Después de cerrar la puerta, Lynley se sentó sobre el borde de la cama. Estaba cubierta por un edredón rosa, con un gran ramo de peonías amarillas bordado en el centro. Sus dedos recorrieron el dibujo de flores y hojas, mientras su mente recorría las pautas de los dos asesinatos.
De entrada, aparecían los detalles más obvios: una segunda corredora de «Liebre y Sabuesos», una segunda chica, una segunda víctima que era alta, delgada y de pelo largo, sorprendida en la penumbra del amanecer. Esas eran las similitudes superficiales. Pero, si los asesinatos estaban relacionados, tenían que existir otras.
Y existían, por supuesto. La más patente era que Georgina Higgins-Hart, al igual que Elena Weaver, estaba relacionada con la facultad de Inglés. Aunque ya se había graduado, Lynley no podía pasar por alto el hecho de que, en su cuarto curso universitario, habría conocido a muchos profesores, a casi todos los adjuntos, y a todas las personas interesadas en su campo, la literatura del Renacimiento, las obras, tanto europeas como británicas, escritas en los siglos catorce, quince y dieciséis. Sabía las deducciones a las que llegaría Havers cuando se enterara, y no podía negar la relación existente.
Pero tampoco podía pasar por alto que Georgina Higgins-Hart era miembro del Queen's College, ni lo que el Queen's College implicaba, además.
Se levantó y caminó hacia el escritorio encajonado en un hueco, de cuyas paredes colgaba una colección de fotogramas de El dormilón, Bananas y Toma el dinero y corre. Estaba leyendo el primer párrafo de un ensayo sobre Cuento de invierno, cuando la puerta se abrió y Havers entró.
Se reunió con él junto al escritorio.
– ¿Y bien?
– Es Georgina Higgins-Hart. Literatura del Renacimiento.
Intuyó su sonrisa cuando la sargento identificó el período con su autor más representativo.
– Lo sabía. Lo sabía. Hemos de volver a su casa y buscar esa escopeta, inspector. Sugiero que Sheehan nos preste a unos cuantos de sus chicos para poner patas arriba su guarida.
– No pensará que un hombre de la inteligencia de Thorsson se cargue a una chica y luego guarde el arma entre sus cosas. Sabe que sospechamos de él, sargento. No es tan idiota.
– No hace falta que sea idiota. Basta con que esté desesperado.
– Además, como apuntó Sheehan, está a punto de abrirse la temporada del faisán. Las escopetas abundan. No me sorprendería averiguar que en la universidad existe una asociación de devotos de la caza. Si encuentra una guía del estudiante sobre la repisa, compruébelo.
Havers no se movió.
– ¿Insinúa que los dos asesinatos no están relacionados?
– De ninguna manera. Todo lo contrario, pero no necesariamente de la manera más obvia.
– Pues ¿cómo? ¿Qué otra relación puede existir, sino la más obvia, que nos han servido en bandeja de plata? De acuerdo, sé que hay otra relación que tener en cuenta, porque también corría. Y también sé que, en general, se parecía a la Weaver, pero la verdad, inspector, intentar basar un caso en esos dos hechos parece mucho más difícil que basarlo en Thorsson. -Dio la impresión de que intuía la inclinación de Lynley a contradecir su punto de vista, y prosiguió con más insistencia-. Sabemos que existía algo de verdad en las acusaciones de Elena Weaver contra Thorsson. Lo ha demostrado esta misma mañana. Si la estaba acosando, ¿por qué no también a esa chica?
– Hay otra relación, Havers. Además de Thorsson. Además de correr.
– ¿Cuál?
– Gareth Randolph. Es miembro del Queen's.
La información no pareció complacer ni intrigar a Havers.
– Muy bien. En efecto. ¿Y su móvil, inspector?
Lynley jugueteó con los objetos esparcidos sobre el escritorio de Georgina. Los catalogó mentalmente y reflexionó sobre la pregunta de su sargento, con la intención de madurar una respuesta hipotética que se adaptara a ambos asesinatos.
– Quizá se trate de un rechazo primario que ha contaminado el resto de su vida.
– ¿Elena Weaver le dio calabazas, él la mató, y después, al descubrir que un solo asesinato no bastaba para borrar el rechazo de su recuerdo, necesita matar una y otra vez, sea donde sea? -Havers no hizo nada para disimular su incredulidad. Pasó la mano por su cabeza, agarró un mechón y tiró de él nerviosamente-. No me lo trago, señor. Los métodos son demasiado diferentes. Puede que la Weaver muriera en un ataque bien planeado, pero «ataque» es la palabra clave. Una rabia auténtica impulsaba al criminal, al deseo de hacer daño, además de matar. Este otro… -Agitó la mano sobre el escritorio, como si los libros y papeles diseminados simbolizaran la muerte de la segunda muchacha-. Creo que este se cometió por la necesidad de eliminar. Hazlo deprisa, hazlo sin complicaciones, pero hazlo.
– ¿Por qué?
– Georgina estaba en «Liebre y Sabuesos». Probablemente conocía a Elena, y, de ser así, también es probable que conociera las intenciones de Elena.
– Acerca de Thorsson.
– Y tal vez Georgina Higgins-Hart era la prueba que Elena necesitaba para corroborar la acusación de acoso sexual. Tal vez Thorsson lo sabía. Si fue a discutir del asunto con Elena el jueves por la noche, quizá la chica le dijo que no iba a ser la única en acudir a las autoridades. Y, de ser así, ya no iba a ser solo su palabra contra la de él. Iba a ser la de él contra la de ellas. No lo tenía muy bien, ¿verdad, inspector? Habría despertado la animosidad del personal.
Lynley se vio obligado a admitir que la hipótesis de Havers era más realista que la suya. En cualquier caso, a menos que encontraran una prueba concluyente, estaban atados de pies y manos. La sargento pareció intuir sus pensamientos.
– Tenemos las fibras negras -insistió-. Si coinciden con sus ropas, ya le tenemos.
– ¿De veras cree que Thorsson nos hubiera entregado sus cosas esta mañana, independientemente de su estado de ánimo, si hubiera abrigado la menor sospecha de que coincidirían con las fibras encontradas en el cuerpo de Elena Weaver? -Lynley cerró un libro abierto sobre el escritorio-. Sabe que no existen pruebas a ese respecto, Havers. Necesitamos otra cosa.
– El arma utilizada contra Elena.
– ¿Ha localizado a St. James por teléfono?
– Aparecerá a eso del mediodía de mañana. Estaba liado con un no-sé-qué polimórfico, murmuró algo sobre isoenzimas y de que tenía los ojos cansados de mirar por el microscopio durante más de una semana. La distracción le sentará bien.
– ¿Eso dijo?
– No. En realidad, dijo: «Dile a Tommy que me las pagará», pero eso es muy propio de ustedes dos, ¿no?
– Ya lo creo.
Lynley estaba mirando la agenda de Georgina. Era menos activa que Elena Weaver, pero, al igual que esta, llevaba un registro de sus citas. En la lista se incluían los seminarios y las evaluaciones, por el tema y por el nombre del supervisor. También constaba «Liebre y Sabuesos». Solo tardó un momento en comprobar que el nombre de Lennart Thorsson no salía, ni nada parecido al pececillo que Elena había dibujado con regularidad en su calendario. Lynley pasó todas las páginas de la agenda, en busca de algo que sugiriera el tipo de intriga que implicaba el pez, pero no había nada. Si Georgina Higgins-Hart tenía secretos, no los había confiado al volumen.
En realidad, contaban con muy poco para seguir adelante. Una serie de conjeturas indemostrables, a lo sumo. Hasta que Simón Allcourt-St. James llegara a Cambridge, y a menos que les proporcionara algo más sobre lo cual trabajar, dependían de las escasas evidencias reunidas hasta el momento.