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– En ocasiones, cuando llegaba muy tarde y aún estábamos levantados, abrazaba a su padre y se restregaba contra él y apretaba la mejilla contra la suya, oliendo como un…

Los dedos de Justine se precipitaron hacia su anillo de bodas.

– ¿Intentaba excitarle?

– Al principio lo pensé. ¿Quién no lo hubiera pensado ante tal comportamiento? Luego, sin embargo, empecé a pensar que solo intentaba manifestarle su normalidad.

– ¿Como un acto de desafío?

– No, en absoluto. Como un acto de sumisión. -Debió leer la siguiente pregunta en su cara, porque se apresuró a continuar-. Soy normal, papaíto. ¿Ves lo normal que soy? Voy a fiestas, bebo y me acuesto con hombres regularmente. ¿No era esto lo que deseabas? ¿No querías una hija normal?

Lynley comprendió que sus palabras reafirmaban el cuadro que Terence Cuff había pintado de manera sesgada la noche anterior, acerca de la relación de Anthony Weaver con su hija.

– Sé que no quería que se expresara mediante signos -dijo-, pero en cuanto a lo demás…

– Inspector, él no quería que fuera sorda. Ni tampoco Glyn, por cierto.

– ¿Elena lo sabía?

– ¿Cómo no iba a saberlo? Se pasaron toda la vida intentando convertirla en una mujer normal, lo único que jamás podría llegar a ser.

– Porque era sorda.

– Sí. -Por primera vez, Justine alteró su postura. Se inclinó hacia delante unos milímetros para subrayar su afirmación-. La-sordera-no-es-normal, inspector.

Esperó un momento antes de proseguir, como si calibrara su reacción. Y Lynley notó que la reacción se producía rápidamente en su interior. Era la aversión que siempre experimentaba cuando alguien hacía comentarios xenófobos, homofóbicos o racistas.

– Usted también quiere convertirla en una persona normal, ¿se da cuenta? Quiere calificarla de normal y condenarme por osar sugerir que ser sordo es ser diferente. Lo leo en su cara. La sordera es algo normalísimo. Exactamente lo que Anthony quería pensar. Por lo tanto, no puede juzgarle por querer describir a su hija del mismo modo que usted acaba de hacer.

Las palabras llevaban implícito un frío y acertado análisis. Lynley se preguntó cuánto tiempo y reflexión había necesitado Justine Weaver para llegar a una deducción tan precisa.

– Pero Elena sí podía juzgarle.

– Y lo hizo.

– Adam Jenn me dijo que la veía en ocasiones, a petición de su marido.

Justine, sonriendo, recobró su anterior postura erguida.

– Anthony confiaba en que Elena se sintiera atraída hacia Adam.

– ¿Pudo ser él quien la dejara embarazada?

– No creo. Adam la conoció el pasado septiembre, en la fiesta que he mencionado antes.

– Pero, si quedó embarazada poco después…

Justine desechó sus ideas con un rápido ademán.

– Mantenía relaciones sexuales frecuentes desde el pasado diciembre. Mucho antes de conocer a Adam. -Pareció anticipar de nuevo su siguiente pregunta-. Se está preguntando cómo lo sé con tanta seguridad.

– Ha pasado casi un año, al fin y al cabo.

– Vino a enseñarnos el traje que se había comprado para el baile de Navidad. Se desnudó para ponérselo.

– Y no se había lavado.

– No se había lavado.

– ¿Quién la acompañó al baile?

– Gareth Randolph.

El chico sordo. Lynley reflexionó en el hecho de que el nombre de Gareth Randolph se estaba convirtiendo en una especie de corriente oculta constante, omnipresente bajo el flujo de información. Pensó en la manera de utilizarle como instrumento de venganza que Elena Weaver podía haber empleado. Si actuaba impulsada por la necesidad de demostrar a su padre que era una mujer normal y funcionante, ¿qué mejor forma de demostrarlo que quedarse embarazada? Le daba lo que él más deseaba: una hija normal, con necesidades normales y emociones normales, cuyo cuerpo funcionaba con total normalidad. Al mismo tiempo, obtenía lo que deseaba, venganza, al escoger como padre de su hijo a un hombre sordo. Era, en el fondo, un círculo de venganza perfecto. De todos modos, se preguntó si Elena había sido tan tortuosa, o si su madrastra utilizaba el embarazo para pintar un cuadro de la chica que sirviera a sus propósitos.

– Desde enero -dijo-, Elena había dibujado un pez en el calendario periódicamente. ¿Significa algo para usted?

– ¿Un pez?

– Un dibujo a lápiz, parecido al símbolo empleado por los cristianos. Aparece varias veces cada semana. Consta en la noche anterior a su muerte.

– ¿Un pez?

– Sí, ya se lo he dicho. Un pez.

– No se me ocurre qué puede significar.

– ¿Una sociedad a la que pertenecía? ¿Una persona con la que salía?

– Pinta su vida como si fuera una novela de espionaje, inspector.

– Da la impresión de algo clandestino, ¿no cree?

– ¿Porqué?

– ¿Por qué no escribir lo que representaba el pez?

– Quizá era demasiado largo. Quizá era más fácil dibujar el pez. No creo que signifique gran cosa. ¿Por qué iba a preocuparla que alguien viera lo que ponía en su calendario personal? Debía ser como taquigrafía, un truco usado para acordarse de algo. Una evaluación, tal vez.

– O una cita.

– Considerando la forma en que Elena telegrafiaba su actividad sexual, inspector, no me la imagino disfrazando una cita en su propio calendario.

– Quizá era necesario. Quizá deseaba que su padre supiera lo que hacía, pero no con quién. Y él debió ver su calendario. La visitaba en su habitación, y es posible que Elena no quisiera dar publicidad al nombre-. Lynley esperó a que respondiera, pero Justine siguió en silencio-. Elena guardaba píldoras anticonceptivas en su escritorio, pero no las tomaba desde febrero. ¿Me lo puede explicar?

– De la manera más evidente, me temo. Quería quedarse embarazada, lo cual no me sorprende. Al fin y al cabo, era de lo más normal. Amar a un hombre, tener un hijo suyo.

– ¿Usted y su marido no tienen hijos, señora Weaver?

El rápido cambio de tema, enlazado de forma lógica a la anterior afirmación, pareció cogerla desprevenida. Entreabrió los labios. Su mirada se desvió hacia la fotografía de la boda que descansaba sobre la mesita de té. Dio la impresión de que enderezaba la espalda todavía más, pero pudo ser como consecuencia del aliento que tomó antes de contestar.

– No tenemos hijos -se limitó a responder.

Lynley esperó a que añadiera algo más, confiando en el hecho de que su silencio solía ser más eficaz que presionar a base de preguntas capciosas. Transcurrieron los segundos. Las hojas de un arce, agitadas por una súbita ráfaga de viento, golpearon el cristal de la ventana. Adoptaron el aspecto de una nube color azafrán.

– ¿Algo más? -preguntó Justine.

Pasó la mano por la raya inmaculada de sus pantalones. Era un gesto que la declaraba vencedora, por el momento, en la batalla entablada entre sus voluntades.

Lynley admitió la derrota y se puso en pie.

– De momento, no -dijo.

Ella le acompañó a la puerta y le entregó el abrigo. Su expresión no era muy diferente de aquella con que le había recibido. Quiso maravillarse de su grado de autocontrol, pero en cambio se preguntó si era una cuestión de dominar sus emociones, o una cuestión de poseer o experimentar tales emociones. Formuló su última pregunta más con la finalidad de verificar esta segunda posibilidad que con la de doblegar su compostura.

– Una artista de Grantchester encontró ayer por la mañana el cadáver de Elena. Sarah Gordon. ¿La conoce?

La mujer se agachó al instante para recoger el tallo de una hoja, caído sobre el suelo de parquet. Frotó con los dedos el lugar donde lo había encontrado. De un lado a otro, tres o cuatro veces, como si el minúsculo tallo hubiera estropeado la madera. Cuando quedó satisfecha, se irguió de nuevo.

– No -contestó. Le miró directamente a los ojos-. No conozco a Sarah Gordon.