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– Christian otra vez. Tampoco se aplica mucho en el aspecto de cómo comportarse en la mesa. -Sonrió con cansancio-. Al menos, no ofrece falsas disculpas a la cocinera. Bien sabe Dios que nunca he pasado mucho tiempo en la cocina.

– Estás agotada, Helen -dijo Lynley.

Notó que su mano se levantaba como poseída de voluntad propia, y sus dedos rozaron la mejilla de Helen. Su piel estaba fría y suave, como la superficie tranquila de un manantial. Helen clavó los ojos en los suyos. La vena de su cuello se agitó.

– Helen -dijo, y experimentó la oleada de deseo que siempre surgía cuando realizaba el sencillo acto de pronunciar su nombre.

Ella se apartó de él y entró en la sala de estar.

– Ya están acostados, de modo que lo peor ha pasado ya. ¿Has comido, Tommy?

Lynley se dio cuenta de que aún tenía la mano levantada como para tocarla, y la dejó caer a lo largo del costado, sintiéndose como un idiota.

– No. Se me pasó la hora de la cena.

– ¿Te preparo algo? -Echó un vistazo a su jersey-. Que no sean espaguetis, desde luego. De todos modos, no recuerdo que hayas tirado comida a la cocinera alguna vez.

– Últimamente no, al menos.

– Tenemos un poco de ensalada de pollo. Queda algo de jamón, y salmón ahumado, si te apetece.

– No quiero nada. No tengo hambre.

Helen continuó de pie junto a la chimenea. Un montón de juguetes estaban apoyados contra la pared. Un rompecabezas de Estados Unidos se balanceaba en la cumbre. Al parecer, alguien había roto el extremo sur de Florida. Desvió la vista hacia Helen y vio arrugas de cansancio bajo sus ojos.

Deseaba decir: «Ven conmigo, Helen, quédate conmigo», pero se limitó a murmurar:

– He de hablar con Pen.

Lady Helen abrió los ojos de par en par.

– ¿Con Pen?

– Es importante. ¿Está despierta?

– Creo que sí, pero… -Dirigió una mirada de preocupación hacia la puerta y la escalera-. No sé, Tommy. Ha tenido un día malo. Los niños. Una pelea con Harry.

– ¿No está en casa?

– No. Otra vez. -Cogió la diminuta Florida, examinó los daños y encajó la pieza con las demás-. Es un lío. Están hechos un lío. No sé cómo ayudarla. No sé qué decirle. Ha tenido un hijo que no desea. Vive una vida que no soporta. Tiene unos hijos que la necesitan y un marido que se dedica a castigarla porque ella le castigó. Y mi vida es tan fácil, tan muelle comparada con las suyas… ¿Qué puedo decir, que no sea trivial, absurdo y absolutamente inútil?

– Solo que la quieres.

– El amor no basta. Ya sabes.

– Es lo único que hay, cuando profundizas. Es lo único auténtico.

– No seas tan simplista.

– Te equivocas. Si el amor fuera tan simple, no nos encontraríamos en este lío, ¿verdad? No nos tomaríamos la molestia de querer confiar nuestras vidas y nuestros sueños a la salvaguardia de otro ser humano. No seríamos vulnerables. No demostraríamos debilidad. No arriesgaríamos nuestros sentimientos. Dios sabe bien que nunca nos dejaríamos arrastrar por la fe ciega. Nunca nos rendiríamos. Mantendríamos el control. Porque, si perdemos el control, Helen, si lo perdemos un solo instante, solo Dios sabe qué vacío nos espera al otro lado.

– Cuando Pen y Harry se casaron…

Lynley se sintió invadido por la frustración.

– No estoy hablando de ellos. Lo sabes muy bien.

Se miraron fijamente. La anchura de la sala los separaba. Igual podía ser un abismo. De todos modos, él continuó hablando, si bien conocía la inutilidad de decir palabras que carecían de poder para impulsar alguna acción, pero las dijo, siempre necesitaba decirlas, olvidando cautela, dignidad y orgullo.

– Te quiero -dijo-. Me dan ganas de morir.

Aunque los ojos de Helen brillaron de lágrimas contenidas, su cuerpo se mantuvo rígido. Lynley sabía que no iba a llorar.

– Deja de tener miedo, por favor -dijo-. Solo eso.

Ella no contestó, pero tampoco apartó la vista, ni intentó salir de la sala. Las esperanzas de Lynley aumentaron.

– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Ni siquiera vas a decirme eso?

– Estamos bien donde estamos, y como estamos -dijo en voz baja-. ¿No te basta?

– No, Helen. No estamos hablando de amistad. No somos camaradas. No somos compinches.

– Lo fuimos una vez.

– Lo fuimos, pero no es posible volver atrás. Yo, al menos, no puedo hacerlo. Bien sabe Dios que lo he intentado. Te quiero. Te deseo.

Helen tragó saliva. Una solitaria lágrima escapó de un ojo, pero la secó rápidamente. Lynley creyó que se le iba a partir el corazón.

– Siempre creí que sería motivo de alegría, pero, sea lo que sea, no debería ser esto.

– Lo siento.

– No más que yo.

Desvió la vista. En la repisa de la chimenea, detrás de ella, había una foto de su hermana y su familia. Marido, mujer, dos hijos, la finalidad de la vida reproducida.

– De todos modos, necesito ver a Pen -dijo.

Ella asintió.

– Voy a buscarla.

Cuando Helen salió de la habitación, él se acercó a la ventana. Las cortinas estaban corridas. No había nada que ver. Contempló el dibujo floral del calicó, que se borró enseguida.

Aléjate de ello, se dijo con furia. Corta definitiva, permanentemente. Aléjate de ello.

Pero no podía. Era la gran ironía del amor. Que surgía como por ensalmo, que carecía de lógica, que siempre podía ser ignorado y rechazado, pero que, a la larga, siempre se pagaba el precio de dejarlo aflorar. Había sido testigo del amor y el rechazo en otras vidas, por lo general en mujeriegos y en hombres obsesionados por sus carreras. En tales casos, el corazón permanecía al margen, nunca se sentía dolor. ¿Por qué iba a ser de otra manera? Los mujeriegos solo deseaban la conquista momentánea. Los hombres de carrera solo aspiraban a las glorias de su trabajo. Ni el amor ni las penas los afectaban. Se alejaban sin mirar atrás ni una sola vez.

Su desgracia, si podía llamarlo así, consistía en no pertenecer a esa raza. En lugar de desear la conquista sexual o el éxito profesional, solo anhelaba la comunicación. Con Helen.

Las oyó en la escalera -murmullos, pasos lentos-, y se volvió hacia la puerta de la sala de estar. Sabía por Helen que su hermana no se encontraba bien, pero al verla se sintió impresionado. Sabía que tenía controlada la expresión cuando la mujer entró en la sala, pero sus ojos le traicionaron, por lo visto, porque Penélope esbozó una sonrisa pálida, como reconociendo una realidad no expresada, y pasó sus dedos por el cabello deslustrado y lacio.

– No me has pillado en mi mejor momento -dijo.

– Gracias por bajar a verme.

La pálida sonrisa, una vez más. Atravesó la habitación arrastrando los pies, con lady Helen a su lado. Se acomodó en una mecedora de mimbre y cerró el cuello de su bata rosa.

– ¿Te apetece algo? -preguntó- ¿Whisky? ¿Coñac?

Lynley negó con la cabeza. Lady Helen se acercó al extremo del sofá, el lugar más cercano a la mecedora, y se sentó en el borde, inclinada hacia delante, los ojos fijos en su hermana, las manos extendidas como para brindarle apoyo. Lynley escogió el sillón de orejas opuesto a Pen. Intentó concentrarse en sus ideas, sin hacer caso de los cambios operados en la mujer, qué significaban y cómo debían afectar a su hermana menor. Profundas ojeras, tez moteada, una expresión dolorida en la comisura de la boca. Cabello sucio, cuerpo sucio.

– Helen me ha dicho que has venido a Cambridge por un caso -dijo.

Le refirió los detalles esenciales del crimen. Mientras hablaba, Pen se mecía.

– Pero es Sarah Gordon quien me intriga -concluyó-. He pensado que tal vez pudieras contarme algo. ¿Has oído hablar de ella, Pen?

La mujer asintió. Sus dedos juguetearon con el cinturón de la bata.

– Ya lo creo. Durante bastantes años. El periódico local le dio mucha publicidad cuando se mudó a Grantchester.