– ¿Y si la violó el tío con quien salía, y no tenía ganas de liarse con él?
– En ese caso, elimine a Thorsson de la lista, ¿no?
– Usted cree que es inocente. -Dio un puñetazo sobre el volante-. Está buscando la forma de exonerarle, ¿verdad? Intenta echar las culpas a otra persona. ¿A quién? -Un segundo después de formular la pregunta lanzó una mirada de comprensión hacia Lynley-. ¡Oh, no! No estará pensando…
– No pienso nada. Solo busco la verdad.
Havers desvió el coche a la izquierda, hacia Cherry Hinton. Pasó junto a un terreno comunal en el que abundaban castaños de Indias de hojas amarillas, con el tronco cubierto de musgo. Dos mujeres empujaban sendos cochecitos de niños, las cabezas muy juntas. Volutas de vapor surgían como producto de su animada conversación.
Entraron en la urbanización de Thorsson pasadas las ocho. Un TR-6 restaurado estaba aparcado en el estrecho camino particular de su casa; sus protuberantes aletas centelleaban bajo el sol de la mañana. Frenaron detrás, tan cerca que la parte delantera del Mini casi se hundió en el maletero, como un insulto meticuloso.
– Bonito trasto -dijo Havers, mientras lo examinaba-. El coche que me esperaba del marxista local.
Lynley salió y se acercó para inspeccionar el vehículo. Aparte del parabrisas, estaba cubierto de rocío. Apoyó la mano sobre la suave superficie del capó. Notó que el motor aún estaba caliente.
– Otra llegada matutina -comentó.
– ¿Le convierte eso en inocente?
– Le convierte en algo, desde luego.
Caminaron hacia la puerta. Lynley tocó el timbre, mientras su sargento rebuscaba en el bolso y sacaba el bloc. Como no se produjo ninguna respuesta ni movimiento aparente en la casa, tocó el timbre por segunda vez. Llegó hasta ellos un grito lejano, la voz de un hombre que chillaba las palabras «Un momento». Transcurrió más de un momento mientras aguardaban en la franja de hormigón que hacía las veces de peldaño delantero, mientras contemplaban a dos parejas de vecinos que salían a trabajar y a una tercera que arrastraba dos niños hacia un Escort aparcado en el camino particular. Una sombra se movió detrás de los cinco paneles de cristal opaco de la puerta.
El pomo giró, Thorsson apareció en la entrada. Llevaba una bata de terciopelo negro que se estaba anudando. Tenía el cabello mojado, y colgaba sobre sus hombros. Iba descalzo.
– Señor Thorsson -dijo Lynley, a modo de saludo.
Thorsson suspiró, miró a Lynley, y después a Havers.
– Joder-dijo-. Maravilloso. Tenemos snuten otra vez. -Se pasó una mano por el pelo, que cayó sobre su frente como el flequillo de un muchacho-. ¿Qué vienen a hacer aquí? ¿Qué quieren?
No aguardó la respuesta, sino que dio media vuelta y avanzó por un corto pasillo hasta la parte posterior de la casa, donde una puerta se abría a lo que parecía una cocina. Siguieron sus pasos y le encontraron sirviéndose café de una impresionante cafetera que descansaba sobre la encimera. Empezó a beber con gran estrépito; primero soplaba y luego sorbía. Su bigote no tardó en mancharse de líquido.
– Los invitaría, pero por la mañana lo necesito en vena.
Dicho esto, se sirvió más café.
Lynley y Havers se sentaron en la mesa de cristal y cromo situada frente a las puertas cristaleras, que permitían el acceso a un jardín trasero cuya terraza de losas albergaba una colección de muebles de exterior. Una de las piezas era una tumbona, sobre la cual había tirada una manta arrugada, mojada por la humedad.
Lynley paseó una mirada pensativa de la tumbona a Thorsson. El profesor miró por la ventana de la cocina en dirección a la tumbona. Después, clavó sus ojos en Lynley, el rostro imperturbable.
– Da la impresión de que hemos interrumpido su baño matutino -dijo Lynley.
Thorsson engulló más café. Una cadena de oro plana adornaba su cuello. Brillaba como piel de serpiente contra su pecho.
– Elena Weaver estaba embarazada -dijo Lynley.
Thorsson se apoyó en la encimera, sin soltar la taza de café. Su expresión no delataba el menor interés, sino más bien un profundo aburrimiento.
– Y pensar que no tuve la oportunidad de celebrar con ella tan dichoso acontecimiento.
– ¿Iba a celebrarlo?
– ¿Y yo qué sé?
– Pensaba que lo sabría.
– ¿Porqué?
– Estuvo con ella el jueves por la noche.
– No estuve con ella, inspector. Fui a verla. Existe una gran diferencia. Tal vez demasiado sutil para usted, pero existe.
– Por supuesto, pero recibió los resultados de la prueba de embarazo el miércoles. ¿Fue ella quien solicitó verle, o tomó la decisión usted?
– Fui a verla. Elena no sabía que yo iría.
– Ah.
Los dedos de Thorsson aumentaron su presión sobre la taza.
– Entiendo. Claro. Yo era el ansioso padre en ciernes que esperaba saber los resultados. ¿Ha habido suerte, preciosa, o hemos de empezar a almacenar pañales de usar y tirar? ¿Es así como lo ve usted?
– No. No exactamente.
Havers pasó una hoja de su bloc.
– Si era el padre, imagino que querría saber los resultados -dijo-. Teniendo en cuenta la situación.
– ¿Qué situación?
– La acusación de acoso sexual. Un embarazo es una prueba bastante convincente, ¿no cree?
Thorsson lanzó una carcajada que sonó como un ladrido.
– ¿Qué se supone que he hecho, mi querida sargento? ¿Violarla? ¿Arrancarle las bragas? ¿Ponerla ciega de drogas y tirármela después?
– Tal vez -respondió Havers-, pero la seducción es más propia de usted.
– No me cabe la menor duda de que podría llenar volúmenes enteros con sus conocimientos sobre la materia.
– ¿Ha tenido antes problemas con estudiantes de sexo femenino? -intervino Lynley.
– ¿A qué clase de problemas se refiere?
– Como el de Elena Weaver. ¿Le han acusado anteriormente de acoso sexual?
– Por supuesto que no. Jamás. Pregúntelo en el College, si no me cree.
– Ya he hablado con el doctor Cuff. Confirmó lo que usted me ha dicho.
– Pero su palabra no es bastante buena para usted, al parecer. Prefiere creer las historias inventadas por una putilla sorda que se abría de piernas, o de boca, a cualquier idiota que se la quería tirar.
– Una putilla sorda, señor Thorsson -dijo Lynley-. Curiosa elección de palabras. ¿Insinúa que Elena tenía reputación de promiscua?
Thorsson se sirvió otra taza de café y lo bebió con parsimonia.
– Los rumores corren -dijo-. El College es pequeño. Siempre hay habladurías.
– Por lo tanto, si era una… -Havers fingió que comprobaba sus notas-… una putilla sorda, ¿por qué no aprovecharse y echarle un polvo, como los demás? ¿A qué otra conclusión podía llegar usted, si daba por sentado que se le iba a…, ¿cómo era? -Se concentró de nuevo en sus notas-. Ah, sí, aquí está… Abrir de piernas o de boca. Al fin y al cabo, debía tener ganas. No cabe duda de que un hombre como usted iba a superar de largo a cualquiera de sus competidores.
El rostro de Thorsson se tiñó de púrpura, casi emulando el tono dorado rojizo de su cabellera.
– Lo siento muchísimo, sargento -contestó con desenvoltura-. No podré complacerla, a pesar de sus deseos incontrolables. Prefiero las mujeres que pesan menos de setenta kilos.
Havers sonrió, sin placer ni diversión, pero con la certeza de haber cazado a su presa.
– ¿Como Elena Weaver?
– Djávla skit! ¡Basta ya!
– ¿Dónde estuvo el lunes por la mañana, señor Thorsson? -preguntó Lynley.
– En la facultad de Inglés.
– Me refiero a primera hora. Entre las seis y las seis y media.
– En la cama.
– ¿Aquí?
– ¿Dónde, sino?
– Pensé que usted nos lo diría. Un vecino le vio llegar a casa justo antes de la siete.
– Entonces, uno de mis vecinos se equivoca. ¿Quién es? ¿La vaca de al lado?