualquiera realice de él, se queda paralizado. Eso me ocurrió a mí.