– ¿Dónde? -insistió Havers.
– En su casa.
– ¿Le dijo que pasó toda la noche en casa?
Sus manos se cerraron con mayor fuerza sobre los guantes arrugados.
– Sí.
– ¿No se marchó en ningún momento? ¿No fue a ver a nadie? -siguió interrogando Havers.
– ¿A ver a alguien? ¿A quién? ¿A quién querría ver? Yo estaba en una reunión. Volví a casa muy tarde. No había pasado, no había telefoneado. Cuando llamé, no contestó, pero supuse… Yo soy la única con quien sale. La única. De modo que… -Bajó los ojos. Se puso los guantes con ciertas dificultades-. Yo soy la única…
Se encaminó hacia la puerta, se volvió una vez como si fuera a añadir algo, y se marchó. La puerta quedó abierta cuando la joven salió. Un viento frío y húmedo se coló de inmediato en el interior del local.
Havers cogió la taza y la levantó, como saludando la partida de la muchacha.
– Un gran tipo, nuestro Lenny.
– No es el asesino -respondió Lynley.
– No, no lo es. Al menos, no es el de Elena.
Penélope abrió la puerta cuando Lynley llamó al timbre de Bulstrode Gardens a las siete y media de aquella noche. Llevaba a la niña apoyada en el hombro, y aunque solo vestía bata y zapatillas, se había lavado el pelo y caía sobre sus hombros, formando suaves olas. El aire que la rodeaba olía a polvos frescos.
– Hola, Tommy -dijo.
Le condujo a la sala de estar. Había varios volúmenes gruesos abiertos sobre el sofá, en dura competencia con un Colt 45 en miniatura, un sombrero vaquero y un montón de ropa recién lavada que consistía, sobre todo, en pijamas y pañales.
– Anoche despertaste mi interés sobre Whistler y Ruskin -dijo Penélope, indicando los volúmenes, que eran libros de arte-. La disputa entre ellos forma parte ya de la historia, pero hacía años que no pensaba en eso. Whistler fue un gran luchador. Con independencia de la opinión que merezca su obra, bastante controvertida en su tiempo (basta pensar en la sala Peacock de la mansión Leyland), es imposible negarle la admiración.
Se acercó al sofá, ahuecó el montón de colada y depositó sobre ella a la niña, que gorjeó y pataleó alegremente. Desenterró un libro de debajo de la pila.
– Aquí se incluye parte de la transcripción del juicio. Imagínate lo que supone acusar de difamación al crítico de arte más importante de su tiempo. No creo que nadie tuviera hoy los redaños de hacerlo. Escucha su juicio sobre Ruskin. -Cogió el libro y recorrió la página con el dedo-. Aquí está: «No solo me opongo a la crítica cuando es hostil, sino cuando es incompetente. Sostengo que nadie, excepto un artista, puede ser un crítico competente». -Lanzó una carcajada y se apartó el pelo de las mejillas. Era un gesto muy parecido a otro de Helen-. ¿Te imaginas decir eso de John Ruskin? Whistler era muy arrogante.
– ¿Decía la verdad?
– Creo que su juicio es cierto y aplicable a toda crítica artística, Tommy. En el caso de la pintura, un artista basa su juicio sobre una obra en el conocimiento que ha extraído de la educación y la experiencia. Un crítico de arte, cualquier crítico, trabaja a partir de un marco histórico de referencia, cosa que ya se ha hecho, y a partir de la teoría, cosa que debería hacerse ahora. Eso es lo que cuenta: teoría, técnica y un buen conocimiento de los rudimentos básicos. Sin embargo, solo un artista es capaz de comprender realmente a otro artista y a su obra.
Lynley se acercó al sofá, donde un libro estaba abierto por Nocturno en negro y oro: la caída del cohete.
– De su obra solo conozco el retrato de su madre -dijo.
Penélope hizo una mueca.
– Ser recordado por una obra espantosa, y no por estas. De todos modos, soy injusta. El retrato de su madre era un buen estudio de composición y color…, o la falta de luz y color, pero los cuadros de ríos son espléndidos. Fíjate. Poseen una cierta gloria, ¿no? Qué gran desafío es pintar la oscuridad, ver sustancia en las sombras.
– O en la niebla -musitó Lynley.
Penélope levantó la vista del libro.
– ¿La niebla?
– Sarah Gordon se disponía a pintar en medio de la niebla cuando encontró el cadáver de Elena Weaver, el lunes por la mañana. Ese detalle me bloquea cuando reflexiono sobre su papel en lo ocurrido. ¿Crees que pintar la niebla es lo mismo que pintar la oscuridad?
– Yo diría que no hay mucha diferencia.
– ¿Significaría un nuevo estilo, como en Whistler?
– Sí, pero es normal que los artistas cambien de estilo. Basta con pensar en Picasso. El período azul. El cubismo. Siempre estaba experimentando.
– ¿Como un desafío?
Penélope acercó otro volumen. Estaba abierto por Nocturno en azul y plata, la plasmación nocturna del Támesis y el puente de Battersea llevada a cabo por Whistler.
– Desafío, maduración, aburrimiento, necesidad de cambiar, una idea momentánea que da lugar a un compromiso a largo plazo. Los artistas cambian de estilo por muy diversas razones.
– ¿Y Whistler?
– Creo que veía arte donde otra gente no veía nada, pero en ello reside la grandeza del artista, ¿verdad?
Ver arte donde otra gente no ve nada. Comprendió con cierta sorpresa que era la conclusión más lógica que se desprendía de los hechos, y que hasta él hubiera podido extraerla.
Penélope pasó algunas páginas más. Un coche se detuvo en el camino particular. Una puerta se abrió y cerró. La mujer levantó la cabeza.
– ¿Qué le pasó a Whistler? -preguntó Lynley-. No recuerdo si ganó el caso contra Ruskin.
Los ojos de Penélope estaban clavados en las cortinas, que estaban corridas. Los desvió hacia la puerta principal cuando los pasos se acercaron a ella. La grava del camino crujió.
– Ganó y perdió -contestó-. El jurado le concedió un cuarto de penique por daños y perjuicios, pero tuvo que pagar los costes del juicio y terminó arruinado.
– ¿Y después?
– Pasó en Venecia una temporada, no pintó nada y trató de destruirse entre orgías y desenfrenos. Regresó a Londres y siguió destruyéndose.
– ¿No lo consiguió?
– No. -Sonrió-. Se enamoró. De una mujer que le correspondió. Lo cual ayuda a olvidar pasadas injusticias, ¿no? No es posible concentrarse en la autodestrucción cuando el otro adquiere una importancia mucho mayor.
La puerta principal se abrió. Oyeron que alguien se quitaba el abrigo y lo colgaba del perchero. A continuación, más pasos. Después, Harry Rodger se detuvo en la puerta de la sala de estar.
– Hola, Tommy -dijo-. No tenía ni idea de que estabas en la ciudad.
No se movió. Parecía molesto por su traje arrugado y la corbata manchada. Aferraba una bolsa de deporte abierta, por la cual asomaba el puño de una camisa blanca.
– Tienes mejor aspecto -dijo a su mujer. Avanzó unos pasos, bajó los ojos hacia el sofá y vio los libros-. Entiendo.
– Tommy se interesó anoche por Whistler y Ruskin.
– ¿De veras?
Rodger lanzó una fría mirada en dirección a Lynley.
– Sí. -Penélope prosiguió-. Había olvidado lo interesante que fue la situación suscitada entre ellos…
– Mucho.
Penélope levantó poco a poco una mano, como si quisiera comprobar el estado de su cabello. Leves arrugas se marcaron en las comisuras de su boca.
– Iré a buscar a Helen -dijo a Lynley-. Está leyendo a los gemelos. No te habrá oído llegar.
Cuando salió, Rodger se quedó de pie ante el sofá. Pasó las yemas de los dedos sobre la frente de la niña, como dispuesto a bendecirla.
– Creo que deberíamos llamarte Lienzo -dijo, y recorrió la suave mejilla del bebé con su dedo índice-. A mamá le gustaría, ¿verdad?
Miró a Lynley y su boca se curvó en una sonrisa sardónica.
– La gente suele tener otros intereses, además de los relacionados con la familia, Harry -dijo Lynley.
– Intereses secundarios. La familia es lo primero.