El viento de los dos días anteriores había remitido considerablemente. De vez en cuando soplaba alguna ráfaga helada desde Las Lomas, como si la noche suspirara, pero incluso aquellas ráfagas acabarían por desaparecer, y la intensidad del frío sugería que mañana serían sustituidas por la niebla.
Pasaban unos minutos de las diez. El concierto de jazz había terminado momentos después de dejar a Victor Troughton, y las voces de los estudiantes que se llamaban entre sí todavía se oían, mientras el público se dispersaba. Sin embargo, nadie vino en dirección a ellos. Y considerando la hora y la temperatura, Lynley juzgó improbable que alguien fuera a molestarlos en aquella apartada terraza sobre el río.
Escogieron un banco situado en el extremo sur de la terraza, protegido del viento por un muro que separaba el jardín de los profesores del resto del College. Lynley se sentó, atrajo hacia sí a lady Helen y la rodeó con el brazo. Apretó los labios contra su cabeza, más por necesidad de contacto físico que como expresión de afecto, y el cuerpo de lady Helen, en respuesta, pareció adaptarse a la curva de su brazo y produjo una presión constante y suave contra él. No dijo nada, pero Lynley sabía muy bien en qué estaba pensando.
Al parecer, Víctor Troughton había aprovechado la oportunidad de hablar por primera vez de su secreto más oculto. Como la mayoría de la gente que vive en la mentira, se había lanzado sobre esa oportunidad como un desesperado. Mientras narraba la historia, Lynley había observado que la simpatía inicial de lady Helen hacia Troughton (tan característica de ella, al fin y al cabo) se iba transformando poco a poco. Cambió su postura y se apartó unos centímetros del hombre. Sus ojos se nublaron. Y, a pesar de que estaba llevando a cabo un interrogatorio crucial para la investigación de un asesinato, Lynley descubrió que miraba a lady Helen tanto como escuchaba a Troughton. Quería excusarse ante ella (excusar a todos los hombres) por los pecados contra las mujeres que Troughton recitaba sin aparentar el menor remordimiento de conciencia.
El historiador había encendido un tercer cigarrillo con la colilla encendida del anterior. Había tomado más coñac y, mientras hablaba, mantenía la vista fija en el licor y en el pequeño óvalo amarillo que la luz del techo reflejaba en el coñac. En todo momento habló con voz baja y sincera.
– Quería vivir. Es la única excusa que tengo, y no vale gran cosa. Quería preservar mi matrimonio por el bien de mis hijos. Quería ser un hipócrita y fingir que era feliz, pero no quería vivir como un cura. Lo hice durante dos años; estuve muerto durante dos años. Quería volver a vivir.
– ¿Cuándo conoció a Elena? -preguntó Lynley.
Troughton desechó la pregunta con un ademán. Parecía decidido a contar la historia a su manera.
– La vasectomía no tuvo nada que ver con Elena -prosiguió-. Me limité a tomar una decisión sobre mi estilo de vida. Al fin y al cabo, vivimos en una época de promiscuidad sexual, así que decidí ponerme a disposición de las mujeres. Y como no quería correr el riesgo de un embarazo no deseado, o el riesgo de ser atrapado mediante engaños por una mujer, me sometí a la operación. Y salí a la caza.
Levantó la copa y sonrió con sarcasmo.
– Debo admitir que fue un despertar bastante brusco. Tenía cuarenta y cinco años, en muy buena forma, me había forjado una carrera admirable y gratificante como académico, era relativamente conocido y muy respetado. Pensaba que legiones de mujeres estarían encantadísimas de aceptar mis atenciones solo por la emoción, estremecedora e intelectual, de acostarse con un catedrático de Cambridge.
– Descubrió que no era así.
– No con las mujeres que yo perseguía.
Troughton miró a lady Helen, como sopesando sus tendencias contradictorias: la prudencia de no decir nada más contra la abrumadora necesidad de contarlo todo, hasta el último detalle. Cedió a la necesidad y se volvió hacia Lynley.
– Quería una mujer joven, inspector. Quería tocar una piel joven, elástica. Quería besar pechos grandes y firmes. Quería piernas sin varices, pies sin callos y manos como seda.
– ¿Y su mujer? -preguntó lady Helen.
Su voz era serena, tenía las piernas cruzadas, las manos enlazadas sobre el regazo, pero Lynley la conocía lo bastante para saber que su corazón latía furiosamente, como le sucedería a cualquier mujer después de escuchar la lista de los requisitos sexuales que Troughton había enunciado, tranquila y racionalmente. Ni una mente ni un alma, solo un cuerpo que fuera joven.
Troughton no dudó en contestar.
– Tres hijos. Tres chicos. Cada vez, Rowena se dejaba un poco más. Primero fue la ropa y el pelo, después la piel, y después su cuerpo.
– Lo que quiere decir es que una mujer adulta que había dado a luz a tres hijos ya no le excitaba.
– Lo admito todo. Sentía aversión cuando miraba lo que quedaba de su estómago. Me desagradaba el tamaño de sus caderas, y detestaba los sacos caídos en que se habían convertido sus pechos y la piel fofa que colgaba bajo sus brazos, pero sobre todo odiaba el hecho de que no hacía nada por arreglarse. Y de que se sintió perfectamente feliz cuando empecé a ausentarme.
Se levantó y caminó hasta la ventana que daba al jardín del College. Apartó las cortinas y miró al exterior, mientras bebía coñac.
– Hice planes. Luego, la vasectomía, para protegerme de dificultades inesperadas, y empecé a seguir mi camino. El único problema fue descubrir que no poseía… ¿Cómo se dice? ¿La técnica apropiada? -Lanzó una risita burlona-. Pensaba que sería muy fácil. Me sumaba a la revolución sexual con dos décadas de retraso, pero me sumaba, a fin de cuentas. Un pionero madurito. Qué desagradable sorpresa me llevé.
– ¿Y entonces apareció Elena Weaver?
Troughton se quedó junto a la ventana, con el cristal negro de la noche como telón de fondo.
– Hace años que conozco a su padre, de modo que ya nos habíamos encontrado una o dos veces, cuando venía de Londres, pero no fue hasta que la trajo a mi casa el pasado otoño, para que eligiera un cachorrillo, cuando la vi como algo más que la niñita sorda de Anthony. Incluso entonces, solo fue admiración. Era alegre, animada, una masa de energía y entusiasmo. Disfrutaba de la vida a pesar de su sordera, y consideré esa virtud, junto con todo lo demás, terriblemente atractiva. Sin embargo, Anthony es un colega, y aunque legiones de mujeres jóvenes ya me habían dado pruebas suficientes de mi escaso atractivo, no tuve el valor de insinuarme a la hija de un colega.
– ¿Se le insinuó ella?
Troughton señaló el conjunto de la habitación con un ademán.
– Se dejó caer por aquí varias veces durante el primer trimestre del curso pasado. Me hablaba de los progresos del perro, con aquella extraña voz suya. Bebía té, robaba algunos cigarrillos cuando pensaba que no la estaba mirando. Me gustaban sus visitas. Empecé a desear que viniera, pero no ocurrió nada entre nosotros hasta Navidad.
– ¿Y entonces?
Troughton volvió a la silla. Apagó el cigarrillo, pero no encendió otro.
– Vino a enseñarme el vestido que había comprado para un baile de Navidad. «Me lo pondré para que veas cómo me queda», dijo, se volvió y empezó a desnudarse aquí mismo. No soy idiota del todo, claro. Más adelante comprendí que lo había hecho a propósito, pero en aquel momento me quedé horrorizado. No solo por su comportamiento, sino por lo que yo sentía, no, por lo que deseé hacer, ante aquel comportamiento. Se estaba bajando las bragas cuando le dije: «Por el amor de Dios, ¿qué piensas que estás haciendo, niña?», pero yo estaba al otro lado de la habitación, ella tenía la cabeza vuelta y no pudo leer mis labios. Siguió desnudándose. Me acerqué a ella, la obligué a mirarme y repetí la pregunta. Ella me miró sin pestañear y dijo: «Estoy haciendo lo que tú deseas que haga, Víctor». Fue suficiente. Hicimos el amor en la mismísima butaca donde estaba sentado, inspector. Tenía tantas ganas de tirármela que ni me molesté en cerrar con llave la puerta. -Bebió el resto del coñac y dejó la copa sobre la mesa-. Elena sabía lo que yo buscaba. No me cabe duda de que lo descubrió en cuanto entró en mi casa con su padre para ver los perros. Cuando menos, era brillante en conocer a la gente, o al menos lo fue en conocerme a mí. Siempre sabía lo que yo quería, cuándo lo quería y exactamente cómo.