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– La vida no es tan estricta. La gente no siempre se adapta a moldes ultraconservadores.

– Pen es una esposa. -Rodger hablaba con voz apacible, pero dura y decidida, como una roca-. También es una madre. Tomó esa decisión hace más de cuatro años. Eligió ser la columna vertebral de la familia, no alguien que deja a su hija sobre un montón de ropa, se pone a hojear sus libros de arte y se regodea, en el pasado.

Era una condenación que Lynley consideró particularmente injusta, teniendo en cuenta el interés renovado de Penélope por el arte.

– De hecho, yo la animé a ello ayer.

– Bien. Entendido, pero esa parte de su vida ha terminado para siempre, Tommy.

– ¿Y quién lo ha decidido?

– Sé lo que estás pensando. Te equivocas. Ambos decidimos lo que era más importante, pero ahora no lo acepta. No quiere adaptarse.

– ¿Por qué ha de hacerlo? La decisión no está grabada a fuego sobre su piel, ¿verdad? ¿Por qué no puede compaginar las dos cosas? La carrera y la familia.

– Nadie gana en una situación como esa. Todo el mundo sufre.

– ¿En lugar de solo Pen?

El rostro de Rodger se demudó ante la afrenta, pero el tono de su voz siguió siendo razonable.

– He visto lo que les ha ocurrido a mis colegas, Tommy, aunque puede que tú no. Las mujeres siguen su camino y la familia se disuelve. Y aunque eso no sucediera, aunque Penélope pudiera compaginar los roles de esposa, madre, ama de casa y conservadora de arte sin volvernos locos a todos, cosa que no puede, por cierto, por eso dejó el trabajo en el Fitzwilliam cuando los gemelos crecieron; aquí tiene todo lo que necesita. Un marido, unos buenos ingresos, una casa decente y tres niños sanos.

– Eso no siempre es suficiente.

Rodger lanzó una áspera carcajada.

– Hablas igual que ella. Ha perdido su personalidad, dice. Es una simple extensión de los demás. Una mentira despreciable. Lo que ha perdido son cosas. Lo que sus padres le dieron. Lo que tenía cuando los dos trabajábamos. Cosas. -Dejó caer la bolsa del deporte al lado del sofá y se frotó la nuca-. He hablado con su médico. Dale tiempo, me ha dicho. Es la depresión posparto. Volverá a ser la de siempre dentro de unas semanas. Bien, en lo que a mí concierne, será mejor que se dé prisa. Está acabando con mi paciencia. -Señaló a la niña con un cabeceo-. Cuídala, ¿quieres? He de comer algo.

Salió de la sala y desapareció por la puerta de la cocina. La niña gorjeó de nuevo y manoteó en el aire. Emitió algo parecido a «uh puh», y dirigió al techo una sonrisa desdentada y feliz.

Lynley se sentó a su lado y le cogió una mano. No era mucho más grande que la yema de su pulgar. Las uñas de la niña acariciaron su piel (nunca había pensado que los bebés tuvieran uñas) y experimentó una oleada de ternura hacia ella. Poco preparado para sentir otra cosa que diversión al quedarse a solas con el bebé, cogió uno de los libros de arte de Penélope. Aunque veía las palabras algo borrosas porque no quería, ni podía, tomarse la molestia de ponerse las gafas, se abismó en la descripción de los primeros tiempos que James McNeil Whistler pasó en París, y las revelaciones tópicamente académicas y farragosas acerca de la relación con su primera amante, cuya entrada y salida en la vida de Whistler se resumía en una sola frase: «Asumió el estilo de vida que consideraba apropiado para un bohemio y sedujo a una joven modistilla (apodada La Tigresse, con la gozosa propensión hiperbólica de aquel período), para que viviera con él y posara como modelo durante cierto tiempo». Lynley siguió leyendo, pero no había más referencias de la modistilla. Para el erudito que había escrito el libro, solo merecía una frase, sin importar lo que hubiera significado para Whistler, ni la influencia o inspiración que hubiera ejercido en su obra.

Lynley reflexionó sobre la implicación velada que se desprendía de aquellas palabras. «Inexistente», declaraban, alguien a la que pintaba y con quien compartía su lecho. La historia la describía como la amante de Whistler. Su personalidad se diluía en el olvido.

Se levantó, inquieto, se acercó a la chimenea y contempló las fotos alineadas sobre la repisa. Mostraban a Penélope con Harry, a Penélope con los niños, a Penélope con sus padres, a Penélope con sus hermanas. No había ni una foto de Penélope sola.

– ¿Tommy?

Se volvió y vio que Helen había entrado en la sala. Se quedó cerca de la puerta, vestida con prendas de lana marrón y seda blanca. Una elegante chaqueta de camello colgaba de su brazo. Penélope apareció detrás de ella.

Quiso decirles: «Creo que ya comprendo. En este momento. Creo que por fin he comprendido», pero, consciente de lo inadecuado que sería, considerando que era un hombre, se limitó a decir:

– Harry se está preparando algo de comer. Gracias por tu ayuda, Pen.

Penélope expresó su agradecimiento de una manera breve y vacilante: un movimiento de los labios que habría podido pasar por una sonrisa, un rápido cabeceo. Se acercó al sofá y empezó a cerrar sus libros. Los dejó sobre el suelo y cogió a la niña.

– Ya tenía que haber comido -dijo-. No entiendo por qué no ha cogido un berrinche.

Salió de la sala. Oyeron que subía la escalera.

No dijeron nada hasta que subieron al coche, mientras recorrían la escasa distancia que los separaba de Trinity Hall, donde iba a celebrarse el concierto de jazz en la sala de descanso de los estudiantes. Fue lady Helen quien rompió el silencio.

– Ha vuelto a la vida, Tommy. No sé cómo explicarte el alivio que me ha producido.

– Sí, lo sé. Me he dado cuenta de la diferencia.

– Durante todo el día ha estado concentrada en algo que no era esta casa. Es lo que necesita, y lo sabe. Los dos lo saben. Es obvio.

– ¿Has hablado con ella sobre eso?

– «¿Cómo voy a abandonarlos? -me ha preguntado-. Son mis hijos, Helen. ¿Qué clase de madre sería si los abandonara?»

Lynley la miró, pero Helen tenía la cara vuelta.

– No puedes resolver este problema por ella.

– Si no lo hago, seré incapaz de abandonarla.

La determinación que subyacía en sus palabras desanimó a Lynley.

– Piensas quedarte aquí, ¿no?

– Mañana llamaré a Daphne. Que aplace su visita una semana más. Bien sabe Dios lo contenta que se pondrá. Ella también tiene una familia.

– Maldita sea, Helen, ojalá pudieras…

Notó que ella se volvía en el asiento, adivinó que le estaba mirando. No añadió nada más.

– Has sido bueno con Pen. Creo que gracias a ti se ha enfrentado a algo que no quería afrontar.

La información no le proporcionó el menor placer.

– Me alegro de ser útil a alguien.

Aparcó el Bentley en un hueco de Garret Hostel Lane, a pocos metros del puente peatonal que cruzaba el río Cam. Regresaron hacia el pabellón del conserje del College, que estaba bajando por la calle desde la entrada de St. Stephen.

El aire era frío, y parecía impregnado de humedad. Una espesa capa de nubes ocultaba el cielo nocturno. Sus pasos despertaron sonoros ecos en la calzada, como un redoble de tambor.

Lynley miró a lady Helen. Caminaba tan cerca de él que sus hombros se rozaban, y el calor de su brazo, combinado con el fresco y penetrante perfume de su cuerpo, le incitaba a una acción que intentaba desechar. Se dijo que había cosas más importantes en la vida que la satisfacción inmediata de los deseos. Trató de creerlo, al tiempo que se abismaba en la contemplación del contraste que ofrecía la cascada oscura de su cabello sobre el tono perlífero de su piel.

– ¿Yo te soy útil, Helen? -preguntó, como si la conversación de antes no se hubiera interrumpido-. Esa es la auténtica cuestión, ¿no? -Aunque logró dominar su voz, los latidos de su corazón se aceleraron-. No ceso de preguntármelo. Pongo en un platillo de la balanza lo que soy, y en el otro lo que debería ser, y me pregunto si existe un equilibrio.