– Hay que apagar todas las luces, por los bombardeos. Hemos de ser precavidas. ¿Has corrido las cortinas?
– No pasa nada, mamá. -Encendió la lámpara y se sentó en la cama, al lado de su madre. Apoyó la mano sobre su hombro y le dio un leve apretón-. ¿Estás mejor, mamá?
Los ojos de la señora Havers se desviaron de la ventana hacia Barbara. Forzó la vista. Barbara recogió las gafas, limpió una gruesa mancha en un cristal con la pernera de su pantalón y se las volvió a poner.
– Tiene una serpiente -dijo la señora Havers-. No me gustan las serpientes, Barbie, y ha traído una. La saca, la sujeta y me dice lo que debo hacer. Dice que las serpientes se enroscan a tu alrededor. Dice que se meten dentro. Es muy grande, y si se mete dentro de mí, yo…
Barbara rodeó a su madre con el brazo. Se encogió para imitar la posición de su madre. Se quedaron frente a frente, con las manos apoyadas sobre las rodillas.
– No hay ninguna serpiente, mamá. Es el aspirador. Intenta asustarte, pero no lo hará si la obedeces. ¿Por qué no te portas bien?
El rostro de la señora Havers se ensombreció.
– ¿El aspirador? Oh, no, Barbie, era una serpiente.
– ¿De dónde sacaría una serpiente la señora Gustafson?
– No lo sé, cariño, pero tiene una. Yo la he visto. La coge y la agita.
– Ahora mismo la tiene en la mano, mamá. Abajo. Es el aspirador. ¿Quieres bajar conmigo y comprobarlo?
– ¡No! -Barbara notó que su madre se ponía rígida. Elevó el tono de voz-. No me gustan las serpientes, Barbie. No quiero que se me suba encima. No quiero tenerla dentro. No…
– Vale, mamá, vale.
Comprendió que no podía poner en pie de guerra contra la señora Gustafson las escasas entendederas de su madre. «Solo es el aspirador, mamá, la señora Gustafson no va a conseguir asustarte con eso» no serviría para mantener la frágil paz de la casa. Una paz demasiado volátil, sobre todo cuando dependía de la débil capacidad de su madre para permanecer anclada de la realidad.
Quiso decir: «La señora Gustafson es tan miedosa como tú, mamá, por eso se dedica a asustarte cuando te enfadas un poco», pero sabía que su madre no lo entendería. Calló, atrajo a su madre hacia sí y pensó con nostalgia en aquel estudio de Chalk Farm, donde se había quedado de pie bajo la falsa acacia y permitido unos instantes de soñar con la esperanza y la independencia.
– ¿Aún estás levantada, cariño?
Barbara se apartó de la ventana. La luz de la luna pintaba la habitación de plata y sombras. Dibujaba una franja sobre su cama y remolineaba alrededor de las patas del tocador. El espejo de cuerpo entero que colgaba sobre la puerta del armario empotrado donde guardaba la ropa («Fíjate, Jimmy -había dicho su madre-. ¡Qué bonito! Aquí no necesitamos ropero») reflejaba la luz y arrojaba un haz blanco hacia la pared opuesta. En ella había colgado un tablón de corcho cuando cumplió trece años. Serviría para desplegar todos los recuerdos de su adolescencia: programas de los teatros, invitaciones a fiestas, recordatorios de bailes escolares, una o dos flores secas. Durante los tres primeros años no albergó nada. Hasta que comprendió su inutilidad, si no clavaba algo más que sueños irreales. Por lo tanto, lo llenó con recortes de periódico, al principio artículos de interés humano sobre niños y animales, luego relatos intrigantes sobre actos de violencia sin demasiada importancia, y por fin columnas sensacionalistas centradas en asesinatos.
– Eso es impropio de jovencitas -había protestado su madre.
Tenía razón. Era impropio de jovencitas.
– ¿Barbie? ¿Cariño?
La puerta estaba entornada y Barbara oyó que su madre arañaba la hoja con los dedos. Si se mantenía en un silencio absoluto, sabía que tenía una pequeña posibilidad de que su madre se marchara. Sin embargo, lo consideró una crueldad innecesaria, teniendo en cuenta lo que había padecido aquel día.
– Estoy despierta, mamá -dijo-. Aún no me he acostado.
La puerta se abrió. La luz del pasillo acentuó la delgadez de la señora Havers. Sobre todo sus piernas, agujas humanas de rodillas y tobillos protuberantes, puestos de relieve por el hecho de que la bata era fruncida y el camisón demasiado corto. Entró a pasitos en la habitación.
– Hoy me he portado mal, ¿verdad, Barbie? La señora Gustafson iba a pasar la noche conmigo. Recuerdo que me lo dijiste esta mañana, ¿no? Te ibas a Cambridge. Si estás en casa, es que me he portado mal.
Barbara agradeció el momento de lucidez.
– Confundiste un poco las cosas -dijo.
Su madre se detuvo a pocos pasos de ella. Había logrado bañarse sola (tan solo fueron necesarias dos rápidas visitas de supervisión), pero no había triunfado igual en lo referente a los ritos posteriores, pues se había puesto tanta colonia que parecía rodearla como un aura psíquica.
– ¿Falta poco para Navidad, cariño? -preguntó la señora Havers.
– Estamos en noviembre, mamá, en la segunda semana de noviembre. No falta mucho para Navidad.
Su madre sonrió, obviamente tranquilizada.
– Pensaba que faltaba poco. Hace frío por Navidad, ¿no?, y hace frío desde hace algunos días, por eso pensé que faltaba poco para Navidad. Habrá muchas luces en la calle Oxford y bonitos escaparates en Fortnum y Mason. Veremos a Papá Noel hablando con los niños. Pensé que faltaba poco.
– Y tenías razón -contestó Barbara.
Se sentía tremendamente cansada. Daba la impresión de que tenía miles de alfileres clavados en los párpados. Al menos, parecía que de momento iba a librarse de su madre.
– ¿Preparada para ir a dormir, mamá?
– Mañana -dijo su madre. Cabeceó, como satisfecha de su decisión-. Lo haremos mañana, cariño.
– ¿Qué?
– Hablar con Papá Noel; decirle lo que quieres.
– Soy un poco mayor para ir a hablar con Papá Noel, y de todas formas debo volver a Cambridge por la mañana. El inspector Lynley continúa allí. No puedo dejarle tirado. Te acuerdas, ¿verdad? Tengo un caso en Cambridge. Lo recordarás, mamá.
– Y hemos de elegir las invitaciones y decidir los regalos. Mañana estaremos muy ocupadas. Ocupadas, ocupadas, ocupadas como abejas, hasta que empiece el nuevo año.
El respiro había sido muy breve. Barbara cogió a su madre por los huesudos hombros y empezó a sacarla poco a poco de la habitación. La mujer siguió parloteando.
– El regalo más difícil es el de papá, ¿verdad? Mamá no presenta problemas. Es tan golosa que siempre quedo bien regalándole chocolatinas, de esas que a ella le gustan. Papá es un problema. Dorrie, ¿qué le comprarás a papá?
– No lo sé, mamá. No tengo ni idea.
Avanzaron por el pasillo hasta llegar a la habitación de su madre, donde la lámpara en forma de pato que tanto adoraba estaba encendida sobre la mesita de noche. La señora Havers continuó hablando de la Navidad, pero Barbara desconectó, notando una opresión en el pecho.
La combatió diciéndose que había un propósito oculto detrás de tantas desdichas. La estaban poniendo a prueba. Era su Gólgota. Intentó convencerse de que, al menos, el día le había enseñado que no podía dejar a su madre por las noches con la señora Gustafson, y saber eso, teniendo en cuenta que había estado a punto de regresar a casa a toda velocidad, era mejor que…
Que ¿qué?, se preguntó. ¿Que si la hubieran obligado a regresar de unas vacaciones que nunca haría, de un lugar exótico que nunca vería, en compañía de un hombre que nunca conocería, entre cuyos brazos nunca yacería?
Desechó el pensamiento. Necesitaba volver a trabajar. Necesitaba concentrar sus pensamientos en cualquier otra cosa que no fuera esta casa de Acton.
– Tal vez -dijo su madre, mientras Barbara la tapaba y sujetaba las sábanas bajo el colchón, confiando en que interpretara el gesto como preocupación por su bienestar, en lugar de deseo por tenerla amarrada a la cama-, tal vez deberíamos irnos de vacaciones en Navidad, sin preocuparnos por nada. ¿Qué te parece?