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Elena maduraría al calor de su amor marital. Se haría mujer de una forma más plena por haber recibido el influjo benefactor de un matrimonio sólido, feliz, amoroso y unido.

Ese había sido el plan, el sueño de Anthony. Aferrarse a él contra viento y marea les había permitido seguir viviendo en el seno de una mentira.

Justine contempló la fotografía de bodas. Estaban sentados (¿en alguna especie de banco?) y Anthony se encontraba detrás de ella, con el pelo más largo, pero con el bigote recortado de manera más bien conservadora. Llevaba las mismas gafas de montura metálica. Ambos miraban fijamente a la cámara, con una sonrisa apenas esbozada, como si demostrar excesiva felicidad pudiera desmentir la seriedad de su compromiso. Al fin y al cabo, afrontar la tarea de fundar el matrimonio perfecto es algo trascendental. Sin embargo, sus cuerpos no se tocaban en la foto. Los brazos de Anthony no la rodeaban, ni le cubría las manos con las suyas. Era como si el fotógrafo hubiera captado una verdad de la que ellos no eran conscientes, como si la foto no mintiera.

Por primera vez, Justine comprendió cuáles eran las posibilidades si no entraba en acción, aunque no tuviera el menor deseo.

Townee seguía jugando en el jardín delantero cuando se marchó. En lugar de perder tiempo encerrándole en la parte posterior de la casa o en el garaje, le llamó, abrió la puerta del coche y dejó que entrara, indiferente a que manchara de barro el asiento. No tenía tiempo para pensar en problemas menores, como una tapicería manchada.

El coche arrancó con el ronroneo de un motor puesto a punto. Dio marcha atrás hasta Adams Road y se dirigió a la ciudad. Como todos los hombres, era un ser de costumbres, de modo que estaría terminando su jornada cerca de Midsummer Common.

Los últimos rayos del sol se ocultaron tras las nubes, dibujaron franjas de color albaricoque en el cielo, arrojando las sombras de los árboles, de borde tembloroso, sobre la carretera, como siluetas de encaje. Townee lanzó un ladrido de aprobación al ver los setos y los coches que pasaban. Apoyó su peso sobre las patas delanteras y gimió de entusiasmo. Estaba convencido de que se encontraban enzarzados en un juego.

Y era una especie de juego, supuso Justine, pero, si bien los jugadores habían tomado ya sus posiciones, no existían reglas. Y solo el oportunista más hábil lograría transformar los horrores de las últimas treinta horas en una victoria que sobreviviría al dolor.

Los cobertizos de embarcaciones pertenecientes al College estaban alineados en la parte norte del río Cam. Orientados hacia el sur, miraban al otro lado del río, a la verde extensión de Midsummer Common, donde una joven atendía a uno de los caballos. Su cabello pajizo surgía por debajo de un sombrero vaquero, y grandes manchas de barro aparecían en los costados de sus botas. El caballo sacudió la cabeza, agitó la cola y se rebeló contra sus esfuerzos. La muchacha lo controló.

El viento parecía más fuerte y frío en aquel terreno despejado. Cuando Justine salió del coche y enganchó la correa al collar de Townee, tres hojas de papel naranja volaron como pájaros hacia su cara. Las apartó de un manotazo. Una cayó sobre la capota del Peugeot. Vio la foto de Elena.

Era un panfleto de Estusor en el que se solicitaba información. Lo cogió antes de que se alejara y lo guardó en el bolsillo del abrigo. Se encaminó hacia el río.

A esta hora del día, no había ningún equipo de remo en el agua. Solían practicar por la mañana, pero los cobertizos aún seguían abiertos, una hilera de elegantes fachadas situadas frente a los amplios cobertizos, en cuyo interior algunos remeros de ambos sexos terminaban la jornada de la misma manera que la habían iniciado, hablando de la temporada que comenzaría al concluir el trimestre de cuaresma. Se estaban llevando a cabo los preparativos para esa época de competición. La confianza y las esperanzas aún no habían sido todavía barridas por la visión de un bote de ocho remeros inesperado, como si el aire, y no el agua, fuera el elemento contra el que medían sus fuerzas.

Justine y Townee siguieron la lenta curva del río. Townee tiraba de la correa, ansioso por acudir al encuentro de cuatro ánsares que se alejaron de la orilla cuando el perro se acercó. Saltó y ladró, pero Justine arrolló la correa alrededor de su mano y tiró con fuerza.

– Pórtate bien -dijo-. Esto no es una carrera.

Delante de ellos, un solitario remero navegaba a toda velocidad en un bote corto, desafiando al fuerte viento y a la corriente. Justine imaginó que podía escuchar su respiración, pues, a pesar de la distancia y la escasa luz, veía la película de sudor que cubría su rostro, así como el movimiento de su pecho. Caminó hacia el borde del río.

El hombre no levantó la vista mientras se aproximaba a la orilla. Siguió inclinado sobre los remos, con la cabeza apoyada sobre sus manos. Su cabello, escaso en la coronilla y rizado en el resto, estaba mojado y pegoteado al cráneo, como los bucles de un recién nacido. Justine se preguntó cuánto rato llevaba remando, y si la actividad había logrado mitigar las emociones experimentadas al enterarse de la muerte de Elena. Porque sabía la noticia. Justine lo adivinó al verle. Aunque remaba cada día, no lo habría hecho al anochecer, expuesto al viento y al frío cortante, si no necesitara apaciguar sus sentimientos mediante el ejercicio físico.

Alzó los ojos cuando oyó los lloriqueos de Townee, que pugnaba por soltarse. No dijo nada, ni tampoco Justine. Solo se oía el roce de las uñas del perro sobre el sendero, el graznido de los gansos que percibían la proximidad de Townee, y el estruendo del rock-and-roll que surgía de un cobertizo. U2, pensó Justine, una canción que conocía, pero cuyo título no recordaba.

El hombre saltó de la embarcación y se quedó inmóvil en la orilla cerca de Justine. Esta pensó que había olvidado su corta estatura, tal vez unos cinco centímetros menos del metro setenta y ocho que ella medía.

– No sabía qué hacer -dijo el hombre, indicando el bote con un ademán inútil.

– Tendrías que haberte ido a casa.

El hombre lanzó una carcajada casi silenciosa. No era una réplica humorística, sino una afirmación. Acarició con los dedos la cabeza de Townee.

– Tiene buen aspecto. Saludable.

Ella le cuidaba bien.

Justine introdujo la mano en el bolsillo y sacó el panfleto que había volado a su encuentro. Se lo tendió.

– ¿Has visto esto?

Él lo leyó. Recorrió con los dedos las letras impresas en negro y la fotografía de Elena.

– Lo he visto -dijo-. Así me enteré. Nadie me llamó. No lo sabía. Lo vi en la sala de descanso cuando fui a tomar café, a las diez de esta mañana. Y después… -Miró en dirección a Midsummer Common, donde una muchacha guiaba su caballo hacia Fort St. George-. No supe qué hacer.

– ¿Estabas en casa el domingo por la noche, Victor?

El hombre negó con la cabeza sin mirarla.

– ¿Estuvo ella contigo?

– Un rato.

– ¿Y después?

– Volvió a St. Stephen. Yo me quedé en mis aposentos. -La miró por fin-. ¿Cómo averiguaste lo de nosotros? ¿Te lo contó ella?

– En septiembre, durante la fiesta. Te tiraste a Elena durante la fiesta, Victor.

– Oh, Dios mío.

– En el cuarto de baño de arriba.

– Ella me siguió. Entró. Me la…

Se acarició el mentón. Daba la impresión de que aquel día no se había afeitado, porque la barba estaba crecida, como una mancha sobre la piel.

– ¿La desnudaste por completo?

– Joder, Justine.

– ¿Lo hiciste?

– No. Lo hicimos de pie, contra la pared. Yo la levanté. Ella lo quiso así.

– Entiendo.

– Muy bien. Yo también lo quise así. Contra la pared. Tal como suena.

– ¿Te dijo que estaba embarazada?