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Bill no parecía muy dispuesto a explayarse sobre el tema. Cogió una sierra para cortar metales del banco de trabajo y atacó un trozo estrecho de madera sujeto por una vieja prensa de tornillo roja.

– Su hijo trabaja en el periódico local -dijo Derek-. La pasada primavera se encargó de seguir una historia sobre un tipo que, en teoría, se suicidó. A la uni no le gustó el curso que tomaba la historia y decidió cortar por lo sano. Así son las cosas en estos andurriales, señor. -Movió un sucio pulgar en dirección al centro de la ciudad-. A la uni le gusta dar por el saco a los del pueblo.

– ¿No había terminado eso? -preguntó Lynley-. La enemistad entre universitarios y ciudadanos.

– Depende de a quién pregunte -habló por fin Bill.

– Sí, terminó -añadió Derek-, desde el punto de vista de esos sabihondos. No ven los problemas hasta que se los encuentran de morros. Es diferente cuando se codean con gente como nosotros.

Lynley reflexionó sobre las palabras de Derek mientras regresaba al extremo sur de la isla y pasaba por debajo del cordón policial. ¿Cuántas veces había escuchado variaciones sobre el mismo tema, pronunciadas con solemnidad casi religiosa, durante los últimos años? El sistema de clases ya no existe, está muerto y enterrado. Siempre lo afirmaba, con sinceridad bienintencionada, alguien cuya carrera, educación o dinero le cegaban a la realidad de la vida. Paralelamente, aquellos que carecían de carreras brillantes, aquellos cuyos árboles familiares no hundían profundamente sus raíces en suelo inglés, aquellos que no tenían acceso a una fuente de dinero constante, ni a la esperanza de ahorrar unas libras de su paga mensual, eran conscientes de los insidiosos estratos sociales de una sociedad que negaba la existencia de dichos estratos, al tiempo que etiquetaba a un hombre por el sonido de su voz.

La universidad debía ser la primera en negar la existencia de barreras entre académicos y ciudadanos. ¿Y por qué no? Aquellos que se convierten en los principales arquitectos de las murallas son los menos constreñidos por su presencia.

De todos modos, se le hacía cuesta arriba atribuir la muerte de Elena a la resurrección de un conflicto social. Si un habitante de la localidad estuviera involucrado en el crimen, su instinto le decía que también estaría involucrado con Elena, pero hasta el momento no había descubierto ningún indicio de esa posibilidad. Estaba seguro de que cualquier sendero que condujera a una rencilla entre académicos y ciudadanos era infructuoso.

Caminó por la senda de tablas que la policía de Cambridge había dispuesto desde el portal de hierro forjado de la isla hasta el lugar del crimen. El equipo de analistas había recogido todas las pruebas potenciales. Solo quedaba el perímetro de una fogata, medio enterrado frente a una rama caída. Se sentó sobre ella.

A pesar de las dificultades que existían en el departamento forense de la policía de Cambridge, el equipo había realizado una buena tarea. Habían investigado las cenizas de la fogata, y daba la impresión de que se habían llevado una parte.

Vio la huella de una botella en la tierra húmeda cercana a la rama, y recordó la lista de objetos que Sarah Gordon había afirmado ver. Reflexionó sobre el detalle y se imaginó a un asesino lo bastante inteligente como para utilizar una botella de vino sin abrir, tirar el vino al río y, a continuación, lavar la botella por dentro y por fuera, y hundirla en la tierra para que pareciera parte de la basura desperdigada por la zona. Manchada de barro, daría la impresión de que llevaba semanas en el lugar. Si estaba mojada por dentro, lo atribuirían a la humedad. Llena de vino, se ajustaba a la descripción, todavía deficiente, del arma utilizada para golpear a la muchacha. Si ese era el caso, ¿cómo demonios iban a seguir el rastro de una botella en una ciudad donde los estudiantes guardaban bebidas en sus habitaciones?

Se levantó de la rama y caminó hacia el claro donde habían escondido el cadáver. Nada indicaba que la mañana anterior un montón de hojas había camuflado un asesinato. Collejas, hiedra inglesa, ortigas y fresas salvajes seguían enredadas, a pesar de que gente habituada a desentrañar la verdad había examinado y evaluado cada hoja de cada planta. Se desvió hacia el río y contempló la amplia extensión de tierra pantanosa que constituía Coe Fen; a lo largo de la orilla más alejada se alzaban los edificios color beige de Peterhouse. Los estudió y admitió que los veía con claridad, admitió que desde esta distancia las luces, en especial la luz de la cúpula de linterna perteneciente a un edificio, se distinguirían aun en la niebla más impenetrable. También admitió que estaba verificando el relato de Sarah Gordon. Admitió asimismo que no podía decir por qué.

Se alejó del río y captó en el aire el inconfundible olor agrio a vómito humano, apenas una vaharada fugaz. Siguió el rastro hasta la orilla y descubrió un charco coagulado de color pardo verdoso. Era repugnante y lleno de grumos, recorrido por huellas de aves. Mientras se agachaba para examinarlo, recordó el comentario lacónico de la sargento Havers: «Sus vecinos ratificaron sus afirmaciones, inspector, pero siempre puede preguntarle qué tomó para desayunar y comunicarlo al departamento forense para que lo compruebe».

Quizá el problema con Sarah Gordon residía en eso, pensó. Su relato no tenía ningún punto débil. Todo encajaba.

¿Por qué desea encontrar un fallo?, habría preguntado Havers. Su trabajo no consiste en desear fallos, sino en encontrarlos. Y si no los encuentra, siga adelante.

Decidió proceder de esta forma y volvió sobre sus pasos, hasta salir de la isla. Subió por el sendero que conducía al puente de la carretera, donde un portal daba acceso a la calzada y a la calle. Enfrente había un portal similar, y se acercó para ver qué había al otro lado.

Un corredor matutino que viniera junto al río desde St. Stephen tendría tres posibilidades de llegar a Fen Causeway. Un giro a la izquierda y pasaría frente al departamento de Ingeniería, en dirección a Parker's Piece y a la comisaría de policía de Cambridge. Un giro a la derecha y se dirigiría hacia Newnham Road y, si seguía adelante, hacia Barton, algo más lejos. O bien podía seguir recto, cruzar la calle, pasar por este segundo portal y correr hacia el sur, paralelo al río. Comprendió que el asesino de Elena no solo conocía su ruta, sino también estas opciones. Comprendió que el asesino sabía de antemano que solo podía atraparla en la isla Crusoe.

Notó que el frío se abría paso entre sus ropas y volvió sobre sus pasos, sin apresurarse, a fin de conservar el calor. Cuando se desvió por fin de Senate House Passage, en el punto en que Senate House y los muros exteriores de los Colleges Gonville y Caius formaban un túnel por el que soplaba un viento polar, vio que la sargento Havers salía por la puerta de St. Stephen, empequeñecida por las torres y las entalladuras heráldicas que sustentaban el escudo de armas del fundador.

La sargento examinó su indumentaria con rostro inexpresivo.

– ¿Disfrazado, inspector?

– ¿No estoy a tono con el entorno? -preguntó Lynley, acercándose.

– Su camuflaje es insuperable.

– Su sinceridad me abruma. -Explicó lo que había hecho, sin hacer caso de su fruncimiento de cejas cuando se refirió al vómito de Sarah Gordon-. Yo diría que Elena realizó la carrera en cinco minutos, Havers, pero, si estaba concentrada en el ejercicio, es posible que haya disminuido la velocidad. Pongamos diez minutos, máximo.

Havers asintió. Miró en dirección a King's College.

– Si es cierto que el conserje la vio salir a las seis y cuarto…

– Yo diría que dependemos de este dato.

– … llegó a la isla bastante antes que Sarah Gordon, ¿no cree?

– A menos que se detuviera en algún momento de la carrera.

– ¿Dónde?

– Adam Jenn dijo que vive en Little St. Mary's. Está a menos de una manzana de la ruta seguida por Elena.

– ¿Insinúa que se detuvo a tomar un café?