Contaminaba su trabajo con las concepciones propias de una persona que oía. No sabía cómo deshacerse de ellas (si era necesario) para discernir la verdad oculta tras el asesinato. De todos modos, sabía que solo llegando a comprender la visión que Elena tenía de sí misma podría llegar a comprender las relaciones que sostenía con los demás. Y de momento, dejando aparte todas las ideas previas centradas en la isla Crusoe, daba la impresión de que estas relaciones explicarían lo que le había ocurrido.
En el extremo más alejado de la parte norte del Patio Delantero, un rombo ámbar de luz se dibujó sobre la hierba cuando la puerta sur de la capilla del King's College se abrió lentamente. El viento transportó el lejano sonido de música de órgano. Lynley se estremeció, subió el cuello de su abrigo y decidió acercarse al College para asistir a las vísperas.
Un centenar de personas se había congregado en la capilla, donde el coro avanzaba por el pasillo y pasaba bajo la magnífica pantalla florentina, en la que había dibujados ángeles con trompetas levantadas. Precedía el coro un sacerdote que portaba una cruz y otro provisto de incienso, que perfumaba el aire helado de la capilla. Todo el mundo, incluida la congregación, quedaba empequeñecido por el impresionante interior de la capilla, cuyo techo en cúpula de abanico se alzaba sobre ellos en un intrincado despliegue de tracería, tachonada periódicamente por los fretados Beaufort y la rosa Tudor. La belleza resultante era austera y elevada, como el vuelo curvado de un pájaro jubiloso, pero recortado contra un cielo invernal.
Lynley tomó asiento en la parte posterior del presbiterio, desde donde podía meditar a distancia sobre La Adoración de los Magos, el lienzo de Rubens que hacía las veces de retablo de la capilla, suavemente iluminado sobre el altar principal. Uno de los Magos estaba inclinado hacia delante, con la mano extendida para tocar al niño, mientras la madre le ofrecía el bebé, como convencida de que no iba a sufrir el menor daño. Y sin embargo, en aquel preciso momento ya debía saber lo que le aguardaba. Ya debía presentir la pérdida que padecería.
Un solitario soprano, un niño tan menudo que su sobrepelliz colgaba a escasos centímetros del suelo, entonó las primeras notas de un Kyrie Eleison, y Lynley levantó los ojos hacia el vitral situado sobre el cuadro. La luz de la luna se filtraba a través del vitral y lo pintaba de un solo color, un azul profundo que se teñía de blanco en el borde externo. Aunque sabía y veía que el vitral reproducía la escena de la crucifixión, la única parte que la luna dotaba de vida era un rostro (soldado, apóstol, creyente o apóstata) cuya boca profería un aullido negro, expresión de un sentimiento que jamás se concretaría.
Vida y muerte, decía la capilla. Alfa y omega. Lynley se encontraba atrapado entre ambas e intentaba desentrañar el significado de las dos.
Cuando el coro empezó a salir al final de la ceremonia y la congregación se levantó, Lynley vio que Terence Cuff se encontraba entre los fieles. Estaba sentado en el extremo más alejado del coro. Se puso de pie y concentró su atención en el Rubens, las manos hundidas en los bolsillos de un abrigo de uno o dos tonos más oscuro que el gris de su cabello. La serenidad del hombre volvió a impresionar a Lynley cuando observó su perfil. Sus facciones no expresaban la menor huella de nerviosismo, como tampoco ninguna reacción a las presiones de su trabajo.
Cuando Cuff se volvió, no se sorprendió al descubrir que Lynley le estaba observando. Cabeceó a modo de saludo, abandonó su banco y se reunió con el inspector junto al tabique del presbiterio. Paseó la vista alrededor de la capilla antes de hablar.
– Siempre vuelvo a King's -dijo-. Dos veces al mes, como mínimo, al igual que un hijo pródigo. Aquí nunca me siento como un pecador en manos de un Dios colérico. Un transgresor de poca importancia, tal vez, pero jamás un auténtico bribón. ¿Qué Dios podría perseverar en su cólera, si alguien solicita su perdón en medio de tal esplendor arquitectónico?
– ¿Siente la necesidad de pedir perdón?
Cuff rió por lo bajo.
– He descubierto que siempre es una imprudencia admitir las propias fechorías en presencia de un policía, inspector.
Salieron juntos de la capilla. Cuff se detuvo ante la bandeja petitoria de latón contigua a la puerta, y dejó caer una moneda de una libra, que se estrelló ruidosamente entre una profusión de monedas de diez y quince. Después, salieron a la noche.
– De esta forma satisfago mis momentáneas necesidades de alejarme de St. Stephen -explicó Cuff, mientras rodeaban el extremo oeste de la capilla en dirección a Senate House Passage y Trinity Lane-. Mis raíces académicas están en King's.
– ¿Fue profesor del colegio?
– Hummm, sí. Ahora me sirve en parte como refugio y en parte como hogar, supongo. -Cuff indicó las agujas de la capilla, que se recortaban contra el cielo nocturno como sombras esculpidas-. Ese es el aspecto que deberían tener las iglesias, inspector. Nadie, desde los arquitectos góticos, ha sabido conmover tan bien con simples piedras. Cualquiera pensaría que el material es suficiente para eliminar la posibilidad de que alguien sienta algo al contemplar el edificio terminado, pero no es así.
Lynley se refirió al primer pensamiento expresado por su interlocutor.
– ¿Qué clase de refugio necesita el director de un College?
Cuff sonrió. A la escasa luz del anochecer, parecía mucho más joven que el día anterior, cuando apareció en su biblioteca.
– Uno que le proteja de las maquinaciones políticas, de las batallas entre personalidades, de las intrigas por ascender.
– ¿Todo dirigido hacia la selección para la cátedra Penford?
– Todo al servicio de una comunidad llena de eruditos cuyas reputaciones hay que conservar.
– Cuenta con un distinguido grupo que se encarga de la conservación.
– Sí. St. Stephen tiene suerte en ese sentido.
– ¿Forma parte de él Lennart Thorsson?
Cuff paró y se volvió hacia Lynley. El viento agitó su cabello y la bufanda color carbón que llevaba anudada alrededor del cuello. Ladeó la cabeza en señal de reconocimiento.
– Es usted muy observador.
Continuaron paseando por detrás de la antigua facultad de Derecho. Sus pasos despertaban ecos en el angosto sendero. Un chico y una chica estaban enzarzados en una violenta discusión en la entrada de Trinity Hall. La muchacha estaba apoyada contra la pared de sillería; tenía la cabeza echada hacia atrás y resbalaban lágrimas sobre sus mejillas. El chico hablaba en tono airado, con una mano apoyada junto a la cabeza de la muchacha y la otra sobre el hombro de esta.
– No lo comprendes -dijo ella-. Nunca tratas de comprender. Creo que ya no quieres comprender. Solo quieres…
– Siempre igual, ¿eh, Beth? Te comportas como si cada noche te la metiera.
Cuando Lynley y Cuff pasaron, la muchacha se llevó la mano a la cara.
– Siempre se reduce todo al mismo toma y daca -dijo Cuff en voz baja-. Tengo cincuenta años y todavía me pregunto por qué.
– Yo diría que es por culpa de los consejos que las mujeres reciben a lo largo de su adolescencia -respondió Lynley-. Protégete de los hombres. Solo quieren una cosa de ti, y en cuanto la consiguen, salen por piernas. No cedas ni un milímetro. No confíes en ellos. De hecho, no confíes en nadie.
– ¿Le diría esas cosas a su hija?
– No lo sé -confesó Lynley-. No tengo hijos. Me gusta pensar que la aconsejaría confiar solo en su corazón, pero siempre he sido un romántico en lo tocante a las relaciones.