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– ¡La has perdido! -gritó Glyn, y sacudió su brazo-. No volverá a entrar por esa puerta. No va a decir: «Papá, comprendo, te perdono, sé que hiciste lo que pudiste». Se ha ido. Está muerta. Y tú pudiste evitarlo.

– Si ella hubiera tenido un hijo, tal vez habría comprendido lo que significaba tener a Elena en casa. Habría comprendido por qué no podía soportar la idea de hacer algo que diera como resultado volver a perderla. Ya la había perdido una vez. ¿Cómo iba a enfrentarme de nuevo a aquella agonía? ¿Cómo podía esperar de mí que lo hiciera?

Glyn comprendió que, en realidad, no estaba respondiendo a su pregunta. Estaba cavilando. Hablaba por hablar. Agazapado tras una barrera que le protegía de los peores aspectos de la verdad, hablaba en un desfiladero cuyos ecos devolvían palabras diferentes. De repente, despertó en ella la misma cólera que había despertado durante los años más calamitosos de su matrimonio, cuando ella respondía a la ciega dedicación a su carrera con dedicaciones de signo muy distinto, cuando le esperaba para que reparara en lo tarde que se iba a dormir, cuando quería que se fijara en los morados de su cuello, pechos y muslos, aguardando el momento en que por fin hablaría, en que por fin daría una señal de que la situación le preocupaba realmente.

– Siempre serás igual, ¿verdad? -dijo-. Como siempre. Que Elena viniera a Cambridge fue para tu conveniencia, no la suya. No por su educación, sino para que te sintieras mejor, para lograr lo que deseabas.

– Quería darle una vida. Quería que compartiéramos una vida.

– Habría sido imposible. Tú no la querías, Anthony. Solo te querías a ti mismo. Querías tu imagen, tu reputación, tus logros maravillosos. Querías que te quisieran, pero no la querías. Incluso ahora, analizas la muerte de tu hija, piensas que tú fuiste el responsable, en lo que sientes ahora, en lo destrozado que estás y en lo que todo ello dice sobre ti, pero no harás nada en absoluto, no extraerás ninguna deducción, no tomarás ninguna medida. Menudo descrédito para ti.

Anthony la miró por fin. Tenía los ojos inyectados en sangre.

– No sabes lo que pasó. No lo entiendes.

– Lo comprendo perfectamente. Piensas enterrar a tu muerta, lamerte las heridas y seguir adelante. Eres tan cobarde como hace quince años. La abandonaste en plena noche, y ahora repetirás la jugada. Porque es la solución más fácil.

– No la abandoné -protestó Anthony-. Esta vez me mantuve firme, Glyn. Por eso murió.

– ¿Por ti? ¿Por tu culpa?

– Sí. Por mi culpa.

– En tu mundo, el sol sale y se pone por el mismo horizonte. Siempre ha sido así.

El hombre meneó la cabeza.

– En otro tiempo, tal vez -dijo-. Pero ahora solo se pone.

Capítulo 20

Lynley aparcó el Bentley en un hueco que encontró en la esquina sudoeste de la comisaría de policía de Cambridge. Contempló la forma apenas discernible del tablón de anuncios encristalado que se alzaba frente al edificio, con la sensación de estar al borde de sus fuerzas. A su lado, Havers se removió en el asiento. Pasó las páginas de su libreta. Sabía que estaba leyendo las recientes declaraciones de Rosalyn Simpson.

– Era una mujer -había dicho la estudiante del Queen's.

Les había conducido por el mismo camino que ella había seguido el lunes por la mañana, a través de la espesa niebla algodonosa de Laundress Lane, donde la puerta abierta a la facultad de Estudios Asiáticos arrojaba un poco de luz hacia la oscuridad. Una vez que alguien la cerraba, sin embargo, la niebla parecía impenetrable. El universo se reducía al perímetro de seis metros cuadrados que podían ver.

– ¿Corres cada mañana? -preguntó Lynley a la chica mientras cruzaban Mili Lane y caminaban bordeando los postes metálicos que separaban los vehículos del puente peatonal que salvaba el río en Granta Place. A su derecha, la niebla ocultaba Laundress Lane, una extensión de campo brumoso interrumpida de vez en cuando por las formas voluminosas de los sauces. Al otro lado del estanque, una sola luz parpadeaba en el último piso de Old Granary.

– Casi -contestó ella.

– ¿Siempre a la misma hora?

– Lo más cerca posible de las seis y cuarto. A veces, un poco más tarde.

– ¿Y el lunes?

– Los lunes me cuesta más despegarme de la cama. Debí salir de Queen's hacia las seis y veinticinco.

– De modo que llegaste a la isla…

– No más tarde de la media.

– Estás muy segura. ¿No pudo ser más tarde?

– Estaba de vuelta en mi habitación a las siete y media, inspector. Soy rápida, cierto, pero no tan rápida. Y el lunes por la mañana me hice unos buenos quince kilómetros, empezando por la isla. Es mi circuito de entrenamiento.

– ¿Para «Liebre y Sabuesos»?

– Sí. Este año quiero representar a la universidad en las competiciones.

Les dijo que aquella mañana, mientras corría, no había observado nada extraño. Aún era de noche cuando salió del Queen's College, y aparte de adelantar a un obrero que empujaba una carretilla por Laundress Lane, no había visto a nadie. Los patos y cisnes de costumbre, algunos flotando ya en el río, otros dormitando plácidamente en la orilla. Pero, como la niebla era espesa («Al menos tan espesa como hoy», les dijo), debió admitir que cualquiera habría podido estar al acecho en un portal, o agazapado al amparo de la niebla.

Cuando llegaron a la isla, encontraron una pequeña fogata que desprendía nubes de humo acre y de color hollín, que iban a mezclarse con la niebla. Un hombre ataviado con una gorra picuda, abrigo y guantes la estaba alimentado con hojas otoñales, basura y trozos de madera. Lynley reconoció a Ned, el más hosco de los dos reparadores de embarcaciones.

Rosalyn indicó el puente peatonal que no cruzaba el Cam, propiamente dicho, sino el segundo brazo de agua en que el río se convertía cuando rodeaba la parte oeste de la isla.

– Ella estaba cruzando el puente -dijo Rosalyn-. La oí cuando tropezó con algo. Debió perder pie, todo estaba muy mojado. También tosió. Supuse que había salido a correr como yo y estaba hecha polvo, y me molestó un poco encontrarme con ella, porque daba la impresión de que no miraba por dónde iba y casi me la llevé por delante. -Aparentó turbación-. Bueno, supongo que tengo los típicos prejuicios universitarios sobre la gente de la ciudad. ¿Cómo osaba invadir mi territorio?, pensé.

– ¿Por qué creíste que vivía en la ciudad?

Rosalyn dirigió una mirada pensativa al puente peatonal. El aire húmedo provocaba que rizos infantiles se formaran sobre su frente.

– Su ropa, diría yo, y tal vez la edad, aunque bien podía ser de Lucy Cavendish.

– ¿Por qué su ropa?

Rosalyn señaló su chándal.

– Los corredores de la universidad llevan en alguna parte los colores de su College, y también camisetas del College.

– ¿No llevaba un chándal? -preguntó Havers con brusquedad, y alzó la vista del cuaderno.

– Sí, pero no era del College. No recuerdo haber visto escrito el nombre del College. Sin embargo, ahora que lo pienso, bien podía ser de Trinity Hall, considerando el color.

– Porque iba vestida de negro -dijo Lynley.

La rápida sonrisa de Rosalyn confirmó su suposición.

– ¿Conoce los colores de la universidad?

– Una buena intuición, digamos.

– Caminó hacia el puente peatonal. La puerta de hierro forjado estaba entreabierta hacia la parte sur de la isla. El cordón policial ya había desaparecido, y la isla estaba abierta a cualquiera que quisiera sentarse a la orilla del agua, citarse a escondidas o, como Sarah Gordon, intentar dibujar.