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Capítulo 17

Rosalyn Simpson contempló cómo Melinda continuaba embutiendo sus pertenencias en dos mochilas. Tenía la dolorosa sensación de que algo inevitable iba a producirse. Melinda sacó de un cajón calcetines largos hasta la rodilla, ropa interior, medias y tres batas; de otro, una bufanda de seda, dos cinturones y cuatro camisetas; de un tercero, su pasaporte y una sobada guía Michelin de Francia. Después, se dirigió al ropero y extrajo dos pares de tejanos, un par de sandalias y una falda a cuadros. Tenía la cara congestionada de llorar, y resollaba mientras guardaba las cosas. De vez en cuando, se le escapaba un sollozo entrecortado.

– Melinda. -Rosalyn intentó adoptar un tono tranquilizador-. Te estás comportando de una manera irracional.

– Pues yo creo lo mismo de ti.

Esta había sido su respuesta más frecuente durante la última hora, una hora que había empezado con su chillido de terror, pronto transformado en sollozos desgarradores, y concluida con la ciega determinación de abandonar Cambridge cuanto antes, con Rosalyn a remolque.

No había existido forma de razonar con ella, y aunque la hubiera encontrado, Rosalyn se sentía falta de energías. Había pasado una noche espantosa, dando vueltas en la cama, mientras la culpa extendía sus tentáculos sobre la piel de su conciencia, y lo último que deseaba en ese momento era una escena de reproches, recriminaciones y promesas consoladoras con Melinda. Fue lo bastante prudente para no mencionarlo. Solo contó a Melinda parte de la verdad: no había dormido bien la noche anterior; tras regresar de una clase práctica matutina había acudido a la habitación de Melinda porque no tenía otro sitio donde ir a descansar, ya que el conserje le había impedido el paso a su propia escalera; se había quedado dormida y no despertó hasta que la puerta chocó contra la pared y Melinda empezó a gritar como una posesa. Ignoraba que aquella mañana habían matado a otra corredora. El portero se había limitado a decirle que la escalera estaría cerrada un rato. Nadie del College se había enterado de la noticia. Pero, si habían asesinado a alguien de su escalera, sabía que solo podía ser Georgina Higgins-Hart, el único miembro de «Liebre y Sabuesos» que vivía en aquella parte del edificio.

– Pensé que eras tú -sollozó Melinda-. Me prometiste que no correrías sola, pero creí que lo habías hecho de todas formas, porque estabas enfadada conmigo por haber insistido en que contaras a tus padres lo nuestro. Pensé que eras tú.

Rosalyn se dio cuenta de que estaba algo enfadada. Era auténtico resentimiento, que prometía convertirse en total desagrado. Intentó olvidarlo.

– ¿Por qué iba a hacerte enfadar así? No corrí sola. No corrí en absoluto.

– Te persigue, Ros. Nos persigue a las dos. Iba a por ti, pero en cambio la cazó a ella. No ha terminado con nosotras, y hemos de huir.

Había sacado una hucha escondida en una caja de zapatos. Había sacado las mochilas del fondo de una estantería del ropero. Había guardado su voluminosa provisión de cosméticos en una caja de plástico. Y ahora estaba convirtiendo en cilindros los tejanos para meterlos en la bolsa de lona, junto con todo lo demás. Cuando se encontraba en este estado era imposible hablar con ella, pero Rosalyn quiso intentarlo una vez más.

– Melinda, esto es absurdo.

– Te dije anoche que no hablaras con nadie de ello, ¿verdad?, pero tú no me escuchaste. Siempre has de salirte con la tuya. Y mira lo que has conseguido.

– ¿Qué?

– Esto. Necesitamos huir, y no tenemos adónde. Si hubieras pensado, por una vez… Si te hubieras parado a reflexionar… Ahora está esperando, Ros. No tiene prisa. Sabe dónde encontrarnos. Es como si le hubieras invitado a volarnos en pedazos. Bien, pues no ocurrirá. No pienso esperar a que venga por mí. Ni tú tampoco. -Sacó otros dos jerséis de un cajón-. Somos casi de la misma talla. No hará falta que vayas a tu habitación a coger la ropa.

Rosalyn se acercó a la ventana. Un solitario profesor del College paseaba por el jardín. Hacía mucho rato que la multitud de curiosos se había dispersado, así como la policía; costaba creer que otra corredora hubiera sido asesinada aquella mañana, era imposible creer que este segundo asesinato estuviera relacionado con la conversación que había sostenido anoche con Gareth Randolph.

Melinda y ella, protestando, discutiendo y gritando durante todo el trayecto, habían recorrido las escasas manzanas que las separaban de Estusor y le habían encontrado en su despacho. Como carecían de intérprete, se habían comunicado mediante la pantalla de un ordenador. Rosalyn recordó que el aspecto de Gareth era espantoso. Tenía los ojos hinchados, la piel cerúlea, no se había afeitado. Parecía gravemente enfermo, agotado y en las últimas. Pero no parecía un asesino.

Pensaba que habría presentido si Gareth representaba un peligro para ella. La tensión le habría traicionado. Habría dado muestras de pánico si ella le hubiera dicho lo que sabía sobre el asesinato de la mañana anterior. Sin embargo, solo demostró ira y dolor. Al ver su estado, comprendió que había estado enamorado de Elena Weaver.

Había experimentado unos celos sorprendentes e irracionales. Que alguien, aunque fuera un hombre, la amara tanto que soñara con ella, pensara en ella y anhelara una vida en común…

Al observar a Gareth Randolph, al ver sus manos moverse sobre el teclado mientras lanzaba sus preguntas y respondía a las suyas, comprendió que ella deseaba un futuro convencional, como todo el mundo. Este deseo inesperado vino acompañado de una oleada de culpabilidad. Bordeaba los límites de la traición. Su cólera se desató al percibir las jugarretas de su conciencia. ¿Cómo iba a ser una traición aspirar a las perspectivas más normales que la vida ofrecía a todo el mundo?

Volvieron a su habitación. Melinda estaba de un humor de perros. No quería que Rosalyn hablara con nadie sobre la isla de Robinson Crusoe, y hasta el compromiso de hablar con Gareth Randolph en lugar de con la policía había sido insuficiente para aplacar su disgusto. Rosalyn sabía que solo la seducción lograría que Melinda recobrara el buen humor. Y sabía muy bien cómo se desarrollaría la escena: ella, en el papel de suplicante sexual, y Melinda condescendiendo a regañadientes. Sus solícitos avances acabarían por fundir la indiferencia de Melinda, en tanto las reacciones lánguidas y desinteresadas de Melinda la mantendrían en su sitio. Tendría lugar la delicada danza de expiación y castigo que tantas veces interpretaban. Cada movimiento se engarzaría con el siguiente, y cada una demostraría de alguna forma su mutuo amor. Si bien el éxito de la seducción solía deparar unos instantes de gratificación, el proceso se le había antojado anoche de lo más agotador.

Había aducido cansancio, un trabajo, la necesidad de descansar y pensar. Y cuando Melinda la dejó, con una mirada de reproche antes de cerrar la puerta, Rosalyn experimentó un alivio extraordinario.

Sin embargo, no le había servido de mucho para conciliar el sueño. La satisfacción de estar sola no impidió que se revolviera en la cama y tratara de borrar de su mente todos los elementos de su vida que la estaban socavando.

Hiciste una elección, se dijo. Eres lo que eres. Nada ni nadie puede cambiarlo.

Pero lo deseaba con todas sus fuerzas.

– ¿Por qué no piensas en nosotras? -decía Melinda-. Nunca lo haces, Ros. Yo, sí. Siempre. Pero tú, no. ¿Porqué?

– Esto trasciende nuestra relación.

Melinda detuvo sus preparativos, con un par de calcetines enrollados en la mano.

– ¿Cómo puedes decir eso? Te pedí que no hablaras con nadie. Dijiste que tenías que hablar, fuera como fuera. Ahora, otra chica ha muerto. Otra corredora. Una corredora de tu escalera. Él la siguió, Ros. Pensó que eras tú.

– Eso es realmente absurdo. No tiene motivos para hacerme daño.

– Debiste decirle algo sin creer que era importante, pero él supo a qué te referías. Quiso matarte. Y como yo fui contigo, también quiere matarme. Bien, no le daré la oportunidad. Si no te da la gana pensar en nosotras, yo lo haré. Nos abrimos hasta que le enganchen. -Cerró la cremallera de la mochila y la tiró sobre la cama. Fue al ropero en busca de su abrigo, bufanda y guantes-. Primero, cogeremos el tren a Londres. Nos quedaremos cerca de Earl's Court hasta que consiga dinero para…