– Tal vez te gustaría proclamar el resto, Justine -dijo Glyn-. De tal madre, tal hija. ¿O no tienes el valor de llevar tu particular concepto de la decencia hasta sus conclusiones lógicas?
Justine hizo ademán de dirigirse hacia su silla. Se apartó un mechón de cabello rubio de la mejilla. Glyn aferró su brazo, hundió los dedos en la fina lana de su vestido y gozó de un fugaz momento de placer cuando Justine se encogió.
– ¿Por qué no terminas lo que estabas diciendo? -insistió-. Glyn encauzó a Elena, Anthony. Glyn convirtió a tu hija en una putilla sorda. Elena se tiraba a todos los que le gustaban, como su madre.
– Glyn -dijo Anthony.
– No intentes defenderla, ¿me oyes? Estaba en la escalera. Oí lo que decía. Mi única hija muerta hace tres días, yo desesperada, y ella no puede esperar a desollarnos. Y escoge el sexo como instrumento. Me parece de lo más interesante.
– No pienso escuchar esto -dijo Justine.
Glyn intensificó su presa.
– ¿No puedes soportar oír la verdad? Utilizas el sexo como un arma, y no solo contra mí.
Glyn notó que los músculos de Justine se ponían rígidos. Sabía que su cuchillo se había clavado a fondo. Lo hundió un poco más.
– Le recompensas cuando es buen chico y le castigas cuando es malo. ¿Funciona así? ¿Cuánto tiempo pagará por apartarte del funeral?
– Eres patética -dijo Justine-. El sexo te ciega tanto como a…
– ¿Elena? -Glyn soltó el brazo de Justine. Miró a Anthony-. Eso es.
Justine se frotó la manga, como para limpiarse del contacto con la anterior esposa de su marido. Cogió el maletín.
– Me voy -anunció con calma.
Anthony se puso en pie, desvió los ojos desde el maletín hacia ella, y la miró de pies a cabeza, como si solo entonces se hubiera fijado en su indumentaria.
– No pretenderás…
– ¿Volver a trabajar tres días después del asesinato de Elena? ¿Exponerme a la pública censura por ello? Oh, sí, Anthony, eso es exactamente lo que pretendo.
– No, Justine. La gente…
– Basta, por favor. Yo no soy como tú.
Anthony siguió mirándola mientras Justine cogía el abrigo del poste de la escalera y cerraba la puerta a su espalda, mientras se adentraba en la niebla en dirección a su Peugeot gris. Glyn no apartaba los ojos de él, preguntándose si correría detrás de ella para detenerla. Sin embargo, parecía demasiado agotado para intentar disuadirla. Se volvió y caminó con paso lento hacia la parte posterior de la casa.
Glyn se acercó a la mesa y contempló los restos del desayuno: bacon cuajado en pequeñas lonchas de grasa, yemas de huevo secas y astilladas como barro amarillo. Aún había una tostada en la tostadora de plata, y Glyn extendió la mano con aire pensativo. Se rompió con facilidad, reseca y áspera, y se derramó como fino polvillo sobre el limpio suelo de parquet.
Oyó el sonido metálico de archivadores que se abrían en la parte posterior de la casa. Y también los lloriqueos agudos del perro de Elena, suplicando que le dejaran entrar. Glyn fue a la cocina y vio desde la ventana al perro sentado en el peldaño de la entrada trasera, su hocico negro apretado contra la puerta, meneando la cola con impaciencia. Retrocedió, alzó los ojos y vio que ella le miraba por la ventana. El ritmo de su cola aumentó y lanzó un alegre ladrido. La mujer le miró fijamente, satisfecha de alentar sus esperanzas, se volvió y se encaminó a la parte posterior de la casa.
Se detuvo ante la puerta del estudio de Anthony. Estaba agachado junto a un cajón abierto del archivador. El contenido de dos sobres de papel manila estaba diseminado sobre el suelo. Consistían en unas dos docenas de bosquejos a lápiz. A su lado había un lienzo, arrollado como un tubo.
Glyn observó que la mano de Anthony pasaba lentamente sobre los dibujos, como una caricia incompleta. Después, empezó a examinarlos. Sus dedos se movían con torpeza. En dos ocasiones, pareció ahogarse. Cuando se quitó las gafas y limpió los cristales con la camisa, Glyn comprendió que estaba llorando. Entró en el estudio para ver mejor los dibujos tirados en el suelo. Todos eran bosquejos de Elena.
– Papá se dedica a dibujar últimamente -le había dicho Elena.
Pronunciaba «dibugar», y la idea le había hecho mucha gracia. Las dos solían burlarse de las tentativas de Anthony por encontrarse a sí mismo, mediante una actividad u otra, a medida que se aproximaba a la madurez. Primero fueron las carreras de fondo, después empezó a nadar, más tarde se dedicó a la bicicleta como un poseso, y por fin aprendió a navegar. Pero, de todas las actividades que había probado, la de dibujar fue la que más las divirtió.
– Papá piensa que posee el alma de Van Gogh -decía Elena.
Imitaba a su padre, abierto de piernas con un cuaderno en la mano, los ojos escudriñando la lejanía, protegiéndose del sol con una mano sobre la frente. Dibujaba un bigote como el suyo sobre el labio superior y componía una expresión de ceñuda concentración.
– No se mueve ni un milímetro, Glynnie -decía a su madre-. Tieso como un palo. Como un palo.
Y las dos estallaban en carcajadas.
Pero, ahora, Glyn comprobó que los dibujos eran muy buenos, que estaban mucho más logrados que los bodegones colgados en la sala de estar, o los veleros, puertos y pueblos de pescadores que decoraban las paredes del estudio. En la serie de dibujos esparcidos sobre el suelo, comprendió que había conseguido captar la esencia de su hija. La exacta inclinación de su cabeza, los ojos de duende, la amplia sonrisa que revelaba el diente roto, el contorno de un pómulo, de la nariz y de la boca. Eran simples estudios, rápidas impresiones. Pero eran bellos y auténticos.
Cuando avanzó un paso más, Anthony levantó la vista. Recogió los dibujos y los guardó en sus respectivas carpetas. Los guardó en el cajón, junto con el lienzo, que encajó en el fondo.
– No has enmarcado ninguno -observó Glyn.
Él no contestó, sino que cerró el cajón y se acercó al escritorio. Jugueteó inquieto con el ordenador, conectó el módem y miró la pantalla. Aparecieron las instrucciones de un menú. Las contempló, sin tocar para nada el teclado.
– Da igual -dijo Glyn-. Ya sé por qué los escondes. -Se situó detrás de él y habló muy cerca de su oreja-. ¿Cuántos años has vivido así, Anthony? ¿Diez? ¿Doce? ¿Cómo demonios lo has conseguido?
El hombre bajó la cabeza. Glyn estudió su nuca, recordó inesperadamente la suavidad de su cabello y que, cuando lo llevaba demasiado largo, se rizaba como el de un niño. Había encanecido, con mechas blancas que se mezclaban con otras negras.
– ¿Qué esperaba lograr? Elena era tu hija. Tu única hija. ¿Qué demonios esperaba lograr?
La respuesta de Anthony fue un susurro. Habló como si respondiera a alguien que no se encontrara en la habitación.
– Quería herirme. Es lo único que podía hacer para que yo comprendiera.
– ¿Comprender, qué?
– Lo que es sentirse destrozado. Como yo la había destrozado a ella. Mediante la cobardía. El egoísmo. El egocentrismo. Pero sobre todo mediante la cobardía. La cátedra Penford solo te interesa para hinchar tu ego, dijo. Quieres una bonita casa y una bonita esposa y una hija que sea tu marioneta. Así la gente te mirará con admiración y envidia. Así la gente dirá que ese tío afortunado lo tiene todo. Pero no lo tienes todo. No tienes prácticamente nada. Tienes menos que nada. Porque lo que tienes es una mentira. Y ni siquiera tienes la valentía de admitirlo.
Una súbita certeza estrujó el corazón de Glyn, al comprender poco a poco el significado pleno de aquellas palabras.
– Podrías haberlo evitado. Si le hubieras dado lo que ella deseaba, Anthony, habrías podido detenerla.
– No pude. Tenía que pensar en Elena. Estaba aquí, en Cambridge, en esta casa, conmigo. Empezó a venir con frecuencia, a sentirse libre conmigo por fin, a permitirme ser su padre. No podía correr el riesgo de perderla otra vez. No podía arriesgarme. Y pensé que la perdería si…