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– Escuche, lamento haberme retrasado -dijo a toda prisa-. Sé que me está cubriendo, señor, pero no puede hacerlo indefinidamente.

– Esa no es la cuestión, Havers. Nos cubrimos mutuamente cuando surgen problemas personales. Eso está claro.

Havers extendió la mano hacia el respaldo de una silla, no tanto para apoyarse, cuanto para hacer algo con las manos, porque sus dedos juguetearon con un hilo suelto del tapizado.

– Lo más divertido es que esta mañana estaba lúcida como un Einstein cualquiera. Anoche fue un auténtico horror, pero esta mañana estaba fina. Sigo pensando que debe significar algo. Me sigo diciendo que es una señal.

– Si busca señales, las encontrará en cualquier cosa. Sin embargo, no suelen cambiar la realidad.

– ¿Y si hay una posibilidad de que esté mejorando?

– ¿Qué me dice de anoche? ¿Y de usted? ¿A qué juega, Havers?

Estaba destruyendo toda una parte del entramado, retorciendo el hilo entre sus dedos.

– ¿Cómo voy a sacarla de su casa, si ni siquiera comprende lo que ocurre? ¿Cómo puedo hacerle eso? Es mi madre, inspector.

– No es un castigo.

– ¿Y por qué me da la impresión de que lo es? Peor aún, ¿por qué me siento como un criminal a punto de quedar en libertad, mientras ella las pasa canutas?

– Porque en el fondo de su corazón lo desea, supongo. No existe mayor culpabilidad que la que se desprende de intentar decidir si lo que quieres hacer, que parece momentánea y superficialmente egoísta, es también lo correcto. ¿Cómo saber si se actúa con decencia, o se aborda la situación de forma que satisfaga los deseos propios?

El aspecto de la sargento revelaba la enormidad de su derrota.

– Esa es la cuestión, inspector, y nunca obtendré la respuesta. La situación se me escapa de las manos.

– No, de ninguna manera. Empieza y termina con usted. La decisión está en sus manos.

– No puedo soportar herirla. No lo comprendería.

Lynley cerró el maletín.

– ¿Y qué comprende en este momento, sargento?

Así terminó la discusión. Mientras caminaban hacia el coche, encajado en el mismo hueco de Garret Hostel Lane que había utilizado la noche anterior, le contó su conversación con Víctor Troughton.

– ¿Cree que Elena Weaver sentía auténtico amor por alguien? -preguntó Havers, antes de entrar en el Bentley.

Lynley encendió el motor. El calentador envió un chorro de aire frio a sus pies. Lynley pensó en las últimas palabras de Troughton sobre la muchacha.

– Intente comprender. No era mala, inspector. Solo estaba irritada. Y yo, al menos, no puedo condenarla por eso.

– ¿Aunque, en realidad, usted significara para ella poco más que una herramienta de venganza? -había preguntado Lynley.

– Sí.

Ahora, Lynley dijo:

– Nunca es posible llegar a conocer por completo el corazón de una víctima, ¿verdad, sargento? En nuestro trabajo, rastreamos la vida hacia atrás, partiendo de la muerte. Encajamos piezas e intentamos extraer de ellas la verdad. Y con esa verdad solo podemos confiar en comprender quién era la víctima y cuál fue la causa de su muerte. En cuanto a su corazón, en cuanto a la íntima verdad de Elena, nunca la conoceremos. Al fin y al cabo, solo contamos con hechos y con las conclusiones extraídas de ellos.

La callejuela era demasiado estrecha para dar la vuelta al Bentley, de modo que condujo marcha atrás poco a poco hacia Trinity Lane, y frenó cuando apareció un grupo de estudiantes bien abrigados que salían por la puerta lateral de Trinity Hall. Detrás, la niebla invadía el jardín del College.

– ¿Por qué quería casarse con ella, inspector? Sabía que le era infiel. No le quería. ¿Cómo podía creer que su matrimonio saldría adelante?

– Pensaba que su amor sería suficiente para cambiarla.

Havers resopló.

– La gente nunca cambia.

– Por supuesto que sí. Cuando está preparada para madurar.

Dejaron atrás la iglesia de St. Stephen, en dirección a Trinity College. Las farolas luchaban con la espesa capa de niebla, y su luz se coló inútilmente en el interior del coche. Se movían al paso de un insecto adormecido.

– Sería un mundo mejor y mucho menos complicado, sargento, si la gente solo se acostara con quien amara, pero la verdad es que la gente utiliza el sexo por variados motivos, y la mayoría no tienen nada que ver con el amor, el matrimonio, el compromiso, la intimidad, la procreación, o cualquier otro motivo elevado. Elena era así. Y Troughton lo aceptó sin más.

– ¿Qué clase de matrimonio esperaba que saliera de su unión? -protestó Havers-. Iniciaban una nueva vida con una mentira.

– A Troughton le daba igual. La quería.

– ¿Y ella?

– Ella deseaba, sin duda, el momento triunfal de ver el rostro de su padre cuando le diera la noticia. Tal noticia habría dejado de producirse si antes no hubiera convencido a Troughton de casarse con ella.

– Inspector -dijo Havers, en tono pensativo-, ¿existe alguna posibilidad de que Elena se lo dijera a su padre? Recibió la noticia el miércoles por la noche. No murió hasta el lunes por la mañana. Su mujer salió a correr. Estaba solo en casa. ¿Cree que…?

– No podemos descartarlo, desde luego.

Por lo visto, la sargento quedó satisfecha con la tímida insinuación de sus sospechas, porque prosiguió en tono más decidido.

– Elena y Troughton no podían pensar que iban a ser felices.

– Creo que tiene razón. Troughton estaba engañado respecto a su capacidad de curar su ira y resentimiento. Ella se había engañado con la idea de que obtendría placer al asestar a su padre tamaño golpe. Es imposible fundar un matrimonio sobre esos cimientos.

– ¿Está diciendo, en realidad, que no se puede seguir viviendo hasta haber exorcizado los fantasmas del pasado?

Lynley le dirigió una mirada de cansancio.

– Eso son palabras mayores, sargento. Creo que siempre se puede avanzar a trancas y barrancas por la vida. La mayoría de la gente lo hace. Lo que no sabría decirle es si lo hacen bien.

Por culpa de la niebla, el tráfico y las caprichosas calles de dirección única de Cambridge, tardaron más de diez minutos en llegar al Queen's College, lo mismo que les hubiera costado ir a pie. Lynley aparcó en el mismo sitio del día anterior, y entraron en el College por el pasaje de los torreones.

– ¿Cree que eso es la respuesta a todo? -preguntó Havers, mientras echaba un vistazo al Patio Viejo.

– Creo que es una de ellas.

Encontraron a Gareth Randolph en el comedor del College, una espantosa combinación de linóleo, largas mesas y paredes chapadas en lo que parecía falso roble dorado. Era el homenaje de un arquitecto moderno a la banalidad más absoluta.

Aunque había otros estudiantes presentes, Gareth estaba solo en una mesa, inclinado, con aspecto desconsolado, sobre los restos de un tardío desayuno que consistía en huevos fritos mordisqueados, con la yema separada, y un cuenco de cereales y plátanos, reblandecidos y grises, respectivamente. Tenía un libro abierto delante de él, pero no estaba leyendo. Tampoco se dedicaba a escribir en el cuaderno que había al lado, aunque tenía el lápiz levantado como si fuera a hacerlo.

Alzó la cabeza con brusquedad cuando Lynley y Havers se sentaron frente a él. Paseó la mirada por la sala, como si buscara una vía de escape o ayuda de los demás estudiantes. Lynley cogió el lápiz y escribió unas palabras sobre la cubierta del bloc: «Eras el padre de su hijo, ¿verdad?».

Gareth se llevó una mano a la frente. Se estrujó las sienes y echó hacia atrás su lacio cabello. Hinchó el pecho antes de serenarse, gracias a ponerse de pie e indicar la puerta con un movimiento de cabeza. Le siguieron.

Al igual que la habitación de Georgina Higgins-Hart, la de Gareth se encontraba encajada en el Patio Viejo. Situada en la planta baja, era una pieza perfectamente cuadrada, de paredes blancas decoradas con carteles enmarcados de la Filarmónica de Londres y tres ampliaciones fotográficas de obras teatrales: Los miserables, Starlight Express, Aspects of Love. En los carteles destacaba el nombre de Sarah Raleigh Randolph sobre las palabras «al piano». Una atractiva joven, ataviada con la indumentaria pertinente y captada mientras cantaba, era la figura central de los carteles.