– Fantasmas de Ruskin y Whistler, si no recuerdo mal su historia -dijo Lynley.
Por algún motivo, la mujer dio un respingo ante la alusión.
– Ah, sí. El crítico y su víctima, pero al menos Whistler tuvo su momento de gloria en la corte, ¿no? Algo es algo. -Sus ojos recorrieron poco a poco sus obras, como si quisiera convencerse de que era su creadora-. Perdí la pasión. Y sin eso, solo queda la masa, los objetos. Pintura, lienzos, arcilla, cera, piedra. Solo la pasión les insufla vida. De lo contrario, son estáticos. Dibujar, pintar o esculpir sin pasión es un mero ejercicio de competencia. No es la expresión de la personalidad. Eso es lo que deseaba recuperar, el deseo de ser vulnerable, la capacidad de sentir, el gusto por el riesgo. Si eso conlleva un cambio de técnica, una alteración del estilo, el empleo de otros medios, estaba decidida a intentarlo. Estaba decidida a probar cualquier cosa.
– ¿Funcionó?
La mujer se inclinó sobre el perro y frotó la mejilla contra su cabeza. Un teléfono sonó en algún lugar de la casa. Un contestador automático respondió. Un momento después, la voz grave de una boca masculina flotó hacia ellos, dejando un mensaje inaudible desde donde se encontraban. En apariencia, la llamada y la identidad del comunicante solo merecieron la indiferencia de Sarah.
– No tuve la oportunidad de averiguarlo -respondió-. Hice unos cuantos bocetos preliminares en un lugar de la isla. Como salieron mal (eran espantosos, para ser sincera), fui a otro sitio y tropecé con el cadáver.
– ¿Qué recuerda al respecto?
– Solo que retrocedí unos pasos y tropecé. Pensé que era una rama. Le di una patada para apartarla y descubrí que era un brazo.
– ¿No se había fijado en el cuerpo?
– Estaba cubierto de hojas. Mi atención se concentraba en el puente. Creo que ni siquiera miraba por dónde caminaba.
– ¿En qué dirección dio la patada al brazo? -preguntó Lynley-. ¿Hacia ella, o lejos de ella?
– Hacia ella.
– ¿No tocó el cadáver?
– Dios mío, no, pero tendría que haberlo hecho, ¿verdad? Quizá estaba viva. Tendría que haberla tocado, comprobado su estado. No lo hice. En cambio, vomité. Y huí.
– ¿En qué dirección? ¿Volvió sobre sus pasos?
– No. Por Coe Fen.
– ¿Con aquella niebla? ¿No regresó por donde había venido?
Lynley observó por la abertura de su blusa que el pecho y el cuello de Sarah enrojecía.
– Acababa de tropezar con el cadáver de una chica, inspector. No puedo decir que me portara con mucha lógica en aquellos momentos. Corrí por el puente y atravesé Coe Fen. Hay un sendero que pasa cerca del departamento de Ingeniería. Había dejado mi coche allí.
– ¿Condujo hasta la comisaría de policía?
– Seguí corriendo por Lensfield Road y crucé Parker's Piece. No está muy lejos.
– Pero podría haber cogido el coche.
– Sí.
No se defendió. Contempló su cuadro de los niños paquistaníes. Llama se removió bajo su mano y emitió un potente suspiro.
– No pensaba con claridad -continuó Sarah, algo irritada-. Ya estaba nerviosa antes de ir a la isla porque quería dibujar. Dibujar, fíjese. Algo que me había sentido incapaz de hacer durante meses. Significaba todo para mí. Cuando encontré el cuerpo, no pensé, así de sencillo. Debí comprobar si la chica aún estaba viva. Debí intentar ayudarla. Debí seguir por el sendero pavimentado. Debí ir en mi coche a la comisaría de policía. Todo eso lo sé. Estoy harta de «deberes». Mi comportamiento no tiene excusa, pero el pánico me dominó. Y créame, no me hace nada feliz.
– ¿Las luces del departamento de Ingeniería estaban encendidas?
Sarah le miró, pero sin verle. Daba la impresión de que intentaba reproducir en su mente la película de los acontecimientos.
– Luces. Creo que sí, pero no estoy segura.
– ¿Vio a alguien?
– En la isla, no, y en el pantano, tampoco; había demasiada niebla. Dejé atrás algunos ciclistas cuando llegué a Lensfield Road, y había tráfico, por supuesto, pero solo me acuerdo de eso.
– ¿Por qué eligió la isla? ¿Por qué no se quedó aquí, en Grantchester, sobre todo cuando vio la niebla?
Su piel enrojeció un poco más. Como si se hubiera dado cuenta, se llevó la mano al cuello de la camisa y jugueteó con la tela, hasta que por fin abrochó el botón.
– No sé cómo explicárselo, excepto que ya había elegido ese día, había planeado ir a la isla, y hacer algo menos de lo que había planeado sería como admitir la derrota y huir. No quería hacer eso. No podía enfrentarme a la perspectiva. Sé que suena patético, rígido y obsesivo, pero así son las cosas. -Se levantó-. Vengan conmigo. Solo hay una forma de que puedan comprender por completo.
Dejó su cacao y a los animales en la sala y los condujo a la parte trasera de la casa. Empujó una puerta entreabierta y entraron en su estudio. Era una habitación grande y luminosa, con cuatro claraboyas rectangulares en el techo. Lynley se detuvo antes de entrar y dejó que sus ojos tomaran nota de todo; la habitación corroboraba todo lo que Sarah Gordon les había contado.
De las paredes colgaban enormes bocetos a carboncillo (un torso humano, un brazo, dos desnudos entrelazados, un rostro masculino de tres cuartos de perfil), los típicos estudios preliminares que un artista realiza antes de emprender una nueva obra. Sin embargo, en lugar de ser toscas ideas de un producto terminado ya exhibido, bajo ellos se alineaban lienzos inconclusos, proyecto tras proyecto iniciado y abandonado. Un montón de parafernalia artística descansaba sobre una mesa de trabajo: latas de café llenas de pinceles limpios y secos, como flores de pelo de camello; botellas de trementina, aceite de linaza y barniz Damar; una caja de pasteles secos sin utilizar; más de una docena de tubos de pintura con etiquetas escritas a mano. Habría podido ser una masa caótica, con manchones de pintura sobre la mesa, huellas dactilares pringosas en las botellas y latas, y los tubos aplastados en determinados puntos. En cambio, todo estaba tan pulcra y minuciosamente dispuesto como en un museo.
El aire no olía a pintura ni trementina. No había bocetos tirados en el suelo que sugirieran una repentina inspiración artística y un no menos repentino rechazo artístico. No había pinturas terminadas a la espera de la capa de barniz definitiva. Al parecer, alguien limpiaba el estudio con regularidad, porque el suelo de roble brillaba como si estuviera cubierto de cristal y no se veía la menor huella de polvo o suciedad. Tan solo señales de que se utilizaba poco, por doquier. Solo un caballete sostenía un lienzo, y estaba cubierto con una tela manchada de pintura, bajo una claraboya. Daba la impresión de que nadie lo había tocado en años.
– Este fue una vez el centro de mi mundo -dijo Sarah Gordon con resignación-. ¿Lo comprende ahora, inspector? Quería que volviera a serlo.
Lynley observó que la sargento Havers se había desplazado a un lado de la habitación, donde una serie de estanterías se habían construido sobre una mesa de trabajo. Sostenían cajas de marcos para diapositivas, cuadernos de dibujo manoseados, recipientes de pasteles, un gran rollo de lienzos y diversas herramientas, desde un juego de espátulas hasta un par de tenazas. La mesa estaba cubierta por una gran hoja de vidrio cilindrado, cuya superficie rugosa tocó la sargento Havers con aire pensativo.
– Sirve para moler colores -explicó Sarah Gordon-. Lo utilizaba para pulverizar mis propios colores.