Helen apartó la cabeza. Lynley cogió su barbilla entre los dedos y la volvió hacia él.
– ¿Es eso, Helen?
– No eres justo.
– Estás enamorada de mí, Helen.
– No. Por favor.
– Tanto como yo de ti. Me deseas igual, me anhelas igual. Pero yo no soy como los demás hombres que han pasado por tu vida. No te necesito de una manera que te proporcione seguridad. Yo no dependo de ti. Me valgo por mí mismo. Si compartes mi vida, será como saltar al vacío. Lo arriesgas todo, sin una sola garantía.
Notó que ella temblaba levemente. Vio que tragaba saliva. Su corazón se abrió.
– Helen.
La estrechó en sus brazos. Conocer cada curva de su cuerpo, el movimiento de su pecho al respirar, el roce de su cabello en la cara, la esbelta mano que aferró su chaqueta, le dieron renovadas fuerzas.
– Querida Helen -susurró, y acarició su cabello. Cuando ella levantó la vista, la besó. Los brazos de Helen le rodearon. Abrió los labios a su lengua. Olía a perfume y al humo del tabaco de Troughton. Sabía a coñac.
– ¿Comprendes? -susurró ella.
En respuesta, Lynley volvió a besarla y se concentró en las distintas sensaciones que experimentaba: la suave calidez de sus labios y de su lengua, el débil sonido de su respiración, el contacto embriagador de sus pechos. El deseo se apoderó de él, lo borró todo poco a poco, excepto la certeza de que tenía que poseerla. Ahora. Esta noche. No podía esperar otra hora. La llevaría a la cama y a la mierda las consecuencias. Quería saborearla, tocarla, conocerla por completo. Quería poseer cada parte de su cuerpo adorable, enseñorearse de él. Quería sumergirse entre sus muslos levantados, escuchar sus jadeos y gritos cuando se zambullera en su interior y…
Quería tocar una piel joven elástica quería besar pechos grandes y firmes quería piernas sin varices y pies sin callos y queríaqueríaquería…
La soltó.
– Santo Dios -musitó.
Notó que la mano de Helen acariciaba su mejilla. Tenía la piel fría. Sabía que la suya debía estar ardiendo.
Se levantó. Las piernas le temblaban.
– He de llevarte a casa de Pen.
– ¿Qué pasa?
Lynley meneó la cabeza. Al fin y al cabo, era muy fácil establecer elevadas, intelectuales y autodenigrantes comparaciones entre Troughton y él, sobre todo cuando se sentía relativamente seguro de que ella reaccionaría con amor y generosidad, asegurándole que no era como los demás hombres. Era mucho más difícil examinar el problema cuando su comportamiento, deseos e intenciones proclamaban la verdad. Tenía la sensación de haber recogido penosamente las semillas de la comprensión durante las últimas horas, para luego arrojarlas al viento en un acto irreflexivo.
Se pusieron a caminar por el césped, en dirección al pabellón del conserje y Trinity Lane. Helen caminaba en silencio a su lado, aunque su pregunta todavía flotaba en el aire, a la espera de una respuesta. Él sabía que la merecía. Con todo, no contestó hasta que llegaron a su coche, abrió la puerta y la sostuvo para que ella entrara. Y, entonces, la detuvo antes de que subiera. Tocó su hombro. Buscó las palabras.
– Estaba juzgando a Troughton -dijo-. Estaba designando el pecado y decidiendo el castigo.
– ¿No es lo que la policía debe hacer?
– No cuando son culpables del mismo crimen, Helen.
Ella frunció el ceño.
– ¿El mismo…?
– Querer. No dar ni pensar. Solo querer. Y coger ciegamente lo que quieren. Sin que nada más les importe.
Helen tocó su mano. Miró un momento hacia la elevación del puente peatonal y a Las Lomas, donde las primeras nubes fantasmales de niebla empezaban a enroscarse como dedos filamentosos alrededor de los troncos de los árboles. Le miró a los ojos.
– No te ha pasado a ti solo -dijo-. Nunca, Tommy. Ni antes ni, desde luego, esta noche.
Era una absolución que hinchió su corazón de una sensación de consumación que jamás había experimentado.
– Quédate en Cambridge -dijo-. Vuelve a casa cuando estés preparada.
– Gracias -susurró ella… a él, a la noche.
Capítulo 19
Una espesa niebla pendía sobre la ciudad a la mañana siguiente, una cortina gris que se elevaba como gas de los pantanos circundantes y enviaba al aire nubes amorfas que cubrían árboles, edificios, autopistas y campos, transformándolo todo en formas irreconocibles. Coches, camiones, autobuses y taxis avanzaban a paso de tortuga por las mojadas calzadas de las calles. Los ciclistas se abrían paso poco a poco entre la oscuridad. Los peatones, embutidos en gruesos abrigos, esquivaban las constantes gotas de condensación que caían de tejados, salientes de ventanas y árboles. Era como si los dos días de viento y sol no hubieran existido. La niebla había regresado por la noche como la peste. Era el típico tiempo de Cambridge, pero corregido y aumentado.
– Me siento como una tuberculosa -dijo Havers.
Se golpeó los brazos con las manos y pateó el suelo mientras caminaban hacia el coche de Lynley, protegida con el abrigo de color guisante, la capucha subida y provista de una gorra rosa de punto. La niebla había dibujado un laberinto de humedad sobre sus prendas. El pelo que caía sobre su frente empezaba a rizarse, como si lo hubiera expuesto al vapor.
– No me extraña que Philby y Burgess se pasaran a los soviéticos mientras estaban aquí -continuó-. Tal vez buscaban un clima mejor.
– Cierto -dijo Lynley-. Moscú en invierno. Mi idea del paraíso en la tierra.
Miró a la sargento mientras hablaba. Había llegado casi media hora tarde, y ya estaba recogiendo sus cosas para empezar sin ella, cuando Havers llamó a su puerta.
– Lo siento -dijo-. La maldita niebla. La Mil parecía un aparcamiento.
A pesar del tono desenfadado de su voz, reparó en que su rostro expresaba una gran preocupación. Paseó arriba y abajo de la habitación mientras esperaba a que él se pusiera el abrigo y la bufanda.
– ¿Una noche loca? -preguntó.
Se subió un poco más al hombro la correa del bolso, como una forma metafórica de reunir fuerzas para contestar.
– Solo una pizca de insomnio. Sobreviviré.
– ¿Y su madre?
– A ella también.
– Entiendo.
Se anudó la bufanda alrededor del cuello y se puso el abrigo. Se cepilló el pelo ante el espejo, pero era una excusa para observar a Havers de una manera indirecta. Estaba mirando el maletín que Lynley había dejado abierto sobre el escritorio. Daba la impresión de que no se fijaba en nada. Lynley siguió ante el espejo, dándole tiempo, sin decir nada, preguntándose si la sargento acabaría por hablar.
Sentía una mezcla de culpabilidad y vergüenza, enfrentado a lo dispar de sus posiciones. No por primera vez, se vio obligado a reconocer que las diferencias entre ellos no se limitaban a cuna, clase y dinero. Las desdichas de Havers hundían sus raíces en una cadena de circunstancias que trascendían la familia en que había nacido y la manera en que pronunciaba las palabras.
Estas circunstancias nacían de la sucesión de desgracias que había caído sobre ella en los últimos diez meses, con tal rapidez que no había podido detener su progresión. Que podía detenerla ahora con una simple llamada telefónica era lo que él quería que asumiera, aunque debía admitir que esa llamada telefónica, que tan fácil le resultaba recomendar, representaba para ella desembarazarse de una responsabilidad, una salvación encubierta más que la solución evidente. Tampoco podía negar que, en circunstancias parecidas, no se habría encontrado tan atado a la idea de la obligación filial.
Cuando llegó al punto en que solo el narcisismo podía explicar su afición a admirarse en el espejo, dejó el cepillo y se volvió hacia ella. Havers oyó su movimiento y levantó la vista.