– Yo diría que va a ganarla por una cabeza de ventaja.
– Ya veremos.
– Pero, señor…
– Siga conduciendo, sargento.
Se internaron en la ciudad, y después de un pequeño embotellamiento provocado por la colisión entre dos taxis al final de Station Road, frenaron ante la comisaría de policía y sacaron la bolsa de ropa que habían cogido en casa de Thorsson. El recepcionista uniformado abrió las puertas interiores del vestíbulo cuando Lynley mostró sus credenciales. Subieron en ascensor al despacho del superintendente.
Encontraron a Sheehan de pie junto al escritorio desierto de su secretaria, con el teléfono pegado a la oreja. Su conversación consistía sobre todo en gruñidos, maldiciones y blasfemias.
– Llevan dos días discutiendo sobre el cadáver de esa chica, Drake -dijo por fin-. Si no está de acuerdo con sus conclusiones, llame a un especialista de la Metropolitana y que se encargue del trabajo… Me importa un bledo lo que opine el jefe sobre este punto. Yo me ocuparé de él. Limítese a hacerlo… Escuche, esto no es una encuesta sobre su competencia como jefe del departamento, pero, si no puede, en conciencia, ratificar el informe de Pleasance y él no lo quiere cambiar, no hay nada que hacer… Yo no tengo autoridad para despedirle… Las cosas son como son, hombre. Llame a la Metropolitana.
Cuando colgó, no expresó excesiva complacencia al ver a los representantes de Scotland Yard en la puerta del despacho, testimonios de la ayuda externa que las circunstancias del caso le habían obligado a soportar.
– ¿Problemas? -preguntó Lynley.
Sheehan cogió unas cuantas carpetas del escritorio y examinó unos papeles depositados en la bandeja.
– Qué mujer -dijo, y cabeceó en dirección a la silla vacía-. Llamó esta mañana, anunciando que estaba indispuesta. Edwina siempre intuye cuándo las cosas van a ponerse al rojo vivo.
– ¿Las cosas se están poniendo al rojo vivo?
Sheehan cogió tres papeles de la bandeja, los añadió a las carpetas y entró en su despacho. Lynley y Havers le siguieron.
– El jefe insiste en que diseñe una estrategia destinada, según sus palabras, a «mejorar las relaciones comunitarias», un eufemismo de tener contentos a los peces gordos de la universidad, impidiendo que ustedes aparezcan allí cada dos por tres. La funeraria y los padres de la chica me llaman cada cuarto de hora preguntando por el cadáver. Y ahora -echó un vistazo a la bolsa de plástico que colgaba de los dedos de Havers-, supongo que me han traído otro juguete.
– Ropa para el departamento forense -dijo Havers-. Nos gustaría que la compararan con las fibras encontradas en el cuerpo. Si obtienen algo positivo, tal vez consigamos lo que necesitamos.
– ¿Para efectuar una detención?
– Es posible.
Sheehan sonrió sin humor.
– Detesto dar a ese par de gallitos otro motivo para pelearse, pero haremos la prueba. Llevan discutiendo sobre el arma desde ayer. A lo mejor esto los distrae un poco.
– ¿Aún no han llegado a ninguna conclusión? -preguntó Lynley.
– Pleasance, sí. Drake no está de acuerdo. No firmará el informe, e insiste en llamar a la Metropolitana para recabar otra opinión desde ayer por la tarde. Orgullo profesional, ya me entiende, por no mencionar competencia. Tiene miedo de que Pleasance esté en lo cierto. Y como ha insistido tanto en librarse de él, si alguien confirma las conclusiones de Pleasance, se arriesga a perder mucho más que el prestigio.
Sheehan tiró los papeles y las carpetas sobre el escritorio, y se mezclaron con un montón de hojas de la impresora del ordenador. Rebuscó en el cajón superior del escritorio y sacó un paquete de chicles. Les invitó, se derrumbó en su silla y se aflojó la corbata. El teléfono empezó a sonar en el despacho de Edwina.
– Amor y muerte -dijo-. Mézclese orgullo con cualquiera de ambos y estás acabado, ¿no?
– ¿Qué molesta más a Drake, la intervención de la Metropolitana o la de cualquier extraño?
El teléfono continuó sonando en el otro despacho. Sheehan se empeñó en hacer caso omiso.
– La Metropolitana. La posibilidad de que sus colegas de Londres tengan que echarle una mano le pone muy nervioso. La presencia de ustedes ha cabreado mucho a nuestros muchachos. Drake no quiere que ocurra lo mismo en el departamento forense, porque mantener a raya a Pleasance ya le provoca bastantes problemas.
– ¿Molestaría mucho a Drake que alguien sin relación con el Yard echara un vistazo al cadáver? Si se diera la circunstancia de que ese alguien trabajara con los dos, Drake y Pleasance, les proporcionara la información de palabra y les permitiera redactar el informe.
Sheehan mostró un repentino interés.
– ¿Qué tiene en mente, inspector?
– Un testigo experto.
– Ni hablar. No tenemos dinero para pagar a alguien de fuera.
– No tendrán que pagar.
Sonaron pasos en el despacho exterior. Una voz falta de aliento contestó al teléfono.
– Obtendremos la información que necesitamos sin que la presencia de la Metropolitana proclame a voz en grito que se está cuestionando la competencia de Drake.
– ¿Y qué ocurrirá cuando llegue el momento de que alguien deba prestar testimonio en el tribunal, inspector? Ni Drake ni Pleasance querrán subir al estrado para exponer conclusiones que no sean suyas.
– Cualquiera de ellos podrá, si colabora y sus conclusiones son las mismas del experto.
Sheehan jugueteó con el paquete de chicles, pensativo.
– ¿Será posible llevarlo con discreción?
– ¿De manera que nadie, excepto Drake y Pleasance, sepa que el testigo experto estuvo aquí? -Sheehan asintió-. Páseme el teléfono.
Una voz femenina llamó a Sheehan desde el despacho exterior, un tímido «Superintendente», y nada más. Sheehan se levantó y fue a reunirse con el agente uniformado que había contestado al teléfono. Mientras hablaban, Havers se volvió hacia Lynley.
– Está pensando en St. James -dijo-. ¿Podrá venir?
– Más deprisa que cualquiera de la Metropolitana -respondió Lynley-. Sin papeleos y sin zancadillas políticas. Rece para que no deba prestar testimonio en los próximos días.
Levantó la vista cuando Sheehan volvió a entrar y se encaminó al perchero metálico del que colgaba su abrigo. Lo cogió, agarró la bolsa de plástico caída junto a la silla de Havers y la tiró al agente que le había seguido hasta la puerta.
– Envía esto a los chicos del departamento forense -ordenó-. Vamonos -dijo a Lynley y a Havers.
Lynley descubrió sin necesidad de preguntar el significado de la expresión de Sheehan. La había visto demasiadas veces para ignorar el motivo. Hasta se dio cuenta de que sus facciones se teñían de una sombría irritación, lo que siempre sucedía cuando recibía la noticia de un asesinato.
Por lo tanto, estaba preparado para la inevitable revelación que Sheehan anunció mientras se ponían en pie.
– Han encontrado otro cuerpo.
Capítulo 15
Dos coches de la policía, con gran aparato de luces y sirenas, encabezaban la caravana de vehículos que salió de Cambridge, avanzó a toda velocidad por Lensfield Road, remontó Fen Causeway y corrió paralela a Las Lomas hasta desviarse hacia el oeste, en dirección a Madingley. La siguieron con ojos desorbitados estudiantes, ciclistas que se apresuraron a apartarse, profesores togados que se dirigían a sus clases y dos autocares de turistas japoneses que habían descendido en la avenida cubierta de hojas otoñales que conducía al Patio Nuevo de Trinity College.
El Mini de Havers iba emparedado entre el segundo coche de la policía y el vehículo de Sheehan, sobre cuyo techo habían colocado una luz de advertencia. Detrás venía el furgón de los analistas del lugar del crimen, y detrás de este una ambulancia, con la débil esperanza de que la palabra «cuerpo» no significara necesariamente «cadáver».