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– Mientes.

– Señor…

– La considerabas un monstruo.

– No.

– Su voz y su pronunciación te molestaban, y te molestaba que no pudiera controlar el volumen de su voz, y que, cuando salíais juntos, la gente oyera aquella voz rara. Se volvían, tenían curiosidad. Y te molestaba que todos aquellos ojos se clavaran en ti. Y te avergonzabas, de ella, de ti, de sentirte molesto. No eras el gran liberal que te creías. Siempre deseabas que fuera normal, porque, si lo hubiera sido, si hubiera podido oír, no te habrías sentido como si le debieras más de lo que podías dar.

Adam experimentó un escalofrío, pero no respondió. Quiso fingir que no había escuchado aquellas palabras o, al menos, impedir que su rostro revelara hasta qué punto comprendía el significado soterrado de lo que el profesor había dicho. Comprendió que había fracasado en ambas tentativas cuando la cara de Weaver pareció desmoronarse.

– Oh, Dios -dijo el profesor.

Caminó hasta la repisa de la chimenea, donde Adam había continuado depositando la colección de sobres y mensajes. Se apoderó de todo como si le costara un tremendo esfuerzo, se dirigió a su escritorio y tomó asiento. Empezó a abrir la correspondencia poco a poco, con movimientos torpes, abrumado por veinte años de negación y culpabilidad.

Adam se sentó con sigilo. Volvió a sus notas, pero con menos éxito que antes. Sabía que debía procurar al doctor Weaver cierta tranquilidad, un poco de camaradería y afecto, pero sus veintiséis años de experiencia limitada no encontraron las palabras adecuadas para decir al otro hombre que no era ningún pecado experimentar aquellos sentimientos. El único pecado era huir de ellos.

Oyó que el profesor emitía un ruido convulsivo. Se volvió en la silla.

Vio que Weaver había abierto algunos sobres. Y aunque el contenido de tres yacía sobre su regazo y otro estaba arrugado en su puño, no miraba nada. Se había quitado las gafas y tapado los ojos con la mano. Estaba llorando.

Capítulo 16

Melinda Powell estaba a punto de entrar montada en su bicicleta en el Patio Viejo, cuando un coche de la policía se detuvo a menos de media manzana. Salió un policía uniformado, acompañado del director del Queen's College y el jefe de estudios. Los tres se quedaron hablando a la intemperie, los brazos cruzados sobre el pecho, una expresión grave y sombría en el rostro. Su aliento lanzaba nubecillas de vapor al aire. El policía asintió cuando el director dijo algo al jefe de estudios, y antes de que el policía se marchara, un ruidoso Mini entró en el sendero desde la calle Silver y aparcó detrás del otro vehículo.

Salieron dos personas, un hombre alto y rubio que llevaba un elegante abrigo de cachemira, y una mujer rechoncha envuelta en bufandas y prendas de lana. Se reunieron con los demás, el hombre rubio exhibió algún documento de identidad, y el director del College le tendió la mano. Se enzarzaron en una animada conversación, el director señaló la entrada lateral del College, y el rubio dio indicaciones al policía uniformado. Este asintió y corrió en dirección a Melinda, cuyas manos envueltas en mitones rodeaban los manillares de su bicicleta, notando que el frío del metal se introducía entre la lana tejida como chorros de humedad.

– Perdone, señorita -dijo, cuando pasó de largo y atravesó el portal que daba acceso al College.

Melinda le siguió. Había desperdiciado la mayor parte de la mañana, luchado con un trabajo que estaba escribiendo por cuarta vez, en un esfuerzo por dejar clara su teoría antes de enseñarlo a su tutor, quien sin duda se lo tiraría por los suelos, haciendo gala una vez más de su habitual sadismo académico. Era cerca de mediodía, y aunque era normal ver a miembros del College paseando por el Patio Viejo a estas horas, cuando Melinda salió del pasadizo flanqueado por las torres que conducía a Queen's Lane vio a varios grupos de estudiantes que sostenían conversaciones en voz baja en el sendero que corría entre los dos rectángulos de césped, mientras un grupo más numeroso se había congregado ante la puerta de la escalera situada a la izquierda de la torrecilla norte.

El policía desapareció por esa puerta antes de detenerse un momento para contestar a una pregunta. Melinda desfalleció al presenciar la escena. Notó la bicicleta pesada, como si una cadena oxidada dificultara su manejo, y alzó la vista hacia el último piso del edificio, en un esfuerzo por escudriñar las ventanas de aquella habitación deforme encajada bajo el alero.

– ¿Qué sucede? -preguntó a un chico que pasaba. Llevaba un anorak azul cielo y una gorra a juego, con las palabras «Ski Bulgaria» impresas en rojo.

– Una corredora -respondió el muchacho-. Se la han cargado esta mañana.

– ¿Quién?

– Otra tía de «Liebre y Sabuesos», según dicen.

Melinda notó que la cabeza le daba vueltas.

– ¿Te encuentras bien? -oyó que él preguntaba, pero no respondió, sino que empujó la bicicleta, aturdida, hacia la puerta que daba a la escalera de Rosalyn Simpson.

– Me lo prometió -susurró Melinda para sí. Por un momento, la monstruosa naturaleza de la traición de Rosalyn le resultó aún más devastadora que la muerte.

No le había arrancado la promesa en la cama, cuando las decisiones desfallecen en presencia del deseo. Tampoco había provocado un lacrimógeno enfrentamiento, utilizando los puntos débiles de Rosalyn como herramientas de una fructífera manipulación. Había optado por el diálogo (intentando mantener la calma, sin caer en el pánico y la histeria que repugnarían a Rosalyn, si no conseguía controlarlos) y urgió a su amante a reflexionar sobre los peligros de continuar corriendo mientras un asesino andara suelto. Esperaba resistencia, sobre todo porque sabía cuánto lamentaba Rosalyn la anterior promesa impulsiva que la había llevado a Oxford el lunes por la mañana, pero, en lugar de una discusión o una negativa tajante a hablar del tema, Rosalyn había accedido. No volvería a correr hasta que descubrieran al asesino, o, si corría, no lo haría sola.

Se habían despedido a medianoche. Aún eran una pareja, pensó Melinda, aún estaban enamoradas… Sin embargo, no habían hecho el amor en todo el martes, como ella había imaginado, celebrando que Rosalyn hubiera anunciado al mundo sus preferencias en materia sexual. No había salido así. Rosalyn había aducido agotamiento, un trabajo que debía preparar y la necesidad de estar sola para asumir la muerte de Elena Weaver. Simples excusas, comprendía Melinda ahora, el principio del fin entre ellas.

¿Acaso no ocurría siempre igual? La locura amorosa del principio. Las citas, las esperanzas. La creciente intimidad. El deseo de sueños compartidos. La gozosa comunicación. Y, por fin, el desengaño. Pensaba que Rosalyn sería diferente, pero ahora ya estaba claro: era falsa y mentirosa, como todas las demás.

Puta, pensó. Puta. Prometiste y mentiste, ¿sobre qué más mentiste, con quién más te acostaste, te acostaste con Elena?

Apoyó la bicicleta contra el muro, indiferente a que las normas del College lo prohibieran, y se abrió paso entre la multitud. Vio que un conserje montaba guardia dentro de la entrada, impidiendo el paso a los curiosos, con aspecto sombrío, irritado y disgustado al mismo tiempo.

– Un disparo -le oyó decir, por encima de los murmullos-. En plena cara.

Y su cólera se disipó en cuanto escuchó aquellas sencillas palabras.

Un disparo. En plena cara.

Melinda descubrió que se estaba mordiendo sus dedos enguantados. En lugar del conserje apostado en la puerta del Patio Viejo, vio a Rosalyn, su rostro y su cuerpo destrozados, desintegrados ante ella en una nube de pólvora, fuego y sangre. Y, a continuación, apareció la horrible certeza de quién lo había hecho, y por qué, y de que su vida pendía de un hilo.