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Había empezado a comprenderlo en Bulstrode Gardens, al empezar la noche, pero había necesitado la conversación desarrollada en los polvorientos confines del estudio de Victor Troughton.

Cuánto les pedimos -pensó-. Cuánto esperamos, cuánto exigimos. Pero nunca pensamos en lo que damos a cambio. Nunca pensamos en lo que ellas quieren. Y nunca nos paramos a reflexionar en la carga que representan para ellas nuestros deseos y exigencias.

Levantó la vista hacia la inmensa oscuridad grisácea del cielo nublado. Una luz lejana parpadeó.

– ¿Qué miras? -preguntó lady Helen.

– Una estrella fugaz, supongo. Cierra los ojos, Helen, deprisa. Pide un deseo.

Él también lo hizo.

Helen lanzó una silenciosa carcajada.

– Estás pidiéndole un deseo a un avión, Tommy. Se dirige a Heathrow.

Lynley abrió los ojos y comprobó que ella tenía razón.

– Temo que no tengo futuro en astronomía.

– No creo. Solías señalarme las constelaciones en Cornualles. ¿Te acuerdas?

– Todo teatro, querida Helen. Lo hacía para impresionarte.

– ¿De veras? Vaya, pues lo conseguiste.

Lynley se volvió para mirarla. Cogió su mano. A pesar del frío, no usaba guantes, y apretó sus fríos dedos contra la mejilla. Besó su palma.

– Estaba sentado, escuchando, y comprendí que podría estar en su lugar -dijo-, porque todo se reduce a lo que los hombres quieren, Helen. Y lo que queremos son mujeres, pero no como individuos, como seres humanos de carne y sangre, con su puñado de deseos y sueños. Las, os, queremos como prolongaciones de nosotros. Y yo soy de los peores.

Helen movió la mano, pero no la retiró, sino que engarzó los dedos entre los suyos.

– Y mientras le escuchaba, Helen, pensaba en cómo te he querido. Como amante, como esposa, como madre de mis hijos. En la cama. En mi coche. En mi casa. Recibiendo a mis amigos. Escuchándome hablar del trabajo. Sentada junto a mí en silencio cuando no tengo ganas de hablar. Esperándome cuando estoy ocupado en un caso. Abriéndome tu corazón. Entregándote a mí. Y siempre las mismas palabras, yo, yo, yo y yo.

Miró hacia las formas borrosas de los robles y los alisos, poco más que sombras recortadas contra el negro cielo. Cuando se volvió, vio que la expresión de Helen era seria, pero no había apartado los ojos de él. Eran oscuros y tiernos.

– Eso no es ningún pecado, Tommy.

– Tienes razón. Es puro egoísmo. Lo que quiero. Cuando lo quiero. Y has de obedecer porque eres una mujer. Así me he comportado, ¿verdad? Ni mejor que tu cuñado, ni mejor que Troughton.

– No. No eres como ellos. Yo no te veo así.

– Te he deseado, Helen. Y lo peor de todo es que te deseo ahora más que nunca. Estaba sentado allí, escuchaba a Troughton, y comprendía de mil maneras diferentes el error de las relaciones entre hombres y mujeres: todo se reduce al mismo y maldito hecho, sin que nunca cambie. Te quiero. Te deseo.

– Si me poseyeras una vez, ¿acabaría todo ahí? ¿Me dejarías marchar?

Lynley respondió con una carcajada sarcástica y apenada. Apartó la vista.

– Ojalá fuera tan sencillo como llevarte a la cama, pero ya sabes que no es eso. Sabes que yo…

– ¿Podrías, Tommy? ¿Me dejarías marchar?

Se volvió hacia ella lentamente y distinguió algo en su voz, una urgencia, una súplica, una llamada a la comprensión que nunca había tenido con ella. Mientras examinaba su rostro y veía formarse arrugas de preocupación entre sus cejas, tuvo la sensación de que la consecución de todos sus sueños dependía de su habilidad para adivinar lo que Helen quería decir.

Miró su mano, que aún retenía. Tan frágil que notaba los huesos de sus dedos. Tan suave contra su piel.

– ¿Cómo puedo responder a eso? Creo que has puesto todo mi futuro en la cuerda floja.

– No es esa mi intención.

– Pero lo has hecho, ¿verdad?

– Supongo que sí. En cierto sentido.

Lynley le soltó la mano y caminó hacia el muro bajo que delimitaba la terraza. Abajo, el Cam brillaba en la oscuridad, su mancha verdinegra derivaba perezosamente hacia el Ouse. Era un avance inexorable, lento y seguro, tan imposible de detener como el tiempo.

– Mis deseos son los mismos de cualquier otro hombre -dijo-. Quiero un hogar, una esposa. Quiero niños, un hijo. Quiero saber al final que mi vida ha servido de algo, y la única forma de saberlo con certeza es dejar algo detrás, y alguien a quien dejarlo. Lo único que puedo decir en este momento es que por fin he comprendido el peso que eso impone a una mujer, Helen. He comprendido que, aunque el peso se comparta o se divida, el de la mujer siempre es mayor. Lo sé, pero no puedo mentirte. Todavía quiero esas cosas.

– Las puedes tener con cualquiera.

– Las quiero contigo.

– No las necesitas conmigo.

– ¿Necesitarlas?

Intentó descifrar la expresión de su rostro, pero Helen era tan solo una pálida mancha en la oscuridad, bajo el árbol que arrojaba una sombra cavernosa sobre el banco de la terraza. Reflexionó sobre la extraña palabra que había elegido, sobre la decisión de quedarse con su hermana en Cambridge. Meditó sobre el lienzo de los catorce años que conocía a Helen. Y, por fin, comprendió.

Se sentó sobre el reborde de hormigón que constituía la parte superior del muro de ladrillo. La contempló con avidez. A lo lejos, oyó el ruido de una bicicleta que pasaba por el puente de Garret Hostel, el estruendo de un camión que circulaba por la distante Queen's Road, pero esos sonidos apenas accedieron a su conciencia.

Se preguntó cómo había llegado a quererla tanto y conocerla tan poco. La había tenido delante durante más de una década, y jamás había intentado disimular quién o qué era. Y, sin embargo, nunca había logrado verla a la luz de la realidad, le había atribuido una serie de cualidades que él deseaba que poseyera, mientras todo el tiempo todas las relaciones de Helen habían actuado a modo de eficaz ilustración de cuál consideraba su papel, su manera de vivir. No podía creer que hubiera sido tan idiota.

Habló, más a la noche que a ella.

– Todo es porque puedo funcionar solo. No quieres casarte conmigo porque no te necesito, Helen, no de la forma que tú quieres. Has decidido que no te necesito para valerme por mí mismo, o para salir adelante en la vida, o para mantenerme de una pieza. Y es la verdad. No te necesito en ese sentido.

– Al fin lo entiendes.

Percibió su determinación en aquellas cuatro palabras y sintió que su ira se desataba en respuesta.

– Entiendo, sí. Entiendo que no entra en tus proyectos. Entiendo que no te necesito para salvarme. Mi vida está más o menos encauzada, y quiero compartirla contigo. Como tu igual, tu compañero. No como un mendigo de sentimientos, sino como un hombre que desea envejecer a tu lado. Ese es el principio y el final de todo. No es a lo que estás acostumbrada, ni siquiera lo que tienes en mente para ti, pero es lo mejor que puedo hacer. Lo mejor que puedo ofrecer. Eso y mi amor. Bien sabe Dios que te amo.

– El amor no es suficiente.

– ¡Maldita sea, Helen! ¿Cuándo te darás cuenta de que es lo único que existe?

En respuesta a sus coléricas palabras, una luz se encendió en el edificio situado detrás de ellos. Una cortina se apartó y un rostro incorpóreo apareció en una ventana. Lynley se apartó del reborde de hormigón y se reunió con lady Helen debajo del árbol.

– Lo que estás pensando -dijo, con voz más calmada, al darse cuenta de que ella había empezado a replegarse en sí misma- es que, si te necesito lo bastante, nunca pensaré en abandonarte. Siempre estarás a salvo. Es eso, ¿verdad?