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Gareth indicó primero los carteles, y después las fotografías.

– Made -dijo, con su extraña voz gutural-. Rmana.

Miró a Lynley con astucia, como si esperase una reacción a su pronunciación. Lynley se limitó a asentir.

Había un ordenador sobre el amplio escritorio dispuesto bajo la única ventana de la habitación. También era un módem, idéntico a los demás que ya había visto en Cambridge. Gareth conectó el aparato y acercó una segunda silla al escritorio. Indicó a Lynley que tomara asiento y preparó el programa.

– Sargento -dijo Lynley, cuando vio la forma elegida por Gareth para comunicarse-, tendrá que tomar notas de la pantalla.

Lynley se quitó la chaqueta y la bufanda y se sentó ante el escritorio. Havers se quedó de pie detrás de él, echó hacia atrás la capucha, se sacó la gorra de punto y cogió el bloc.

«¿Eras el padre?», tecleó Lynley.

El muchacho contempló las palabras durante largo rato antes de contestar.

«No sabía que estaba emb. Nunca me lo confesó. Ya se lo dije el otro día.»

– No saber que estaba embarazada no significa nada -señaló Havers-. Nos está tomando por idiotas.

– No -contestó Lynley-. Me atrevería a decir que es él quien se toma por idiota.

Tecleó: «Mantuviste relaciones sexuales con Elena», no en forma de pregunta, sino como una deliberada afirmación.

Gareth contestó tecleando un número: «1».

«¿Una vez?»

«Sí.»

«¿Cuándo?»

El muchacho se apartó del escritorio un momento, sin moverse de la silla. No miraba a la pantalla del ordenador, sino al suelo, con los brazos sobre las rodillas. Lynley tecleó la pantalla «septiembre» y tocó el hombro del muchacho. Gareth levantó la vista, leyó y dejó caer la cabeza. Una especie de aullido contenido brotó de su garganta.

Lynley tecleó: «Cuéntame lo que ocurrió, Gareth», y volvió a tocar el hombro del joven.

Gareth le miró. Había empezado a llorar y, como si esa manifestación de sus sentimientos le irritara, se pasó el brazo por los ojos con brusquedad. Lynley aguardó. El chico se acercó al escritorio.

«Londres -tecleó-. Justo antes de que empezara el trimestre. La vi el día de mi cumpleaños. Se me folló en el suelo de la cocina, mientras su madre iba a comprar leche para el té. FELIZ CUMPLEAÑOS, CAPULLO DE MIERDA.»

– Fantástico -suspiró Havers.

«La quería», continuó Gareth. «Quería que lo nuestro fuera especial. Que fuera.»

Dejó caer las manos sobre el regazo y contempló la pantalla.

«Pensabas que hacer el amor significaba más de lo que Elena pretendía que significara», tecleó Lynley. «¿Fue eso lo que ocurrió?»

«Follar -respondió Gareth-. Nada de hacer el amor. Follar.»

«¿Así lo llamaba ella?»

«Yo pensaba que estábamos construyendo algo. El año pasado. Me entregué a fondo. Para que fuera duradero. No quería precipitar las cosas. Nunca lo intenté con ella. Quería que fuera auténtico.»

«¿Y no lo fue?»

«Yo pensaba que sí. Porque, si te portas así con una mujer, es como un compromiso. Como decir algo que no dirías a nadie más.»

«¿Decir que os amáis?»

«Querer estar juntos. Querer un futuro. Creo que por eso me la jugó.»

«¿Sabías que se acostaba con alguien más?»

«Entonces, no.»

«¿Cuándo lo averiguaste?»

«Volvió al empezar el trimestre. Pensé que estaríamos juntos.»

«¿Como amantes?»

«Ella no quiso. Rió cuando le hablé de ello. Dijo: "Qué pasa contigo Gareth, solo fue un polvo, lo hicimos, fue cojonudo, punto, por qué te pones tan romántico, no fue nada".»

«Pero para ti lo era.»

«Pensé que me quería y por eso quiso hacerlo conmigo, no sabía.» Se interrumpió. Parecía exhausto.

Lynley le concedió una tregua y paseó la vista por la habitación. De un gancho clavado en la parte interior de la puerta colgaba su bufanda, del color azul propio de los estudiantes de Letras. Sus guantes de boxeo, de piel suave y limpia, con el aspecto de estar muy bien cuidados, colgaban de un gancho. Lynley se preguntó cuánto dolor habría descargado Gareth Randolph sobre los sacos de arena del pequeño gimnasio situado en la última planta de Fenners.

Se volvió hacia el ordenador.

«La discusión que sostuviste el domingo con Elena. ¿Fue entonces cuando te dijo que salía con otro?»

«Yo hablé de nosotros, pero no había tal nosotros.»

«¿Eso te dijo?»

«Cómo es posible que no, dije, y lo de Londres.»

«¿Te dijo entonces que no había significado nada?»

«Solo fue para divertirnos un poco Gareth, íbamos calientes, lo hicimos, no seas plasta y deja de darle importancia.»

«Se estaba riendo de ti. Supongo que no te gustó.»

«Intenté seguir hablando. Cómo había actuado en Londres. Lo que sintió en Londres. Pero no me escuchó. Y entonces lo dijo.»

«¿Que había otro?»

«Al principio no la creí. Dije que estaba asustada. Dije que intentaba ser lo que su padre quería que fuera. Le dije de todo. No podía pensar. Quería hacerle daño.»

– Un comentario interesante -observó Havers.

– Tal vez -respondió Lynley-, pero es una reacción típica cuando alguien a quien quieres te hiere: golpe por golpe.

– ¿Y cuando el primer golpe es el asesinato? -preguntó Havers.

– No lo he descartado, sargento.

Tecleó: «¿Qué hiciste cuando te convenció de que había otro hombre?».

Gareth levantó las manos, pero no tecleó. Una aspiradora rugió en la habitación de al lado, cuando la chacha del edificio empezó su ronda diaria, y Lynley experimentó la necesidad de concluir el interrogatorio antes de que alguien estorbara. Tecleó otra vez: «¿Qué hiciste?».

Gareth, vacilante, tocó las teclas: «Me quedé en St. Stephen hasta que ella se marchó. Quería saber quién era».

«¿La seguiste hasta Trinity Hall? ¿Sabías que era el doctor Troughton? -Cuando el muchacho asintió, Lynley tecleó-: ¿Cuánto tiempo te quedaste?»

«Hasta que ella salió.»

«¿A la una?»

Gareth asintió. Había esperado en la calle a que saliera, les dijo. Y cuando salió, discutió con ella de nuevo, colérico por su rechazo, amargamente decepcionado por la destrucción de sus sueños, pero disgustado sobre todo por su comportamiento. Pensaba que había comprendido sus intenciones al liarse con Victor Troughton, e interpretó aquellas intenciones como un intento de anclarse al mundo de los que oían, un mundo que nunca la aceptaría o comprendería del todo. Actuaba como una sorda, no como una Sorda. Discutieron violentamente. La dejó plantada en la calle.

«Nunca más la volví a ver», terminó.

– Esto no me gusta, señor -dijo Havers.

«¿Dónde estabas el lunes por la mañana?», tecleó Lynley.

«¿Cuando la mataron? Aquí. En la cama.»

Pero nadie podía demostrarlo, por supuesto. Estaba solo. Y a Gareth le habría resultado muy fácil no volver a Queen's College aquella noche, ir a la isla de Crusoe para esperar a Elena y poner punto final a la disputa.

– Necesitamos esos guantes de boxeo, señor-dijo Havers, mientras cerraba la libreta-. Tenía un móvil. Tenía medios. Tuvo la oportunidad. Además, tiene mal genio y el talento de canalizarlo a través de sus puños.

Lynley se vio obligado a admitir que no podía pasar por alto su afición al boxeo cuando la víctima del asesinato había sido golpeada antes de estrangularla.

Tecleó: «¿Conocías a Georgina Higgins-Hart?-Y, cuando Gareth asintió-: ¿Dónde estabas ayer por la mañana, entre las seis y la seis y media?».