Volvió la cara y extendió las manos sobre el ataúd, como si quisiera abrazarlo. Empezó a llorar.
– No tengo nada. Ella ya no existe. No puedo recuperarla. Nunca podré… -Tiró de la franela que cubría el ataúd-. Pero tú, sí. Tú aún puedes, Anthony. Ojalá te mueras.
A pesar de sus palabras, Anthony experimentó una súbita oleada de horrorizada compasión. Después de tantos años de enemistad, después de los momentos transcurridos en la funeraria, no habría creído posible que sintiera algo por ella, salvo odio, pero aquellas palabras, «tú puedes», le habían revelado el inmenso dolor de su ex mujer. Tenía cuarenta y seis años. Nunca podría volver a ser madre.
Daba igual que la idea de traer al mundo otro hijo que sustituyera a Elena fuera impensable, que hubiera perdido la razón en el momento que contempló el cadáver de su hija. Pasaría el resto de su vida sumido en las tareas académicas para evitar el recuerdo de su rostro destrozado, de la cuerda que rodeaba su cuello, pero en cualquier caso podría tener otro hijo, a pesar del dolor que le atormentaba en estos momentos. Aún le quedaba esa posibilidad. Pero a Glyn, no. La realidad incontrovertible de su edad duplicaba su dolor.
Avanzó un paso hacia ella y posó una mano sobre su espalda temblorosa.
– Glyn, yo…
– ¡No me toques!
Se apartó de él, resbaló y cayó sobre una rodilla.
La delgada franela que cubría el ataúd se rasgó. La madera era frágil y vulnerable.
Lynley se detuvo cuando avistó Fen Causeway. Notaba los latidos del corazón en el pecho y los oídos. Buscó su reloj en el bolsillo. Lo abrió, jadeante, y comprobó el tiempo transcurrido. Siete minutos.
Meneó la cabeza y se dobló casi por la mitad, con las manos sobre las rodillas, resollando como en un caso de enfisema no diagnosticado. Apenas un kilómetro de carrera y se sentía acabado. Dieciséis años de fumar se habían cobrado su tributo. Diez meses de abstinencia no bastaban para redimirle.
Avanzó tambaleante hacia las gastadas tablas de madera que formaban un puente entre la isla de Robinson Crusoe y Sheep's Green. Se apoyó contra la barandilla metálica, echó hacia atrás la cabeza y engulló aire como un hombre al que hubieran salvado de ahogarse. El sudor bañaba su rostro y mojaba su jersey. Qué maravillosa experiencia era correr.
Se volvió con un gruñido y apoyó los codos sobre la barandilla. Dejó caer la cabeza mientras recuperaba el aliento. Siete minutos, pensó, y poco más de un kilómetro. La chica habría recorrido el mismo trayecto en menos de cinco.
No cabía la menor duda. Corría cada día con su madrastra. Era una corredora de larga distancia. Corría con el equipo de campo traviesa de Cambridge. Si su calendario no mentía, corría con «Liebre y Sabuesos» desde enero, y tal vez desde antes. En función de la distancia que pensara correr aquella mañana, su ritmo habría sido diferente. En cualquier caso, era inimaginable que alguien tardara más de diez minutos en llegar a la isla, independientemente de la ruta que eligiera. Si tal era el caso, a menos que la muchacha se hubiera parado en algún momento de la carrera, habría llegado al lugar del crimen no más tarde de las seis y veinticinco.
Levantó la cabeza cuando recobró el aliento. Aunque la niebla no hubiera invadido el día anterior la mayor parte de la zona, debía admitir que era un sitio ideal para un crimen. Sauces, alisos y hayas (ninguno había perdido por completo las hojas) creaban una pantalla impenetrable que ocultaba la isla, no solo desde el puente de la carretera que se arqueaba sobre su extremo sur para dar entrada a la ciudad, sino también desde el sendero peatonal que corría a lo largo del río, a menos de tres metros de distancia. Cualquiera que deseara cometer un crimen en este lugar gozaba de total impunidad. Aunque algún peatón ocasional hubiera mirado el puente más largo que comunicaba Coe Fen con la isla para dirigirse desde allí al sendero, aunque algún ciclista hubiera atravesado Sheep's Green o pedaleado paralelo al río, la oscuridad que reinaba a las seis y media de una fría mañana de noviembre habría permitido al asesino golpear y estrangular a Elena Weaver sin que nadie le viera. Nadie se habría aventurado en la zona a las seis y media, salvo su madrastra. Y su presencia había sido eliminada mediante una simple llamada por videotex, una llamada efectuada por alguien que conocía lo bastante a Justine para saber que, si podía librarse, no correría sola a la mañana siguiente.
Había corrido, por supuesto, pero el asesino tuvo la suerte de que eligió otra ruta. Si había sido una cuestión de suerte.
Lynley se apartó de la barandilla y caminó por el puente hacia la isla. Un alto portal de madera que daba acceso al extremo norte estaba abierto. Lynley entró y vio un cobertizo, con bateas apiladas a un lado y tres bicicletas viejas apoyadas contra sus puertas verdes. En su interior, tres hombres protegidos del frío con gruesos jerséis estaban examinando un agujero de una batea. Las luces fluorescentes del techo teñían de amarillo su piel. El olor a barniz náutico pesaba en el aire. Surgía de un banco de trabajo, sobre el cual descansaban dos bidones abiertos, con pinceles apoyados sobre la parte superior. También se desprendía de dos bateas más, recién restauradas, que se secaban sobre caballetes para serrar.
– Son una pandilla de idiotas -dijo un hombre-. Mira qué porrazo le han dado. Puro descuido. No tienen el menor respeto.
Otro hombre levantó la vista. Lynley observó que era bastante joven; no pasaba de los veinte. Era pecoso, llevaba el cabello largo y un botón de circonita en el lóbulo de una oreja.
– ¿Pasa, tío?-dijo.
Los otros dos dejaron de trabajar. Eran mayores y de aspecto cansado. Uno miró a Lynley de arriba abajo, tomando nota de su uniforme de corredor improvisado, compuesto de tweed marrón, lana azul y piel blanca. El otro se dirigió al extremo opuesto del cobertizo. Conectó una fijadora eléctrica y procedió a atacar con saña el costado de una canoa.
Después de haber visto el anuncio oficial que restringía el acceso al extremo sur de la isla, Lynley se preguntó por qué Sheehan no había actuado igual en esta parte. No tardó en descubrirlo.
– Nadie nos va a cerrar por una mierda de nada -comentó el joven.
– Cierra el pico, Derek -dijo el hombre mayor-. Se trata de un asesinato, no de una damisela en apuros.
Derek movió la cabeza en un gesto de burla. Sacó un cigarrillo de los tejanos y lo encendió con una cerilla que rascó en el suelo, indiferente a la cercanía de varias latas de pintura.
Lynley se identificó y preguntó si alguno de ellos conocía a la chica. Solo que era de la universidad, respondieron. No tenían más información que la suministrada por la policía, cuando se presentó en el cobertizo la mañana anterior. Solo sabían que habían encontrado el cadáver de una universitaria en el extremo sur de la isla, con la cara machacada y una especie de cuerda alrededor del cuello.
Lynley preguntó si la policía había rastreado la parte norte.
– Pululaban por todas partes -contestó Derek-. Entraron por el portal antes de que llegáramos aquí. Ned estuvo todo el día mosqueado por eso. -Gritó por encima del ruido procedente de la lijadura-. ¿No es verdad, tío?
Si Ned le oyó, no lo demostró. Estaba concentrado en la canoa.
– ¿Han reparado en algo anormal? -preguntó Lynley.
Derek expulsó humo por la boca y lo sorbió con la nariz. Sonrió, complacido, al parecer, con el efecto.
– ¿Aparte de dos docenas de polis reptando entre los matorrales, con la esperanza de cargar el mochuelo a tíos como nosotros?
– ¿A qué se refiere? -preguntó Lynley.
– A lo de siempre. Se cargan a un putón de la universidad. La bofia prefiere enchironar a alguien de la zona, porque, si a los mongolos de la universidad no les gusta el rollo, se armará un cirio de mil demonios. Pregunte a Bill cómo son las cosas por aquí.