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Escrutó los rostros de los estudiantes que la rodeaban, en busca del rostro que escrutaría el suyo. No lo vio, pero eso no significaba que estuviera lejos. Podía encontrarse tras una ventana, espiando sus reacciones. Habría descansado un poco después del esfuerzo, pero su intención sería consumar la tarea.

Sintió que sus muslos se tensaban en respuesta a la exigencia de huir que dictaba su mente. Al mismo tiempo, comprendió que era imprescindible aparentar calma, porque, si daba media vuelta y se ponía a correr delante de todo el mundo (sobre todo si alguien esperaba a que diera el primer paso), estaba perdida.

¿Adónde voy?, se preguntó. Dios mío, Dios mío, ¿adónde voy?

El grupo de estudiantes empezó a dispersarse cuando se oyó una voz masculina por encima de las demás.

– Apartaos, por favor. Havers, haga esa llamada a Londres, por favor.

El hombre rubio que había visto en Queen's Lane se abrió paso entre el grupo reunido ante la puerta, mientras su compañera se dirigía hacia la sala de descanso de los estudiantes.

– El conserje ha dicho que fue un disparo -dijo alguien en voz alta cuando el rubio subió el único peldaño que daba acceso al edificio. Al instante, el hombre lanzó al conserje una mirada de censura, si bien no dijo nada.

– Me han dicho que le destrozó el estómago -dijo un joven con la cara cubierta de granos.

– No, fue en la cara -contestó otro.

– Antes la violaron…

– La ataron…

– Le cortaron las tetas y…

El cuerpo de Melinda entró en acción. Se giró en redondo y se abrió paso a codazos entre la muchedumbre. Si era lo bastante rápida, si no se paraba a pensar adónde iba y cómo lo lograría, si conseguía llegar a su habitación, coger un mochila, un poco de ropa y el dinero que su madre le había enviado por su cumpleaños…

Corrió hacia la escalera situada a la derecha de la torrecilla sur. Abrió la puerta y subió la escalera como una exhalación. Solo quería escapar, casi sin respirar, casi sin pensar.

Alguien gritó su nombre cuando llegó al segundo rellano, pero no hizo caso y continuó hacia arriba. Estaba la casa de su abuela en West Sussex, pensó. Un tío abuelo vivía en Colchester, y su hermano en Kent. Nada le parecía lo bastante seguro, lo bastante alejado. Ninguno de sus parientes le parecían capaces de ofrecerle la protección que necesitaría de un asesino que parecía conocer por anticipado los movimientos, los pensamientos y los planes. De hecho, era un asesino que, incluso en este mismo momento, podía estar acechando…

Llegó al último piso y se detuvo ante la puerta, consciente del peligro que podía aguardar detrás. Se le aflojaron las tripas y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Aplicó el oído a la blanca hoja de la puerta, pero esta se limitó a amplificar su respiración entrecortada.

Quería huir, necesitaba esconderse, pero antes tenía que recoger aquel dinero.

– Jesús -susurró-. Oh, Dios. Oh, Dios.

Extendió la mano hacia el pomo. Abrió la puerta. Si el asesino estaba dentro, chillaría como un demonio.

Contuvo la respiración y empujó la puerta con el hombro. Se abrió del todo. Golpeó contra la puerta. Obtuvo una vista general de la habitación. El cuerpo de Rosalyn yacía en su cama.

Melinda empezó a chillar.

Glyn Weaver se colocó a la izquierda de la ventana de la habitación de su hija y apartó la tela transparente del cristal para ver sin obstáculos el jardín delantero. El perdiguero mostraba el nerviosismo previo a un buen paseo. Daba vueltas alrededor de Justine, que se había puesto un chándal y zapatillas de deporte para realizar los ejercicios preparativos. Había sacado la correa del perro, y Townee la cogió de la hierba durante una de sus carrerillas. La paseó como una bandera. Hizo toda clase de cabriolas.

Elena le había enviado una docena de fotos del perro: un cachorrito dormido sobre su regazo, un poco más crecido, buscando sus regalos tras el árbol de Navidad, en casa de su padre, un ágil adolescente que salvaba de un brinco un muro de piedra seca. En el dorso de cada foto había escrito la edad de Townee (seis semanas y dos días; cuatro meses y ocho días; ¡hoy cumple diez meses!), como una madre mimosa. Glyn se preguntó si habría hecho lo mismo con el hijo que llevaba en su seno, o si habría optado por el aborto. Al fin y al cabo, un niño era diferente de un perro. Independientemente de los motivos que la hubieran impulsado a quedarse embarazada, pues Glyn conocía lo bastante a su hija para saber que el embarazo de Elena debía ser un acto premeditado, Elena no era tan idiota para creer que un hijo no cambiaría su vida. Los hijos siempre alteraban la vida de la gente de incontables formas, y su devoción nunca era tan constante como la de un perro. Pedían y pedían, y casi nunca daban. Solo los adultos casi desprovistos de egoísmo podían disfrutar continuamente la sensación de ser despojados de todos los recursos y sueños.

¿Y cuál era la recompensa? La nebulosa esperanza de que aquel ser, aquel individuo completo sobre el cual se carecía por completo de control, no cometiera los mismos errores, no repitiera las mismas pautas, no padeciera los mismos sufrimientos de sus padres.

Justine se estaba sujetando el pelo en la nuca. Glyn tomó nota de que, para ello, utilizaba un pañuelo que hacía juego con el chándal y las zapatillas. Se preguntó si Justine salía de casa alguna vez sin un conjunto impecable, y rió por lo bajo al verla. Aunque deseara criticarla por ir a entrenarse dos días después del asesinato de su hijastra, no podía condenarla por la elección del color. Era muy apropiado.

Qué hipócrita, pensó Glyn, y torció los labios. Se apartó para no verla.

Justine había salido de casa sin despedirse, elegante, fría y majestuosa, pero ya no tan controlada como deseaba. El enfrentamiento de la mañana durante el desayuno había terminado con eso, y la mujer verdadera había surgido tras el disfraz de anfitriona y esposa perfecta de un profesor. Ahora iría a correr, para tonifica aquel cuerpo adorable y seductor, para segregar un sudor que oliera a rosas.

Pero había algo más. Tenía que correr. Y tenía que esconderse. Porque la verdad oculta tras la Justine Weaver ficticia se había desvelado aquella mañana, en aquel fugaz momento en que sus facciones, por lo general cándidas e inocentes, transparentaron un sentimiento de culpabilidad. La verdad había surgido.

Había odiado a Elena. Y ahora que iba a correr, Glyn se dedicaría a buscar las pruebas capaces de demostrar que, tras la fachada de buenos sentimientos de Justine, se agazapaba la desesperación de una asesina.

Oyó que los alegres ladridos del perro se alejaban hacia Adams Road. Por fin se habían marchado. Glyn estaba decidida a aprovechar cada segundo de su ausencia.

Se encaminó a toda prisa hacia el dormitorio principal, con sus elegantes muebles daneses y lámparas de latón. Se acercó al largo tocador y empezó a abrir cajones.

– Georgina Higgins-Hart. -El agente de cara de comadreja consultó su libreta, cuya cubierta estaba manchada de algo muy parecido a salsa de pizza-. Miembro de «Liebre y Sabuesos». Se preparaba para la licenciatura en Literatura del Renacimiento. Nacida en Newcastle. -Cerró la libreta-. El director del colegio y el jefe de estudios identificaron el cadáver sin la menor duda, inspector. La conocían desde que llegó a Cambridge, hace tres años.

El agente montaba guardia ante la puerta cerrada del dormitorio de la muchacha, con las piernas abiertas, los brazos cruzados sobre el pecho, y su expresión, que oscilaba entre la autocomplacencia y la burla, indicaba hasta qué punto consideraba responsable de este último asesinato a la incompetencia de la New Scotland Yard.

– ¿Tiene la llave, agente? -se limitó a preguntar Lynley, y la cogió cuando el hombre se la tendió.

Observó que Georgina había sido una fanática de Woody Allen, y que la mayor parte del espacio libre de las paredes estaba dedicada a los carteles de sus películas. Las estanterías dedicadas a libros ocupaban el resto, y sobre ellas descansaba una ecléctica colección de sus pertenencias, desde una serie de muñecas antiguas Raggedy Ann hasta una cuidadosa elección de vinos. Había dispuesto los pocos libros que tenía sobre la repisa de la chimenea empotrada. Una palma en miniatura los sujetaba por cada lado.