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– La conocí, en efecto, por deseo del doctor Cuff, pero no fui su amante.

– Un tipo de Fenners dijo que ella era la mujer de usted.

Gareth sacó una segunda barra de chicle, la desenvolvió, convirtió en un tubo e introdujo en la boca.

– ¿La amaba?

Bajó la vista de nuevo. Lynley pensó en el montón de pañuelos de papel que había visto al entrar en la sala. Contempló una vez más la cara pálida del muchacho.

– No se llora a quien no se quiere, Gareth -dijo, aunque el joven no prestaba atención a las manos de Bernadette.

– Quería casarse con ella, inspector -dijo Bernadette-. Lo sé porque me lo dijo en una ocasión. Y…

Gareth alzó la vista, como si intuyera el tema de la conversación. Movió las manos con celeridad.

– Le estaba diciendo la verdad -transmitió Bernadette-. Le he dicho que querías casarte con ella. Sabe que la amabas, Gareth. Es obvio.

– En pasado. La amaba. -Los puños de Gareth se movieron sobre su pecho como si fueran a golpear-. Había terminado.

– ¿Cuándo terminó?

– Yo no le gustaba.

– Eso no es una contestación.

– Le gustaba otro.

– ¿Quién?

– No lo sé. Me da igual. Pensé que éramos una pareja, pero no. Eso es todo.

– ¿Cuándo se encargó Elena de aclararle la situación? ¿Hace poco, Gareth?

El joven compuso una expresión hosca.

– No me acuerdo.

– ¿El domingo por la noche, quizá? ¿Por eso discutió con ella?

– Santo Dios -murmuró Bernadette, aunque continuó traduciendo para Lynley.

– No sabía que estaba embarazada. No me lo había dicho.

– Pero sí lo del otro, lo del hombre que amaba. Se lo contó. Fue el domingo por la noche, ¿verdad?

– Inspector, no pensará que Gareth tenía algo que ver con… -saltó Bernadette.

Gareth se inclinó sobre el escritorio y cogió las manos de Bernadette. Realizó unos cuantos signos.

– ¿Qué dice?

– No quiere que yo le defienda. Dice que no hay motivo.

– Estudia ingeniería, ¿verdad? -preguntó Lynley. Gareth asintió-. El laboratorio de ingeniería está cerca de Fen Causeway, ¿no es cierto? ¿Sabía que Elena Weaver iba a correr por allí aquella mañana? ¿La vio correr alguna vez? ¿La acompañó?

– Piensa que la maté porque me rechazó. Piensa que estaba celoso. Se figura que la asesiné porque daba a otro tipo lo que no me daba a mí.

– Es un móvil bastante sólido, ¿no le parece?

Bernadette emitió una tímida protesta.

– Quizá la mató el tío que la dejó embarazada -continuó Gareth-. Quizá no la quería tanto como ella a él.

– Pero no sabe quién era…

Gareth meneó la cabeza. Lynley tuvo la clara impresión de que mentía, aunque en este momento no se le ocurría por qué Gareth Randolph iba a mentir sobre la identidad del hombre que había dejado a Elena embarazada, sobre todo si creía que también era su asesino. A menos que intentara saldar cuentas con el hombre a su estilo, a su debido tiempo. Y, como buen boxeador, la balanza se decantaría de su lado si pillaba a alguien por sorpresa.

Mientras Lynley daba vueltas a la idea, se dio cuenta de que otra razón podía explicar que Gareth no quisiera colaborar con la policía. Si estaba saboreando la muerte de Elena al mismo tiempo que la lloraba, ¿qué mejor manera de prolongar su goce que demorar la hora de entregar al criminal a la justicia? ¿Cuántas veces había creído un amante despechado que un crimen perpetrado por otro era exactamente lo que merecía la persona a la que amaba?

Lynley se puso en pie y cabeceó en dirección al muchacho.

– Gracias por dedicarme parte de su tiempo -dijo, y se volvió hacia la puerta.

En la parte interior de la puerta vio lo que no había podido observar al entrar en la habitación. Colgaba un calendario que mostraba todo el año. Por lo tanto, Gareth Randolph no había desviado los ojos hacia la puerta para evitar su mirada, cuando Lynley le había comentado el embarazo de Elena.

Había olvidado las campanas. También repicaban en Oxford cuando era estudiante, pero los años habían arrinconado el recuerdo. Cuando salió de la biblioteca de Peterhouse y regresó a St. Stephen, la resonante llamada a los fieles a las vísperas creó un telón sonoro, como unas antífonas, a lo largo y ancho de la ciudad. Pensó que este repicar de campanas era uno de los sonidos más alegres de la vida. Lamentó que el tiempo dedicado a la comprensión de la mentalidad criminal le hubiera empujado a olvidar el puro placer de un repique de campanas cuando sopla el viento de otoño.

Se concentró en el sonido, indiferente a todo lo demás, mientras pasaba frente al cementerio de la iglesia de Little St. Mary y se desviaba por Trumpington, donde los timbrazos de las bicicletas y el tintineo de sus engranajes mal engrasados se sumaron al estruendo del tráfico vespertino.

– Ve pasando, Jack -gritó un joven a un ciclista que se alejaba de un colmado-. Nos encontraremos en El Ancla. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Pasaron tres muchachas, enzarzadas en una acalorada discusión sobre «ese mamón de Robert». Las siguió una mujer de mayor edad, cuyos tacones altos repiqueteaban sobre la calzada, y que empujaba un cochecito de niño, cuyo ocupante lloraba a moco tendido. A continuación, apareció una silueta de sexo incierto, ataviada de negro. De entre los pliegues de su voluminoso abrigo y diversas bufandas surgían las notas quejumbrosas de Swing Low, Sweet Chariot, interpretada a la armónica.

Lynley no dejó de recordar todo el rato las encolerizadas palabras de Gareth, traducidas por Bernadette: «No queremos su mundo sonoro, pero no puede creerlo, ¿verdad?, porque piensa que es especial, en lugar de diferente».

Se preguntó si ahí residía la diferencia crucial entre Gareth Randolph y Elena Weaver. «No queremos su mundo sonoro.» Elena había aprendido a saber en todos los momentos de su vida que algo fallaba, por culpa de los esfuerzos bienintencionados pero tal vez mal enfocados de sus padres. Les habían enseñado a desear algo. ¿Cómo podía confiar Gareth en ganarla para un estilo de vida y una cultura que Elena, desde que nació, había aprendido a rechazar y superar?

Se preguntó cómo habría enfocado cada uno la situación: Gareth dedicado a su gente, esforzándose en integrar a Elena. Y Elena obedeciendo con resignación las directrices del director de su colegio. ¿Habría fingido interés por Estusor? ¿Habría fingido entusiasmo? En caso contrario, si experimentó desprecio, ¿qué efecto habría ejercido sobre un joven obligado por las circunstancias a integrarla en una sociedad tan extraña a todo cuanto la joven había conocido?

Lynley se preguntó qué tipo de culpa habría que imputar a los Weaver por los esfuerzos volcados en su hija. A pesar de que habían intentado crear una fantasía a partir de la realidad que rodeaba la vida de su hija, ¿no la habían proporcionado una forma de oír? Si este era el caso, si Elena se movía con relativa soltura en un mundo en el que Gareth se sentía un extraño, ¿cómo podría el muchacho reconciliarse con el hecho de que se había enamorado de alguien que no compartía ni su cultura ni sus sueños?

Lynley se detuvo ante la puerta del King's College. Divisó luces brillantes en el pabellón del conserje. Contempló la colección de bicicletas alineadas por doquier. Un joven estaba garrapateando algún anuncio en una pizarra situada junto a la puerta, mientras un grupo parlanchín de académicos togados se dirigía hacia la capilla a través del jardín, con ese aire de importancia que se dan los profesores de todos los Colleges cuando acceden al privilegio de pisar la hierba. Escuchó el eco continuado de las campanas. Great St. Mary, justo al otro lado de King's Parade, llamaba sin cesar a la oración. Cada nota se derramaba sobre el vacío de Market Hill, detrás de la iglesia. Cada edificio capturaba el sonido y lo devolvía a la noche. Escuchó, reflexionó. Sabía que era intelectualmente capaz de llegar a la raíz de la muerte de Elena Weaver, pero, a medida que el sonido continuaba expandiéndose en la noche, se preguntó si carecía de prejuicios para llegar a la raíz de la vida de Elena.