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– Una gran idea. ¿Por qué no piensas en ello mañana? La señora Gustafson te ayudará a repasar tus folletos.

El rostro de la señora Havers se nubló. Barbara le quitó las gafas y las dejó sobre la mesita.

– ¿La señora Gustafson? -dijo su madre-. ¿Quién es, Barbie?

Capítulo 14

A las siete y cuarenta minutos de la mañana siguiente, Lynley vio que el Mini de Havers avanzaba por Trinity Lane. Acababa de salir de su habitación en el Patio de la Hiedra y caminaba hacia su coche, aparcado en un diminuto espacio de Trinity Passage, cuando el montón de chatarra con ruedas que servía de medio de transporte a Havers dobló al final de Gonville y Caius College, y envió una nube tóxica al aire frío cuando Havers cambió de marcha al tomar la curva. Al verle, dio un bocinazo. Lynley levantó la mano y esperó a que se detuviera. Cuando lo hizo, abrió la puerta del pasajero sin la menor palabra o ceremonial y encajó su cuerpo larguirucho en los confines del estrecho asiento delantero. La tapicería estaba brillante de tan vieja y gastada. Un muelle roto formaba un bulto en la tela.

La calefacción del Mini rugía con entusiasmo ineficaz y creaba un pozo palpable de calor que ascendía desde el suelo hasta sus rodillas. De cintura para arriba, por desgracia, el aire era como hielo impregnado de olor a humo de cigarrillo, que había teñido de gris el techo de vinilo beige. Comprobó que Havers se esforzaba en contribuir a la continua metamorfosis del vinilo. Mientras cerraba la puerta, la sargento apagó un cigarrillo en el cenicero y encendió otro de inmediato.

– ¿Desayuno? -preguntó con voz apacible.

– Tostadas untadas con nicotina. -La mujer inhaló con placer y sacudió la ceniza que había caído sobre la pernera izquierda de sus pantalones de estambre-. Bien. ¿Qué hay de nuevo?

Lynley se demoró en contestar. Abrió la ventanilla unos centímetros para que entrara un poco de aire fresco y se volvió para observar el animado semblante de Havers. Su expresión era decididamente risueña, su forma de vestir adecuadamente estrafalaria. Todos los signos necesarios estaban presentes, proclamando a gritos su reconciliación con el mundo. Sin embargo, sus manos aferraban con demasiada fuerza el volante y la tensión de su boca desmentía su tono desenvuelto.

– ¿Qué tal ha ido por casa? -preguntó Lynley.

Havers dio otra calada a su cigarrillo y se abismó en la contemplación de su extremo encendido.

– Lo de siempre. Mamá tuvo un pronto. La señora Gustafson se asustó. Fue leve.

– Havers…

– Escuche, inspector, me doy cuenta de que podría darme el pasaporte y solicitar a Nkata como compañero. Sé que mis idas y venidas son un coñazo. A Webberly no le gustará ni un pelo que me saque de esto, pero, si solicito audiencia y se lo cuento en privado, seguro que lo entenderá.

– Podré resistir, sargento. No necesito a Nkata.

– Pero necesita ayuda. No puede encargarse solo de todo. Este apasionante trabajo necesita colaboración, y tiene todo el derecho a solicitarla.

– Barbara, no estamos hablando de trabajo.

Havers contempló la calle. El conserje dé St. Stephen salió a la puerta para ayudar a una mujer mayor, protegida del frío con un grueso abrigo y bufanda, que había bajado de una bicicleta y trataba de embutirla entre docenas de otras bicicletas apoyadas contra la pared. Le entregó los manillares y, sin dejar de hablar muy animadamente, contempló cómo la colocaba entre las demás. Después, entraron juntos por la puerta.

– Barbara -dijo Lynley.

Havers se removió.

– Estoy manejando la situación. Al menos lo intento, de modo que sigamos con lo nuestro, ¿vale?

Lynley suspiró y pasó el cinturón de seguridad sobre su hombro.

– Hacia Fulbourn Road -dijo-. Quiero ver a Lennart Thorsson.

Ella asintió, condujo marcha atrás por Trinity Passage y regresó por donde había venido momentos antes. La ciudad cobraba vida a su alrededor. Los estudiantes madrugadores pedaleaban hacia un nuevo día de estudios, en tanto las chachas llegaban para arreglar las habitaciones. Dos barrenderos descargaban escobas y palas de un carrito amarillo en la calle Trinity, en tanto tres obreros trepaban a un andamio cercano. Los tenderos de Market Hill estaban preparando sus tenderetes. Disponían frutas y verduras, extendían rollos de tela brillante, doblaban camisetas, tejanos y vestidos hindúes, hacían ramilletes de flores otoñales. Autobuses y taxis tomaban posiciones en la calle Sidney. Mientras Lynley y Havers salían de la ciudad, se cruzaban con los conductores procedentes de Ramsey Town y Cherry Hinton, sin duda dispuestos a ocupar sus puestos detrás de escritorios, en las bibliotecas, en los jardines y ante las cocinas de veintiocho colleges universitarios.

Havers no habló hasta que dejaron atrás (con gran aparato de gases de escape y rugidos del motor) Parker's Piece. Al otro lado del extenso parque, la comisaría de policía se erguía como un impasible guardián. Su doble hilera de ventanas, que reflejaban un cielo carente de nubes, se había transformado en un tablero azul y gris.

– De modo que recibió mi mensaje -dijo Havers-. Sobre Thorsson. ¿No le vio anoche?

– No le localicé en ningún sitio.

– ¿Sabe que vamos a por él?

– No.

Havers aplastó el cigarrillo, pero no encendió otro.

– ¿Qué opina?

– En esencia, que es demasiado bueno para ser cierto.

– ¿Por qué hemos encontrado fibras negras en el cuerpo? ¿Porque tuvo un móvil y la oportunidad?

– Los tiene, al parecer. Y en cuanto sepamos qué utilizaron para golpearla, tal vez descubramos que también tenía los medios.

Le recordó la botella de vino que Sarah Gordon había afirmado ver en el lugar del crimen, y le habló de la huella dejada por aquella misma botella en la tierra húmeda de la isla. Refirió su teoría sobre el uso probable de la botella, que después se había abandonado entre la basura.

– Pero sigue sin creer que Thorsson es nuestro asesino. Lo leo en su cara.

– Parece demasiado obvio, Havers. He de admitir que ese detalle me inquieta.

– ¿Por qué?

– Porque el asesinato en general, y este en particular, es un asunto sucio.

Havers aminoró la velocidad cuando un semáforo se puso en rojo y siguió con la vista a una mujer de espalda protuberante, vestida con un abrigo negro largo, que atravesaba la calle. Clavó los ojos en sus pies. Arrastraba una carretilla plegable para equipajes en la que no había nada.

Cuando el semáforo cambió, Havers atacó de nuevo.

– Creo que Thorsson es tan sucio como un cerdo, inspector. Me sorprende que no se dé cuenta. ¿O es que seducir a colegialas no es tan sucio para otro hombre, mientras las chicas no se quejen?

Lynley se mantuvo indiferente a la invitación indirecta a discutir.

– No estamos hablando de colegialas, Havers. Las llamamos así a falta de una palabra mejor, pero no lo son.

– Muy bien. Mujeres jóvenes en una posición subordinada. ¿Le gusta?

– No, por supuesto que no, pero carecemos de pruebas irrefutables de la seducción.

– Estaba embarazada, por el amor de Dios. Alguien la sedujo.

– O ella sedujo a alguien. O se sedujeron mutuamente.

– O, como usted indicó ayer, la violaron.

– Tal vez, pero no estoy muy seguro.

– ¿Por qué? -El tono de Havers era beligerante, como sugiriendo que la respuesta de Lynley implicaba imposibilidad-. ¿Sustenta usted la típica opinión machista de que tendría que haberse relajado y gozado?

Lynley la traspasó con la mirada.

– Creo que me conoce bastante bien.

– Entonces, ¿qué piensa al respecto?

– Acusó a Thorsson de acoso sexual. Si se arriesgó a la posibilidad de ser sometida a una investigación «embarazosa» de su comportamiento, no creo que pasara por alto una violación.