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– Una extraña predisposición, teniendo en cuenta su ocupación.

– Sí, ¿verdad?

Un coche se aproximó con parsimonia; su indicador señalaba que se dirigía hacia Garret Hostel Lane. Lynley aprovechó la oportunidad que le brindaban los faros para examinar el rostro de Cuff.

– El sexo es un arma peligrosa en un ambiente como este. Peligrosa para cualquiera que lo practique. ¿Por qué no me informó de las acusaciones de Elena Weaver contra Lennart Thorsson?

– Me pareció innecesario.

– ¿Innecesario?

– La chica ha muerto. Consideré inadecuado sacar a la luz algo no probado, algo que solo serviría para dañar la reputación de un profesor. A Thorsson ya le ha costado bastante ascender de categoría en Cambridge.

– ¿Porque es sueco?

– Una universidad no es inmune a la xenofobia, inspector. Me atrevería a decir que un profesor de Shakespeare inglés no habría necesitado salvar los obstáculos académicos que le han planteado a Thorsson durante diez años para demostrar su valía. A pesar de que realizó aquí su tesis doctoral.

– De todos modos, doctor Cuff, en la investigación de un asesinato…

– Haga el favor de prestarme atención. Thorsson no me cae especialmente bien. Siempre he tenido la sensación de que, en el fondo, es un mujeriego, y los hombres de esa clase nunca me han gustado. Sin embargo, es un gran experto en Shakespeare, aunque algo quijotesco, y tiene un sólido futuro por delante. Arrastrar su nombre por el barro a causa de algo indemostrable en este momento me pareció, y aún me parece, un esfuerzo infructuoso.

Cuff hundió ambas manos en los bolsillos del abrigo y se detuvo cuando llegaron a la puerta de St. Stephen. Dos estudiantes que salían corriendo le saludaron a gritos, y él respondió con un cabeceo. Siguió hablando, en voz baja, el rostro oculto por las sombras, dando la espalda a la puerta.

– Además, hay que pensar en el doctor Weaver. Si doy publicidad al asunto para que se lleve a cabo una investigación a fondo, ¿cree que Thorsson vacilará en arrastrar el nombre de Elena por el barro, con tal de defenderse? Si su carrera está en entredicho, ¿qué historia contará sobre el supuesto intento de Elena por seducirle, sobre la ropa que se ponía cuando acudía a sus evaluaciones, sobre su forma de sentarse, sobre lo que decía y cómo lo decía, sobre todo lo que hacía para llevárselo a la cama? Y puesto que Elena no podrá defenderse, ¿qué sentirá su padre? Ya la ha perdido. ¿Vamos a destrozar también su recuerdo? ¿Con qué fin?

– Sería más inteligente preguntarse de qué sirve callarlo todo. Imagino que prefiere ver en la cátedra de Penford a un profesor de aquí.

Cuff le miró directamente a los ojos.

– Sus insinuaciones son muy desagradables.

– Como el asesinato, doctor Cuff. Y no va a discutirme que un escándalo centrado en Elena Weaver provocará que el comité de selección de la cátedra Penford desvíe la vista en otra dirección. Al fin y al cabo, es la dirección más lógica.

– No están buscando lo más lógico, sino lo mejor.

– ¿Basando su decisión en…?

– En el comportamiento de los hijos del aspirante, no, desde luego, por monstruoso que sea.

Lynley extrajo sus conclusiones del adjetivo empleado por Cuff.

– Por lo tanto, no cree en realidad que Thorsson la acosara. Cree que ella se inventó esta historia porque él no se la tiró cuando ella quiso.

– No he dicho eso. Me he limitado a apuntar que no hay nada que investigar. Es la palabra de Thorsson contra la suya, y Elena ya no puede replicar.

– ¿Habló con Thorsson sobre las acusaciones antes de que la asesinaran?

– Por supuesto. Negó todas y cada una de sus acusaciones.

– ¿Cuáles eran, exactamente?

– Que él la intentó convencer de mantener relaciones sexuales, que efectuó avances físicos, tocándole los pechos, los muslos y las nalgas, que Thorsson la arrastró a conversaciones sobre su vida sexual y una mujer con la que se había relacionado tiempo atrás, y de las dificultades que esa mujer tuvo a causa del enorme tamaño de su erección.

Lynley enarcó una ceja.

– Un relato muy imaginativo para que sea producto de una muchacha, ¿no cree?

– En los tiempos que corren, no, pero da igual, porque era imposible demostrarlo. Si no aparecía otra chica que acusara de lo mismo a Thorsson, no podía hacer otra cosa que hablar con él y advertirle. Y eso fue lo que hice.

– ¿No se dio cuenta de que una acusación de acoso sexual era un móvil posible del asesinato? Si otras chicas le acusaran después de que Elena hubiera dado el primer paso, Thorsson se habría encontrado en graves problemas.

– Si hay otras chicas, inspector. Thorsson forma parte del profesorado inglés, y da clases en St. Stephen, desde hace diez años, sin que se haya visto relacionado con ningún escándalo. ¿Por qué esta acusación tan repentina? ¿Y por qué procede de esta muchacha en particular, lo bastante conflictiva para ser objeto de regulaciones específicas, con tal de impedir su expulsión?

– Una chica que terminó asesinada, doctor Cuff.

– No por Thorsson.

– Parece muy seguro de ello.

– En efecto.

– Elena estaba embarazada. De ocho semanas. Y ella lo sabía. Por lo visto, lo descubrió el día antes de que Thorsson la visitara en su habitación. ¿Qué deduce de estos datos?

Los hombros de Cuff se hundieron apenas. Se frotó las sienes.

– Dios mío -dijo-. No sabía que estaba embarazada, inspector.

– ¿Me habría hablado de las acusaciones por acoso sexual de haberlo sabido, o habría insistido en protegerle?

– Estoy protegiendo a los tres: a Elena, a su padre y a Thorsson.

– ¿Está de acuerdo conmigo en que hemos fortalecido el móvil de Thorsson para asesinarla?

– Si es el padre de la criatura.

– Usted no lo cree.

Cuff bajó la mano.

– Quizá no quiera creerlo. Quizá prefiera ver ética y moral donde no existen. Lo ignoro.

Pasaron bajo el portal, desde donde el pabellón del conserje vigilaba las idas y venidas de los miembros del College. Se detuvieron un momento. El conserje de noche había empezado su turno, y desde una habitación situada detrás del mostrador, que delimitaba su espacio laboral, un televisor vomitaba escenas de un telefilme norteamericano de policías, plagado de tiroteos y cuerpos que se desplomaban a cámara lenta, punteados por feroces acordes de guitarra eléctrica. Después, un largo y lento plano de la cara del héroe, que surgía de la niebla, inspeccionaba la carnicería y lamentaba su necesidad de ir por la vida en busca de la justicia. Y un fundido hasta la semana siguiente, cuando más cadáveres se amontonarían en nombre de la justicia y el espectáculo.

– Tiene un mensaje -dijo Cuff desde los casilleros donde había ido a buscar los suyos. Le tendió una hoja pequeña de papel, que Lynley desdobló y leyó.

– Es de mi sargento. -Levantó la vista-. El vecino más cercano de Lennart Thorsson le vio fuera de casa justo antes de las siete de la mañana de ayer.

– Eso no es un delito. Debió de madrugar para preparar el trabajo del día.

– No, doctor Cuff. Frenó el coche frente a su casa cuando el vecino descorría las cortinas del dormitorio. Volvía a casa. Desde otra parte.

Capítulo 12

Rosalyn Simpson subió el último tramo de escaleras que conducían a su habitación, y maldijo por enésima vez su elección, cuando su nombre salió destacado en segundo lugar en el sorteo de habitaciones celebrado durante el último trimestre. Sus maldiciones no tenían nada que ver con la ascensión, aunque sabía que cualquier persona sensata habría elegido la planta baja o algo próximo al retrete. En cambio, se había decidido por la habitación en forma de L de las buhardillas, de paredes inclinadas, muy adecuadas a su dramático despliegue de tapices indios, su suelo de roble crujiente, maldecido por grietas periódicas en la madera, y su habitación extra, apenas más grande que una alacena, que contaba con un lavabo y donde su padre y ella habían encajado una cama. Tenía media docena de huecos, en los cuales había metido de todo, desde plantas a libros. Se trataba de un enorme desván en el cual se refugiaba cuando deseaba desaparecer del mundo (una vez al día, por lo general), con una trampilla en el techo que conducía a un pasadizo, por el cual se accedía a la habitación de Melinda Powell. Este último detalle se le había antojado de lo más original, una forma más bien victoriana de perpetuar su intimidad con Melinda sin que nadie supiera la exacta naturaleza de su relación, algo que en aquel momento Rosalyn deseaba mantener en secreto. El pasadizo había sido el motivo principal de escoger la habitación. Aplacaba a Melinda al tiempo que la tranquilizaba a ella, pero ahora ya no estaba tan segura sobre la decisión, sobre Melinda, o sobre su amor.