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– Rodilla, pierna, pie -dijo Lynley-. El asesino se arrodilló aquí, oculto tras el seto, sobre una rodilla, y apoyó el fusil en la segunda barra de la puerta. Y esperó.

– ¿Cómo pudo saber alguien…?

– ¿Que iba a correr por aquí? De la misma manera que alguien supo dónde encontrar a Elena Weaver.

Justine Weaver rascó con un cuchillo el borde quemado de la tostada, y vio que la ceniza negra manchaba la limpia superficie del fregadero como una fina capa de pólvora. Trató de encontrar un lugar en su interior que aún contuviera compasión y comprensión, una especie de pozo del que pudiera beber y volver a llenar lo que los acontecimientos de los últimos ocho meses (y de los dos días anteriores) habían secado. Pero, si alguna vez había existido un manantial de empatía en su seno, se había secado y dejado en su lugar un terreno yermo de resentimiento y desesperación, del que nada fluía.

Han perdido a su hija, se dijo. Comparten el mismo dolor. Sin embargo, aquellos hechos no eliminaban la desdicha que sentía desde el lunes por la noche, la repetición de un dolor anterior, como la misma melodía interpretada en un tono diferente.

Ayer, Anthony y su ex mujer habían llegado juntos a casa en silencio. Habían ido a la policía. Habían ido a la funeraria. Habían elegido un ataúd y hecho los preparativos, nada de lo cual compartieron con ella. Solo cuando trajo las bandejas con bocadillos y pastel, solo cuando sirvió el té, solo cuando les pasó el limón, la leche y el azúcar, los dos musitaron algunos menoscabos. Y después fue Glyn quien, por fin, le dirigió la palabra, eligiendo el momento y esgrimiendo el arma, una declaración en apariencia sencilla, pronunciada en el instante adecuado.

Cuando habló, mantuvo los ojos fijos en la bandeja de bocadillos que Justine le estaba ofreciendo y que no hizo ademán de aceptar.

– Prefiero que te mantengas alejada del funeral de mi hija, Justine.

Estaban en la sala de estar, reunidos alrededor de la mesita de café. El fuego artificial estaba encendido, y sus llamas lamían los falsos carbones con un mudo siseo. Las cortinas estaban corridas. Un reloj eléctrico zumbaba suavemente. Se encontraban en un lugar sensato, civilizado.

Al principio, Justine no dijo nada. Miró a su marido, esperando que protestara, pero este dedicaba su atención exclusiva a la taza de té y al platillo. Un músculo se agitó en la comisura de su boca.

Sabía lo que iba a suceder, pensó ella.

– ¿Anthony? -dijo.

– No te unía ningún lazo real a Elena -prosiguió Glyn, con voz serena, extremadamente razonable-. Por eso prefiero que no estés presente. Espero que lo comprendas.

– Durante diez años he sido su madrastra -dijo Justine.

– Por favor -replicó airada Glyn-. La segunda esposa de su padre.

Justine dejó la bandeja. Examinó la pulcra disposición de los bocadillos y comprobó la perfección del diseño que había elegido: ensalada de huevo, cangrejo, jamón, queso cremoso. Las cortezas quitadas, cada borde del pan cortado como si fuera un avión perfecto. Glyn continuó.

– La llevaremos a Londres para la ceremonia, de manera que solo te quedarás sin Anthony durante unas pocas horas. Después, ya podréis reintegraros a vuestra vida habitual.

Justine intentó, sin éxito, encontrar una respuesta.

Glyn prosiguió, como si recitara una lección aprendida de antemano.

– Nunca supimos con seguridad por qué Elena nació sorda. ¿Te lo ha dicho Anthony? Sí, supongo que habríamos podido encargar algún estudio de tipo genético, ya sabes a qué me refiero, pero no nos tomamos esa molestia.

Anthony se inclinó hacia delante y dejó la taza sobre la mesita. No apartó los dedos del platillo, como si temiera que fuera a caer al suelo.

– No veo que… -empezó Justine.

– La realidad es que tú también podrías dar a luz un bebé sordo, Justine, si los genes de Anthony contienen alguna imperfección. Creí que debía comentarte esa posibilidad. ¿Estás preparada, desde un punto de vista emocional, para habértelas con un niño minusválido? ¿Has pensado hasta qué punto perjudicaría a tu carrera un niño sordo?

Justine miró a su marido. Este evitó su mirada. Una de sus manos formó un puño sobre su muslo.

– ¿De veras crees esto necesario, Glyn? -preguntó Justine.

– Pensaba que te sería de ayuda.

Glyn extendió la mano hacia su taza. Por un momento, dio la impresión de que examinaba la rosa de la porcelana. Giró la taza a la derecha, luego a la izquierda, como si tuviera la intención de admirar su diseño.

– Ya está, ¿no? Todo está dicho. -Devolvió la taza a su sitio y se levantó-. No quiero cenar.

Los dejó solos.

Justine se volvió hacia su marido, aguardando a que hablara, y vio que estaba inmóvil. Daba la impresión de que iba a desaparecer en su interior, de que huesos, sangre y carne se iban a convertir en las cenizas y polvo de que están formados todos los hombres. Tiene unas manos pequeñas, pensó ella. Y por primera vez reflexionó sobre el ancho anillo de oro que llevaba en el dedo y la razón que la había impulsado a comprárselo; era el más grande, ancho y brillante de la tienda, el más capaz de proclamar su matrimonio.

– ¿Es esto lo que deseas? -le preguntó por fin.

Sus párpados parecían de cartón, su piel, dolorida y estirada.

– ¿Qué?

– Que me mantenga alejada del funeral. ¿Es eso lo que deseas, Anthony?

– Ha de ser así. Trata de comprender.

– ¿Comprender, qué?

– Que no es responsable de la persona que es ahora. No tiene control sobre lo que dice y hace. Le sale de muy dentro, Justine. Has de comprender.

– Y mantenerme alejada del funeral.

Vio el movimiento de resignación (un simple levantar y bajar uno de sus dedos) y supo la respuesta antes de que hablara.

– La herí. La abandoné. Le debo esto. Se lo debo a las dos.

– Santo Dios.

– Ya he hablado con Terence Cuff sobre el funeral que se celebrará el viernes en la iglesia de St. Stephen. Tú acudirás, y también los amigos de Elena.

– ¿Y ya está? ¿Eso es todo? ¿Así opinas sobre nuestro matrimonio, nuestra vida, mi relación con Elena?

– Esto no tiene nada que ver contigo. No te lo tomes tan a pecho.

– Ni siquiera discutiste con ella. Podrías haber protestado.

Él la miró por fin.

– Así debe ser.

Justine no dijo nada más. Notó que su resquemor aumentaba, pero se mordió la lengua. Sé sumisa, habría dicho su madre. Sé buena chica.

Puso la sexta tostada, junto con huevos duros y salchichas, en una bandeja blanca de mimbre. Las buenas chicas han de ser compasivas. Las chicas sumisas perdonan, perdonan y perdonan. No pienses en ti. Supéralo. Has de encontrar una necesidad mayor que la tuya y satisfacerla. Ese es el modelo de vida cristiano.

Pero no podía hacerlo. En la balanza simbólica que utilizaba para sopesar su comportamiento, ponía las horas perdidas que había dedicado a intentar establecer un vínculo con Elena, las mañanas que había corrido a su lado, las noches empleadas en ayudarla a redactar sus trabajos, las interminables tardes de domingo durante las que había esperado el regreso de padre e hija, de alguna excursión que Anthony había considerado esencial para recuperar el amor y la confianza de Elena.

Entró la bandeja en la salita encristalada donde su marido y Glyn estaban sentados a la mesa de mimbre. Habían picoteado gajos de pomelo y cereales durante casi media hora, y supuso que ahora harían lo mismo con los huevos, las salchichas y las tostadas.

Sabía que debía decir: «Los dos necesitáis comer», y otra Justine habría conseguido dotar de un timbre de sinceridad a las cuatro palabras. En cambio, no dijo nada. Se sentó en su lugar de costumbre, de espaldas al camino particular, frente a su marido. Le sirvió café. Él levantó la cabeza. Parecía diez años mayor que dos días antes.

– Cuánta comida-dijo Glyn-. No puedo comer. Qué desperdicio. -Contempló a Justine mientras esta quitaba la parte superior al huevo duro-. ¿Has ido a correr esta mañana? -preguntó, pero Justine no contestó-. Imagino que volverás a empezar pronto. Para una mujer es importante conservar la figura. No te has hecho ninguna operación de liposucción, ¿verdad?