– Creo que por hoy ya hemos hecho bastante, Havers -dijo con desenvoltura. Sacó su reloj-. Pasan de las… Santo Dios, mire la hora que es. Son más de las tres y media. Quizá debería pensar en…
Havers agachó la cabeza. Lynley vio que rebuscaba en el bolso. No tuvo ánimos para seguir fingiendo. Al fin y al cabo, no eran banqueros. No trabajaban de ejecutivos.
– No funciona -dijo la mujer. Tiró la hoja arrugada a la papelera-. Ojalá me pudiera decir alguien por qué no funciona nada.
– Vuelva a casa. Ocúpese de ella. Yo me encargaré de todo.
– Demasiado trabajo para usted solo. No es justo.
– Es posible que no sea justo, pero es una orden. Vuelva a casa, Barbara. A las cinco ya habrá llegado. Regrese mañana por la mañana.
– Primero, investigaré a Thorsson.
– No es necesario. No va a huir.
– Le investigaré de todas formas.
Cogió el bolso y el abrigo tirado en el suelo. Cuando se volvió, Lynley vio que su nariz y mejillas habían enrojecido.
– Barbara, lo correcto es, en ocasiones, lo más obvio. Lo sabe, ¿verdad?
– Eso es lo más jodido.
– Mi marido no está en casa, inspector. Glyn y él han ido a encargarse de los preparativos del funeral.
– Creo que usted puede proporcionarme la información que necesito.
Justine Weaver desvió la vista hacia el camino particular, donde la luz del atardecer parpadeaba sobre el guardabarros derecho. Frunció el entrecejo, como si intentara decidir qué hacer con él. Se cruzó de brazos y hundió los dedos en las mangas de su gabardina. Si era un gesto destinado a protegerse del frío, no hizo nada por apartarse de la puerta y de la corriente de aire.
– No veo cómo. Ya le he contado todo lo que sé sobre el domingo por la noche y el lunes por la mañana.
– Pero no todo lo que sabe acerca de Elena, me atrevería a decir.
La mujer le miró. Lynley vio que sus ojos eran de un azul luminoso, y que no necesitaba realzarlos con prendas adecuadas. Aunque su presencia en casa a esta hora daba a entender que no había ido a trabajar, iba vestida casi con tanta formalidad como la noche anterior, con una chaqueta cruzada, una blusa abotonada hasta la garganta y estampada con hojas menudas, y pantalones de lana. Llevaba el cabello peinado hacia atrás.
– Creo que debería hablar con Anthony, inspector -respondió.
– ¿De veras? -sonrió Lynley.
En la calle, un bocinazo replicó al timbre de una bicicleta. Muy cerca, tres piñoneros volaron en arco desde el techo al suelo; su canto distintivo (una especie de «cic») sonaba como una conversación repetida de una sola palabra. Aterrizaron sobre el camino particular, picotearon la grava y, como si constituyeran una unidad, volvieron a emprender el vuelo al mismo tiempo. Justine siguió sus evoluciones hacia un ciprés que se alzaba en el extremo del jardín.
– Entre -dijo por fin, y se apartó para dejarle pasar.
Cogió su abrigo, lo dejó sobre el poste de la escalera y le condujo a la sala de estar donde se habían reunido la noche anterior. Sin embargo, esta vez no le ofreció ninguna bebida, sino que se dirigió a la mesita donde se servía el té y realizó leves ajustes en el ramo de tulipanes de seda. Luego, se volvió hacia él, con las manos enlazadas frente a ella. En aquella posición y con aquella indumentaria, parecía un maniquí. Lynley se preguntó qué haría falta para romper su control.
– ¿Cuándo llegó Elena a Cambridge en el primer trimestre de este curso?
– El curso empezó la primera semana de octubre.
– Eso ya lo sé. Me estaba preguntando si llegó antes, quizá para pasar unos días con usted y su padre. Tardaría unos días en aclimatarse al College, diría yo. Su padre querría ayudarla.
La mano derecha de la mujer trepó lentamente por el brazo izquierdo y se detuvo justo sobre el codo, donde la uña del pulgar se hundió en la piel y empezó a trazar círculos.
– Debió llegar a mediados de septiembre, porque el trece celebramos una fiesta con algunos miembros de la facultad de Historia, y ella acudió. Me acuerdo bien. ¿Quiere que mire el calendario? ¿Necesita saber la fecha exacta de su llegada?
– Cuando llegó a la ciudad, ¿se alojó con su marido y usted?
– Si se le puede llamar alojarse. No paraba de salir y entrar. Era muy activa.
– ¿Toda la noche?
La mano de Justine subió hasta el hombro y se detuvo bajo el cuello de su blusa, como acunando su garganta.
– Qué pregunta más extraña. ¿Qué quiere saber, en realidad?
– Elena estaba embarazada de ocho semanas cuando murió.
Un veloz temblor pasó por el rostro de la mujer, más psíquico que físico. Agachó la cabeza antes de que Lynley pudiera verificarlo. Su mano, sin embargo, continuó en la garganta.
– Usted lo sabía -afirmó Lynley.
Justine levantó la vista.
– No, pero no me sorprende.
– ¿Porque salía con alguien? ¿Alguien a quien usted conocía?
La mirada de la mujer se desvió hacia la puerta de la sala de estar, como si esperara ver entrar al amante de Elena.
– Señora Weaver, estamos hablando de un posible móvil del crimen. Si sabe algo, le agradecería que me lo dijera.
– Tendría que ser Anthony, no yo.
– ¿Por qué?
– Porque yo era su madrastra. -Le dirigió una mirada gélida-. ¿Comprende? Carezco de los derechos que usted me atribuye.
– ¿El derecho de hablar sobre esta muerte concreta?
– Por ejemplo.
– A usted no le gustaba Elena, eso es obvio, pero no es un caso único, teniendo en cuenta la situación. Usted es una entre millones de mujeres que no aprecian a los hijos que les han tocado en suerte a través de un segundo matrimonio.
– Hijos que no suelen ser asesinados, inspector.
– ¿La secreta esperanza de la madrastra transformada en realidad? -Vio la respuesta en el instintivo encogimiento de Justine-. No es un crimen, señora Weaver -dijo en voz baja-. No es la primera persona que ve cumplidos sus más funestos deseos.
La mujer se apartó bruscamente de la mesita y caminó hacia el sofá, donde se sentó. No se apoyó ni se hundió en él, sino que se acomodó en el borde, con las manos en el regazo y la espalda tiesa como un huso.
– Le ruego que se siente, inspector Lynley. -Justine continuó cuando el policía se sentó en la butaca de cuero situada frente al sofá-. Muy bien. Sabía que Elena era… -dio la impresión de que buscaba el eufemismo adecuado- sexual.
– ¿Sexualmente activa?
Justine asintió y apretó los labios, como si quisiera borrar el lápiz de labios salmón que llevaba.
– ¿Ella se lo dijo?
– Era obvio. Olía. Cuando mantenía relaciones sexuales, no siempre se molestaba en lavarse después, y es un olor muy característico, ¿verdad?
– ¿Usted no la aconsejó? O bien ¿su marido no habló con ella?
– ¿Sobre su higiene? -Dio la impresión de que Justine se estaba divirtiendo, siquiera de una manera distante-. Creo que Anthony prefería ignorar lo que su nariz le revelaba.
– ¿Y usted?
– Intenté hablar con ella varias veces. Al principio, pensé que no sabía cuidarse. También consideré pertinente averiguar si tomaba precauciones anticonceptivas. La verdad, nunca me dio la impresión de que Glyn y ella sostuvieran muchas conversaciones del tipo madre-hija.
– Supongo que no quiso hablar con usted.
– Al contrario. De hecho, le divirtió bastante lo que yo le dije. Me comunicó que tomaba píldoras desde los catorce años, cuando empezó a follar, para utilizar su terminología, con el padre de un amigo de la escuela. No tengo ni idea de si era verdad o mentira. En cuanto a su higiene personal, Elena sabía cuidar muy bien de sí misma en ese sentido. No se lavaba a propósito. Quería que la gente se enterara de que mantenía relaciones sexuales. En particular su padre, diría yo.
– ¿Qué le dio esa impresión?