– Y por fin encontró la piel elástica que buscaba -dijo Helen. Una fría condena iba implícita en la frase.
Troughton no se arredró.
– Sí, la encontré, pero no como yo pensaba. No contaba con enamorarme. Creía que solo nos unía el sexo. Dios, sexo desenfrenado cada vez que nos apetecía. Al fin y al cabo, satisfacíamos nuestras mutuas necesidades.
– ¿De qué forma?
– Ella satisfacía mi necesidad de paladear su juventud y, tal vez, recobrar un poco de la mía. Yo satisfacía la necesidad de herir a su padre.
Vertió más coñac en las tres copas. Miró a Lynley y después a lady Helen, como si buscara en sus rostros una reacción a su frase final.
– Como ya le he dicho antes, inspector, no soy idiota del todo.
– Quizá se está juzgando con demasiada severidad.
Troughton dejó la botella sobre la mesa contigua a su butaca y bebió un largo trago de coñac.
– De ninguna manera. Examinemos los hechos. Tengo cuarenta y siete años y voy camino de la decadencia. Ella tenía veinte, y estaba rodeada por cientos de jóvenes con toda la vida por delante. ¿Por qué demonios iba a fijarse en mí, como no supiera que era la mejor forma de herir a su padre? Y era perfecta, al fin y al cabo. Elegir a uno de sus colegas, mejor dicho, a uno de sus amigos. Elegir a un hombre mayor que su padre. Elegir a un hombre casado. Elegir a un hombre con hijos. No me engañé con la idea de que Elena me quería porque me consideraba más atractivo que los otros hombres a quienes conocía, en ningún momento. Supe desde el principio lo que tenía entre ceja y ceja.
– ¿El escándalo del que hablamos antes?
– Anthony se había implicado demasiado en el rendimiento de Elena aquí, en Cambridge. Se había implicado en todos los aspectos de su vida. Cómo se comportaba, cómo vestía, cómo tomaba notas en las clases, cómo le iban las evaluaciones. Para él, eran asuntos de la máxima transcendencia. En mi opinión, creía que le juzgarían, como hombre, como padre, incluso como académico, por el éxito o fracaso de su hija aquí.
– ¿La cátedra Penford estaba relacionada con todo esto?
– Yo diría que en su mente sí, pero no en la realidad.
– Pero si pensaba que el juicio sobre su persona iba a estar relacionado con el rendimiento y la conducta de Elena…
– Quería que ella rindiera y se comportara como la hija de un respetado profesor. Elena lo sabía. Percibía esta actitud en todo lo que hacía su padre, y le detestaba por ello. Imagínese las inmensas y divertidas posibilidades que tendría Elena de vengarse de su padre y humillarle, cuando se supiera que su hija se acostaba con uno de sus colegas más cercanos.
– ¿No le importó que le manipulara de esa forma?
– Estaba convirtiendo en realidad todas y cada una de las fantasías sexuales que había alentado en mi vida. Nos encontramos un mínimo de tres veces a la semana desde Navidad y gocé de cada momento. Sus motivos no me importaban en absoluto, en tanto siguiera viniendo y desnudándose.
– ¿Se encontraban aquí, pues?
– Por regla general. También me las arreglé para ir a verla varias veces a Londres durante las vacaciones de verano. Y algunas tardes y noches de los fines de semana en casa de su padre, durante el trimestre.
– ¿Estando él en casa?
– Solo una vez, durante una fiesta. Lo consideró particularmente excitante. -Se encogió levemente de hombros, aunque sus mejillas habían enrojecido levemente-. Yo también lo consideré bastante excitante. Supongo que fue de puro terror de que nos pillaran con las manos en la masa.
– Pero no ocurrió.
– Nunca. Justine lo sabía. No sé cómo lo averiguó; quizá lo adivinó o Elena se lo dijo. En cualquier caso, nunca nos pescó in fraganti.
– ¿No se lo contó a su marido?
– Jamás habría actuado contra Elena, inspector. Anthony habría descargado su furia sobre ella, y Justine lo sabía mejor que nadie. Se mordió la lengua. Esperaba que Anthony lo descubriera por sí mismo, supongo.
– Cosa que no hizo nunca.
– Cosa que no hizo nunca.
Troughton cambió de posición en la butaca. Cruzó una pierna sobre la otra y sacó la pitillera una vez más. Sin embargo, se limitó a pasarla de una mano a otra. No la abrió.
– Al final, alguien se lo habría dicho, claro.
– ¿Usted?
– No. Imagino que Elena se habría reservado ese placer.
A Lynley le costaba creer que Troughton careciera de conciencia en lo tocante a Elena. No había experimentado la menor necesidad de guiarla. No había considerado necesario encauzar el resentimiento de Elena hacia su padre por otros caminos.
– Doctor Troughton, lo que no comprendo es…
– ¿Por qué le seguí la corriente? -Troughton colocó la pitillera junto a la copa. Estudió la escena que componían-. Porque la amaba. Al principio, fue su cuerpo, la increíble sensación de tocar y estrechar aquel hermoso cuerpo, pero luego fue ella, Elena. Era salvaje, ingobernable, risueña y vivaz. Y yo quería aquello en mi vida. No me importaba el precio.
– ¿Aunque ello supusiera pasar por el padre de su hijo?
– Incluso eso, inspector. Cuando me dijo que estaba embarazada, casi me convencí de que la vasectomía había salido mal y que el hijo era mío.
– ¿Tiene idea de quién es el padre?
– No, pero he dedicado horas a preguntármelo desde el miércoles.
– ¿Qué ha concluido?
– Siempre llego a la misma conclusión. Si se acostaba conmigo para vengarse de su padre, se acostaba con el otro por la misma razón. Seguramente, no tenía nada que ver con el amor.
– ¿Y deseaba vivir con ella, a pesar de saber eso?
– Patético, ¿no es cierto? Quería recuperar la pasión. Quería sentirme vivo. Me dije que yo era el hombre ideal para ella. Pensé que, conmigo, acabaría olvidando su resentimiento contra Anthony. Creí que yo sería suficiente para ella. Yo curaría sus heridas. Era una fantasía de adolescente a la que me aferré hasta el final.
Lady Helen dejó su copa junto a la de Troughton. Apoyó los dedos sobre el borde.
– ¿Y su esposa? -preguntó.
– Aún no le he contado lo de Elena.
– No me refería a eso.
– Lo sé. Se refería a que Rowena fue la madre de mis hijos, lavó mi ropa, preparó mis comidas y limpió mi casa. A esos diecisiete años de amor y devoción. A mi compromiso con ella, por no mencionar mi responsabilidad hacia la universidad, mis estudiantes, mis colegas. A mi ética, mi moral, mis valores y mi conciencia. Se refería a eso, ¿no?
– Supongo que sí.
Apartó los ojos de ella, sin mirar nada en concreto.
– Algunos matrimonios se erosionan hasta que solo queda un cuerpo que actúa automáticamente.
– Me pregunto si su mujer habrá llegado a la misma conclusión.
– Rowena quiere terminar con nuestro matrimonio tanto como yo. Solo que aún no lo sabe.
Ahora, en la oscuridad de la terraza, Lynley se sentía agobiado, no solo por el diagnóstico de Troughton acerca de su matrimonio, sino también por la mezcla de asco e indiferencia expresada hacia su mujer. Más que cualquier cosa, deseaba que Helen no hubiera escuchado la historia de su relación con Elena Weaver y sus explicaciones demencialmente sensatas sobre aquella relación. Porque, mientras el historiador exponía los motivos que le habían impulsado a separarse de su mujer y buscar la compañía y el amor de una muchacha lo bastante joven para ser su hija, Lynley creyó que por fin había comprendido parte de lo que se ocultaba tras la negativa de Helen a casarse con él.