Troughton clavó la vista en el cigarrillo mientras hablaba.
– Lo más duro de estos tres días ha sido fingir. Ir al College, atender a mis supervisiones, comer con los demás. Tomar una copa de jerez anoche, antes de cenar, con el director y hablar de tonterías, cuando mi único deseo era echar la cabeza hacia atrás y gritar.
Cuando su voz flaqueó en la última palabra, lady Helen se inclinó hacia delante, como si deseara ofrecerle su compasión, pero se enderezó cuando Lynley la reprendió con un rápido gesto. Troughton se serenó, dio una chupada al cigarrillo y lo dejó en un cenicero de cerámica que descansaba sobre la mesa contigua. Un hilillo de humo se desprendió de él. El hombre prosiguió.
– ¿Qué derecho tengo a manifestar mi dolor? Al fin y al cabo, tengo deberes. Tengo responsabilidades. Una mujer. Tres hijos. Se supone que debo estar con ellos. Debería dedicarme a recoger los restos, seguir adelante y dar gracias porque mi matrimonio y mi carrera no se hayan venido abajo, porque he pasado los últimos once meses jodiendo con una chica sorda veintisiete años más joven que yo. De hecho, en el fondo de mi despreciable alma, cuyos sentimientos no conoce nadie, debería estar agradecido en secreto por la desaparición de Elena. Ahora ya no habrá escándalos, desastres, gritos y susurros a mis espaldas. Todo ha terminado y yo debo continuar. Eso es lo que hacen los hombres de mi edad, ¿verdad?, cuando han ejercido una triunfal seducción que, con el tiempo, llega a ser aburrida. Y se supone que llega a ser aburrida, ¿no, inspector? Se supone que debía empezar a considerarla un engorro sexual, la prueba viviente de un pecadillo enorgullecedor que prometía volver a hechizarme si no lo remediaba de una forma u otra.
– ¿Y no era así?
– La quiero. Ni siquiera soy capaz de decir «la quería», porque si utilizo el verbo en pasado tendré que afrontar el hecho de que ya no existe, y no podré soportarlo.
– Estaba embarazada. ¿Lo sabía?
Troughton cerró los ojos. La débil luz del techo, que surgía de una lámpara en forma de cono, arrojaba sombras sobre su piel. Brillaban bajo las pestañas en el torrente de lágrimas que, al parecer, no deseaba derramar. Sacó un pañuelo del bolsillo.
– Lo sabía -dijo, cuando pudo.
– Pienso que, pese a sus sentimientos hacia la chica, le iba a crear serias dificultades.
– ¿Se refiere al escándalo? ¿A la pérdida de las amistades de toda la vida? ¿A los perjuicios que ocasionaría a mi carrera? Nada de eso me importaba. Oh, sabía que todo el mundo me condenaría al ostracismo, si abandonaba a mi familia por una muchacha de veinte años, pero, cuanto más pensaba en ello, más me daba cuenta de que no me importaba. Las cosas que interesan a mis colegas, inspector, puestos prestigiosos, la construcción de una base política, una reputación académica estelar, invitaciones a pronunciar conferencias y a comités de selección, las exigencias de servir al College, a la universidad, incluso a la nación, dejaron de interesarme hace mucho tiempo, cuando llegué a la conclusión de que la comunicación con otra persona es lo más valioso de la vida. Y creí haber encontrado esa comunicación con Elena. No iba a dejarla escapar. Habría hecho cualquier cosa por conservarla. Elena.
Dio la impresión de que Troughton necesitaba pronunciar su nombre, como una sutil forma de liberación que no se había permitido, que las circunstancias de su relación no le habían permitido, desde su muerte. Aun así, contuvo las lágrimas, como si manifestar el dolor significara perder el control sobre los escasos aspectos de su vida que el asesinato de la muchacha no había destrozado.
Como intuyéndolo, lady Helen fue a la vitrina cercana a la chimenea y cogió la botella de coñac. Vertió un poco más en la copa de Troughton. Lynley observó que su expresión era seria y contenida.
– ¿Cuándo vio a Elena por última vez? -preguntó Lynley al profesor.
– El domingo por la noche. Aquí.
– Pero no se quedó a pasar la noche, ¿verdad? El conserje la vio salir por la mañana para ir a correr.
– Se fue… Debió ser antes de la una. Antes de que las puertas del College se cerraran.
– ¿Y usted? ¿También se fue a casa?
– Me quedé. Lo hago casi todas las noches de entre semana, desde hace dos años.
– Entiendo. ¿Su casa no está en la ciudad?
– Está en Trumpington. -Troughton pareció leer la expresión aparecida en el rostro de Lynley-. Sí, ya lo sé, inspector. Trumpington no está tan lejos del College como para tener que quedarme a pasar aquí la noche, en especial casi todas las noches, y desde hace dos años. Mis motivos para dormir aquí tenían relación con una distancia de un tipo muy diferente. Al principio, quiero decir. Antes de Elena.
El cigarrillo de Troughton había ardido hasta consumirse en el cenicero. Encendió otro y bebió más coñac. Al parecer, había recuperado de nuevo el control.
– ¿Cuándo le dijo que estaba embarazada?
– El miércoles por la noche, poco después de recibir los resultados de la prueba.
– ¿Le dijo antes que existía alguna posibilidad? ¿Le dijo que lo sospechaba?
– No me habló para nada de embarazos antes del miércoles. Yo no sospechaba nada.
– ¿Sabía que no tomaba precauciones?
– Pensé que no era necesario hablar de eso.
Lynley vio por el rabillo del ojo que lady Helen se movía, y que volvía la cara para mirar a Troughton de frente.
– Un hombre de su educación, doctor Troughton -dijo-, no dejaría la responsabilidad de la anticoncepción únicamente en manos de la mujer con la que quisiera acostarse. Discutiría el asunto con ella antes de llevarla a la cama.
– No vi la necesidad.
– La necesidad.
Lady Helen pronunció las dos palabras muy despacio.
Lynley pensó en las píldoras anticonceptivas sin utilizar que la sargento Havers había encontrado en el escritorio de Elena Weaver. Recordó que llevaban fecha de febrero y las conjeturas que Havers y él habían desarrollado en lo tocante a esa fecha.
– Doctor Troughton, ¿dio por sentado que ella estaba utilizando algún tipo de anticonceptivo? -preguntó-. ¿Se lo dijo Elena?
– ¿Para atraparme, quiere decir? No. Nunca dijo ni una palabra sobre anticonceptivos. Tampoco lo necesitaba, inspector. Me habría dado igual.
Cogió la copa de coñac y le dio vueltas en la mano, como si meditara.
Lynley leyó la incertidumbre en su cara. Se sentía irritado porque las circunstancias exigían que actuara con delicadeza para descubrir la verdad.
– Tengo la clara impresión de que estamos atrapados en una dinámica de malentendidos y evasivas. ¿Por qué no me dice lo que está ocultando?
En el silencio, el lejano sonido del concierto de jazz golpeaba rítmicamente las ventanas de la habitación. Sonaron agudas notas de trompeta, cuando Randie se marcó otra «galopada» con el grupo. A continuación, un solo de batería. Y después, la melodía se reanudó. En ese momento, Victor Troughton alzó la cabeza, como impulsado por la música.
– Iba a casarme con Elena -dijo-. La verdad es que di la bienvenida a la oportunidad, pero el niño no era mío.
– ¿Que no era…?
– Ella no lo sabía. Creía que yo era el padre, y yo dejé que lo creyera. Pero me temo que yo no era el padre.
– Parece muy seguro.
– Lo estoy, inspector. -Troughton sonrió con infinita tristeza-. Me sometí a la vasectomía hace tres años. Elena no lo sabía. Y yo no se lo conté. Nunca se lo he contado a nadie.
Al salir del edificio en el que Victor Troughton tenía su estudio y su dormitorio, una terraza dominaba el río Cam. Se elevaba desde el jardín, oculta en parte por un muro de ladrillo, y albergaba varias jardineras en las que crecían arbustos verdosos, y unos pocos bancos, que los miembros del College aprovechaban, cuando hacía buen tiempo, para tomar el sol y escuchar las risas de los que bajaban en batea por el río hacia el Puente de los Suspiros. Lynley condujo a lady Helen hacia esta terraza. Aunque era consciente de su necesidad de exponer ante ella todos los descubrimientos de la noche, calló de momento, y trató de definir los sentimientos que despertaban en él esos descubrimientos.