Pero la terraza estaba a oscuras, la noche era muy calurosa y la reacción de Glyn no fue la que él esperaba. La respuesta a su beso le pilló por sorpresa. La boca ansiosa de Glyn engulló su lengua. Una mano desabotonó su blusa y soltó su sujetador, mientras la otra se deslizaba en el interior de sus pantalones. Glyn gimió de placer al comprobar su erección. Levantó una pierna y balanceó las caderas. Anthony perdió la conciencia de sus actos. Solo deseaba penetrarla, sentir el calor y la suave succión húmeda de su cuerpo, alcanzar el orgasmo.
No hablaron. Utilizaron la balaustrada de piedra de la terraza a modo de fulcro. La depositó encima y Glyn se abrió de piernas. Hundió su pene una y otra vez en su cálida entraña, esforzándose en llegar al orgasmo antes de que alguien saliera a la terraza y los sorprendiera, mientras ella le mordía el cuello, jadeaba y tiraba de su pelo. Fue la única vez en su vida que, al hacer el amor, pensó en la palabra «follar». Y cuando terminó, no recordaba su nombre.
Cinco, o tal vez siete, graduados salieron a la terraza antes de que Glyn y él se separaran. Alguien dijo: «¡Caramba!», y otro comentó: «A mí, tampoco me importaría». Todos rieron y se adentraron en el jardín. Impulsado sobre todo por las burlas, Anthony rodeó a Glyn entre sus brazos, la besó y murmuró con voz hueca: «Vamonos de aquí, ¿vale?». Porque, de alguna forma, marcharse con ella ennoblecía el acto, los transformaba en algo más que dos cuerpos sudorosos, concentrados en la copulación sin intelecto ni alma.
Se fue con él a la destartalada casa de la calle Hope que Anthony compartía con tres amigos. Pasó la noche, y la siguiente, revolcándose con él en el delgado colchón que servía de cama. Comía un poco cuando le apetecía, fumaba cigarrillos franceses, bebía ginebra inglesa y le conducía una y otra vez al dormitorio, al colchón tendido sobre el suelo. Se mudó al cabo de dos semanas; primero, dejó una prenda de ropa, después, un libro, otro día llegó con una lámpara. Nunca hablaron de amor. Nunca se enamoraron. Se limitaron a casarse, lo cual, al fin y al cabo, era la mejor forma de dar validez pública al hecho de haber mantenido relaciones sexuales con una mujer que no conocía.
La puerta del despacho se abrió. Un hombre, seguramente P. L. Beck, entró. Al igual que el despacho, nada en su indumentaria daba a entender que su negocio fuera la muerte. Vestía una chaqueta cruzada azul y pantalones grises. Una corbata Pembroke formaba un lazo perfecto en su cuello.
– ¿Doctor Weaver? -preguntó. Giró sobre sus talones hacia Glyn-. ¿Señora Weaver?
Había hecho su trabajo. Era una manera artística de evitar llamarlos por el nombre, del mismo modo que obvió falsas condolencias por la muerte de una muchacha que no conocía.
– La policía me avisó de su llegada. Me gustaría acabar cuanto antes con estos trámites. ¿Les apetece algo? ¿Té, café?
– No, gracias -respondió Anthony. Glyn permaneció en silencio.
El señor Beck tampoco aguardó su respuesta. Se sentó y dijo:
– Tengo entendido que el cuerpo sigue en poder de la policía. Es posible que pasen algunos días antes de que nos lo entreguen. Ya se lo han comunicado, ¿verdad?
– No. Dijeron que estaban realizando la autopsia.
– Entiendo. -Juntó las manos con aire pensativo y apoyó los codos sobre el escritorio-. Suelen tardar varios días en efectuar las pruebas. Estudios de los órganos, estudios de los tejidos, informes toxicológicos. En una muerte repentina, el procedimiento es rápido, sobre todo si el… -lanzó una veloz mirada de preocupación en dirección a Glyn-, si el fallecido se encontraba bajo los cuidados de un médico. Sin embargo, en un caso como este…
– Lo comprendemos -dijo Anthony.
– Un asesinato -puntualizó Glyn. Apartó los ojos de la pared y los clavó en el señor Beck, aunque su cuerpo no se movió ni un milímetro-. Se refiere a un asesinato. Dígalo. No embellezca la verdad. Ella no es la «fallecida». Es la víctima. Fue un asesinato. Aún no me he acostumbrado, pero, si lo oigo bastantes veces, surgirá en mi conversación con naturalidad. Mi hija, la víctima. La muerte de mi hija, el asesinato de mi hija.
El señor Beck miró a Anthony, quizá con la esperanza de que dijera algo en respuesta a la invectiva, quizá suponiendo que Anthony ofrecería unas palabras de consuelo o apoyo a su ex esposa. Como Anthony siguió en silencio, el señor Beck se apresuró a continuar.
– Tendrán que comunicarme el lugar y la hora en que se celebrará el funeral, y dónde será enterrada. Tenemos una bonita capilla, si quieren que se celebre aquí. Y, si bien sé lo difícil que será para ambos, han de decidir si quieren una exposición pública.
– ¿Una exposición…? -Anthony notó que se le ponía la carne de gallina, solo de pensar en su hija expuesta a la curiosidad de los morbosos-. No es posible. Ella no es…
– Yo sí quiero.
Anthony observó que las uñas de Glyn se habían puesto blancas, por la presión que ejercían sobre las palmas.
– No lo quieres. No te puedes imaginar su aspecto.
– Haz el favor de no decidir por mí. Dije que la vería, y lo haré. Quiero que todo el mundo la vea.
– Podemos realizar algunos arreglos -intervino el señor Beck-. Con un poco de maquillaje y masilla, nadie se dará cuenta de los daños…
Glyn se inclinó hacia delante con brusquedad. El señor Beck se encogió, como para protegerse.
– No me está escuchando. Quiero que los daños se vean. Quiero que todo el mundo se entere.
Anthony quiso preguntar: «¿Y qué ganarás con eso?», pero ya sabía la respuesta. Glyn había puesto a Elena bajo su custodia, y quería que todo el mundo conociera su fracaso. Durante quince años había cuidado de su hija en una de las zonas más turbulentas de Londres, y Elena había salido de la experiencia con un diente astillado como única señal, a consecuencia de una pelea por el afecto de un quinceañero que había pasado la hora de comer con ella, y no con su novia oficial. Ni Glyn ni Elena habían considerado aquel diente roto una demostración de que Glyn fuera incapaz de cuidar de su hija. Al contrario, fue para ambas la medalla de honor de Elena, su declaración de igualdad, porque las tres muchachas con las que había peleado no eran sordas, pero se habían rendido ante la caja rota de patatas nuevas y las dos cestas metálicas de leche que Elena había requisado de un colmado cercano para utilizarlas como armas defensivas.
Quince años en Londres, un diente roto. Quince meses en Cambridge, una muerte brutal.
Anthony no quiso llevarle la contraria.
– ¿Tiene algún folleto? -preguntó-. ¿Algo que podamos consultar para decidir…?
El señor Beck se mostró ansioso por ayudarlos.
– Por supuesto -dijo, y abrió al instante un cajón del escritorio. Extrajo un cuaderno de anillas cubierto de plástico marrón, con las palabras «Beck e Hijos, directores de Pompas Fúnebres» impresas en letras doradas sobre la portada. Lo tendió a sus clientes.
Anthony lo abrió. Fotografías en color de veinte por veinticinco embutidas entre láminas de plástico. Empezó a pasar las hojas; miraba sin ver, leía sin asimilar. Reconoció diversos tipos de madera: caoba y roble. Reconoció expresiones: resistencia natural a la corrosión, juntas de goma, forros de crespón, revestimiento de asfalto, cerrado al vacío. Como a lo lejos, oyó que el señor Beck recitaba los méritos relativos del cobre, o del acero de dieciséis milímetros de espesor sobre el roble, de la colocación de una bisagra. Le oyó decir: