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Solo reconoció a uno de los otros dos. A. Jenn sería el ayudante de Weaver.

Y a Adam Jenn encontró Lynley en el estudio de Weaver, después de subir la escalera que conducía al primer piso. La puerta estaba entreabierta y revelaba una entrada triangular apagada, que daba a una angosta despensa, un dormitorio algo más grande y el estudio en sí. Lynley oyó voces que procedían del estudio (preguntas en voz baja de un hombre, respuestas apagadas de una mujer), y aprovechó para echar un rápido vistazo a las otras habitaciones.

A su derecha, la despensa estaba provista de una cocina, una nevera y una pared de alacenas encristaladas, que contenían los suficientes utensilios de cocina y elementos de vajilla para vivir confortablemente. Aparte de la cocina y la nevera, todo parecía nuevo, desde el reluciente microondas hasta las tazas, platillos y fuentes. Las paredes estaban recién pintadas, y el aire olía bien, a polvos infantiles, un perfume que rastreó hasta localizar su origen: un sólido rectángulo de desodorante que colgaba de un gancho detrás de la pared.

La perfección de la despensa le intrigó, pues no se adaptaba a su concepción de cómo sería el entorno profesional de Anthony Weaver, considerando el estado de su estudio. Con la curiosidad de comprobar si el hombre había estampado el sello de su personalidad en algún sitio, abrió la luz del dormitorio y lo examinó desde el umbral.

Sobre el revestimiento pintado de color hongo se alzaban las paredes, cubiertas de un papel crema con finas rayas marrones. De ellas colgaban bocetos a lápiz enmarcados (una partida de caza de faisanes, una cacería de zorros, un ciervo acosado por sabuesos), todos firmados con el apellido «Weaver», mientras desde el techo una lámpara de latón pentagonal arrojaba luz sobre una cama individual, a cuyo lado había una mesa de trípode que sostenía una lamparilla de bronce y un díptico enmarcado a juego. Lynley cruzó la habitación y lo cogió. Elena Weaver sonreía desde un lado, Justine desde el otro; la primera jugaba con un cachorro, mientras la segunda foto consistía en un primoroso retrato de la esposa, el largo cabello cuidadosamente apartado de la cara y sonriendo con los labios apretados, como si quisiera esconder los dientes.

Lynley dejó el díptico en su sitio y paseó la vista a su alrededor con aire pensativo. La mano que había provisto a la cocina de sus aparatos cromados y vajilla de porcelana marfileña, también se había ocupado de decorar el dormitorio, al parecer. Guiado por un impulso, levantó un poco el cubrecama marrón y verde, para descubrir tan solo el colchón desnudo y una almohada sin funda. No le sorprendió. Salió de la habitación.

En ese momento, la puerta del estudio se abrió y se encontró frente a frente con los dos jóvenes cuyos murmullos había escuchado momentos antes. El joven, de hombros cuadrados que la toga contribuía a realzar, cogió a la muchacha cuando vio a Lynley y la atrajo hacia sí en un gesto protector.

– ¿Puedo serle de ayuda?

Habló con educación, pero el gélido tono transmitía un mensaje muy diferente, al igual que las facciones del joven, que habían pasado de la tranquilidad inherente a una amigable conversación a la severidad que indica suspicacia.

Lynley miró a la chica, que apretaba un cuaderno contra el pecho. Se tocaba con una gorra de punto, bajo la cual se derramaba su cabello rubio. Caía sobre la frente y ocultaba sus cejas, pero realzaba el violeta de sus ojos, que, en ese momento, expresaban un gran temor.

La reacción de ambos era normal, dadas las circunstancias. Una estudiante del colegio había sido brutalmente asesinada. Los extraños no podían ser bienvenidos ni tolerados. Lynley extrajo su tarjeta de identificación y se presentó.

– ¿Adam Jenn? -preguntó.

El joven asintió.

– Hasta la semana que viene, Joyce -dijo a la muchacha-. Has de continuar con la lectura antes de redactar el siguiente trabajo. Tienes intuición. Tienes cerebro. No seas tan perezosa, ¿vale?

Sonrió como para mitigar la negatividad de su último comentario, pero la sonrisa pareció maquinal, apenas un fugaz movimiento de los labios que no alteró en absoluto la preocupación reflejada en sus ojos color avellana.

– Gracias, Adam -dijo Joyce, con esa voz jadeante que siempre consigue sonar como una invitación ilícita. Sonrió a modo de despedida y un momento después oyeron el repiqueteo de sus talones en los peldaños de madera. No fue hasta que la puerta de abajo se abrió y cerró tras la joven que Adam Jenn invitó a Lynley a entrar en el estudio de Weaver.

– El doctor Weaver no está -dijo-, si ha venido a verle a él.

Lynley no respondió de inmediato, sino que se acercó a una ventana, que, al igual que la única practicada en su habitación, estaba encastrada en uno de los frontones holandeses que daban al Patio de la Hiedra. Al contrario que en su habitación, sin embargo, no había un escritorio en el hueco, sino dos confortables butacas situadas una frente a otra en el ángulo, separadas por una mesa de pasta de papel sobre la que descansaba un libro titulado Eduardo III: el culto a la caballería. Su autor era Anthony Weaver.

– Es un hombre brillante -declaró Adam Jenn, con el tono de quien defiende a alguien-. Ningún erudito del país sabe tanto como él de historia medieval.

Lynley se puso las gafas, abrió el volumen y pasó algunas de las densas páginas. Sus ojos cayeron al azar sobre las palabras: «Pero fue por culpa del ignominioso trato dispensado a las mujeres, como objetos subyugados a los caprichos políticos de sus padres y hermanos, por lo que el período adquirió su reputación de habilidad en las maniobras diplomáticas, ahogando las preocupaciones democráticas, tan transitorias como falsas, que proclamaba repetidamente». Como sus ojos no veían escritos universitarios desde hacía años, Lynley sonrió divertido. Había olvidado la propensión de los académicos a difundir sus teorías con una pomposidad tan notoria.

Leyó la dedicatoria del libro, «Para mi querida Elena», y cerró la cubierta. Se quitó las gafas.

– Usted es el ayudante del doctor Weaver -dijo.

– Sí.

Adam Jenn trasladó el peso de su cuerpo de un pie al otro. Bajo la toga negra llevaba una camisa blanca y téjanos recién lavados y planchados. Hundió las manos en los bolsillos traseros y esperó sin hablar, de pie junto a una mesa ovalada sobre la que descansaban tres libros de texto abiertos y media docena de trabajos escritos a mano.

– ¿Cómo se convirtió en ayudante del doctor Weaver?

Lynley se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de una butaca.

– Por una vez, tuve suerte en la vida.

Era una curiosa forma de no responder a la pregunta. Lynley enarcó una ceja. Adam interpretó el gesto como Lynley deseaba y continuó.

– Cuando era estudiante leí dos de sus libros. Asistí a sus clases. Cuando se le seleccionó para la cátedra Penford, a principios del trimestre de Pascua del año pasado, le pedí que dirigiera mi tesina. Tener al titular de la cátedra Penford como tutor… -Paseó la vista por la habitación, como si su caótico contenido proporcionara una explicación adecuada sobre la importancia del papel que Weaver desempeñaba en su vida-. No se puede subir más.

– ¿No es un poco arriesgado por su parte subirse al carro de Weaver tan pronto? ¿Qué pasará si no consigue el puesto?

– Creo que vale la pena correr ese riesgo. En cuanto gane la cátedra, le lloverán proposiciones para dirigir los estudios de los graduados. Yo me adelanté.

– Parece bastante seguro de su hombre. Tengo entendido que estos puestos son políticos, en su mayoría. Un cambio en el clima académico y su candidato está acabado.