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Varias cargas la abrumaban. En primer lugar, la mochila que llevaba a la espalda y «el paquetito de golosinas para ti, querida», que su madre le había entregado antes de que se marchara, con lágrimas en los ojos y un temblor en los labios.

– Oh, habíamos forjado tales sueños sobre ti, Ros -dijo, y su tono reveló hasta qué punto la había herido el anuncio de Rosalyn (producto de una insensata promesa de cumpleaños a Melinda).

– Solo es una fase -había dicho su padre más de una vez durante las penosas treinta y dos horas que pasaron juntos. Y lo volvió a repetir cuando Rosalyn se marchó, pero esta vez a su madre-. Los sueños no han muerto, coño. Solo es una fase.

Rosalyn no intentó desengañarlos. Ella también deseaba que solo fuera una fase, y calló que, si se trataba de un transitorio período bohemio, lo vivía activamente desde que tenía quince años. Ni siquiera se le pasó por la cabeza decírselo. Habría necesitado grandes dosis de energía y valentía para sacar el tema a colación. No tenía ganas de discutir.

Rosalyn cambió de sitio la mochila, notó que el paquete de su madre se le clavaba en el omóplato izquierdo y trató de mitigar la carga más pesada y detestable de la culpa. Daba la impresión de que se había enroscado alrededor de su cuello y hombros, como un enorme pulpo cuyos tentáculos nacían de cada parte de su vida. Su religión decía que era malo. Su educación decía que era malo. En la infancia, sus amigas y ellas habían susurrado, lanzado risitas y notado estremecimientos solo de pensar en ello. Sus expectativas siempre se habían centrado en un hombre, un matrimonio y una familia. Y ella continuaba viviendo su vida como un desafío constante.

Casi siempre enfocaba la vida como un puro seguir adelante, un día cada vez, y llenaba su tiempo con distracciones, concentraba su atención en las clases, evaluaciones y prácticas, sin pensar en lo que el futuro reservaba para alguien como ella. En todo caso, si pensaba en el futuro, trataba de enfocarlo desde el punto de vista global de la infancia, cuando su único sueño consistía en ir a la India, dar clases, hacer el bien y vivir dedicada a los demás.

Era un sueño que había perdido toda su definición durante una tarde, cinco años atrás, cuando su profesora de Biología de quinto la había invitado a té y ofrecido, junto a las pastas, los bollos y la nata montada, seducción, riqueza, oscuridad y misterio. Rosalyn, en la cama de aquella casa cercana al Támesis, había experimentado por un rato los efectos contradictorios del terror y el éxtasis que bombeaban sangre en sus venas, pero mientras la otra mujer murmuraba, besaba, exploraba y acariciaba, el temor no tardó en dar paso a la excitación, que preparó su cuerpo para el más delicioso placer. Caminó sobre el filo de la navaja del dolor y el placer. Y cuando el placer ganó por fin la partida, no estaba preparada para el estallido de goce que lo acompañó.

Ningún hombre se había convertido en parte íntima de su vida desde aquel momento. Y ningún hombre se había mostrado más devoto, amante y preocupado que Melinda. Por lo tanto, consideró razonable su petición de que contara la verdad a sus padres, haciendo gala de orgullo en lugar de miedo.

– Lesbiana -había dicho Melinda, pronunciando cada sílaba con especial cuidado-. Lesbiana, lesbiana. No significa leprosa.

Se lo había prometido en la cama una noche, mientras los brazos de Melinda la rodeaban y sus largos, espléndidos y sabios dedos espoleaban su deseo. Y acababa de pasar las últimas treinta y dos horas en su casa de Oxford, padeciendo las consecuencias. Estaba agotada.

Se detuvo ante la puerta de su habitación, situada en la última planta, y buscó las llaves en el bolso. Era la hora de la cena oficial (había faltado a la comida), y aunque pensó por un momento en ponerse la toga y reunirse con los demás, desechó la idea. No tenía ganas de ver ni hablar con nadie.

Por esa razón en concreto, cuando abrió la puerta aún se deprimió más. Melinda se acercó a ella. Tenía un aspecto excelente, descansado, y se había lavado poco antes su espeso cabello color siena, que rodeaba su cara formando una masa ondulante de rizos naturales. Rosalyn observó de inmediato que no iba vestida con su uniforme habitual, a saber, falda larga hasta la pantorrilla, botas, jersey y bufanda, sino que llevaba pantalones de lana, jersey de cuello cisne y un abrigo de seda largo hasta los tobillos, todo ello de color blanco. Daba la impresión de ir vestida para una celebración. De hecho, parecía una novia.

– Has vuelto -dijo. Se detuvo junto a Rosalyn, cogió su mano y depositó un beso en su mejilla-. ¿Cómo ha ido? ¿Le ha dado a mamá una apoplejía? ¿Transportaron a papá al hospital aquejado de dolores en el pecho? ¿Te gritaron «tortillera», o un contenido «pervertida»? Venga, dímelo. ¿Cómo ha ido?

Rosalyn dejó caer la mochila al suelo. Notó que la cabeza le dolía, pero no recordaba desde cuándo.

– Fue -respondió.

– ¿Eso es todo? ¿Nada de rabietas? ¿Nada de «¿Cómo has podido hacer eso a tu familia?»? ¿Nada de amargas acusaciones? ¿No te preguntaron qué iban a pensar la abuelita y las tías?

Rosalyn intentó borrar de su mente el recuerdo de la cara de su madre y la expresión confusa que se había pintado en sus facciones. Deseaba olvidar la tristeza que nubló los ojos de su padre, pero sobre todo ansiaba desembarazarse del sentimiento de culpa surgido al darse cuenta de que sus padres habían intentado controlar sus sentimientos al respecto, consiguiendo que Rosalyn aún se sintiera mucho peor.

– Yo había pensado que se iba a producir una terrible escena entre vosotros -dijo Melinda con una sonrisa irónica-. Estirones de pelo, llanto y crujir de dientes, la culpa indispensable, por no mencionar predicciones sobre tu condenación y castigo en las llamas del infierno. La típica reacción de la clase media. Pobre querida, ¿te maltrataron mucho?

Rosalyn sabía que Melinda había revelado la verdad a su familia cuando tenía diecisiete años, con su habitual estilo distendido, durante la cena de Navidad, entre los bizcochos y el budín. Rosalyn había escuchado la historia montones de veces:

– A propósito, soy homosexual, por si alguien está interesado.

No fue el caso, pero la familia de Melinda era así. Por eso no tenía ni idea de lo que significaba ser hija única de unos padres que soñaban, entre otras cosas, con un yerno, nietos y la frágil continuidad de la familia por un tiempo más.

– ¿Apretó mamá todos los botones de la culpabilidad? Supongo que sí, y supongo que te lo esperabas. Te dije lo que debías contestar cuando te soltara algo en la línea de «¿qué será de nosotros?». Si lo hiciste, tu madre habrá…

– No tengo ganas de hablar de ello, Mel -dijo Rosalyn. Se arrodilló, abrió la mochila y empezó a sacar las cosas. Apartó a un lado las «golosinas» de su madre.

– Te habrán dado una buena paliza, pues. Ya te dije que me dejaras ir contigo. ¿Por qué no quisiste? Habría podido con los dos. -Se agachó a su lado. Olía bien-. No te… No te habrán pegado, ¿verdad, Ros? Dios mío, dime que tu padre no te golpeó.