– ¿En qué momento concreto practican la detención? Siempre me lo he preguntado. ¿Necesitan un testigo ocular? ¿Pruebas de peso? Han de proporcionar algo sólido a la justicia, un caso atado y bien atado.
– ¿Tenía una cita?
Glyn se secó las manos en la falda y se quitó fragmentos pegados a sus dedos.
– Tenemos la llamada por módem que afirmó recibir el domingo por la noche. Tenemos el hecho de que fue a correr sin el perro el lunes por la mañana. Tenemos el hecho de que sabía exactamente dónde, cuándo y a qué hora encontrarla. Y tenemos el hecho de que la odiaba y deseaba su muerte. ¿Necesita algo más? ¿Huellas dactilares? ¿Sangre? ¿Un fragmento de piel?
– ¿Ha ido a ver a algún familiar?
– La gente quería a Elena. Justine no podía soportarlo, pero lo que menos podía soportar era que Anthony la quisiera. Odiaba su devoción, sus intentos de que todo fuera bien entre ellos. Ella no estaba de acuerdo, porque, si las cosas iban bien entre Anthony y Elena, las cosas irían mal entre Anthony y Justine. Eso pensaba, y los celos la consumían. Por fin ha venido a por ella.
Las comisuras de su boca temblaron de ansiedad. Le recordó a Lynley las multitudes que se congregaban en otras épocas para presenciar las ejecuciones públicas, disfrutando del vengativo espectáculo. Si existiera una posibilidad de ver descuartizada a Justine Weaver, Lynley no dudaba de que esta mujer aprovecharía la oportunidad. Quiso decirle que ningún tribunal practicaba un auténtico ojo por ojo, que ninguno proporcionaba una auténtica satisfacción, pues, aunque infligiera al criminal el más espantoso castigo, la rabia y el dolor de las víctimas permanecía.
Sus ojos se posaron sobre la desordenada mesa. Cerca de los platos apilados y debajo de un cuchillo manchado de mantequilla, había un sobre con el blasón de la editorial universitaria y el nombre de Justine, pero no su dirección, escrito con letra firme y masculina.
Glyn reparó en la dirección de su mirada.
– Es una ejecutiva importante. No habrá pensado que la encontraría en casa.
Lynley asintió e hizo ademán de marcharse.
– ¿La va a detener? -preguntó Glyn de nuevo.
– Quiero hacerle una pregunta.
– Entiendo. Una simple pregunta. Bien. Muy bien. ¿La detendría si tuviera la prueba en la mano? ¿Si yo le diera esa prueba? -Esperó a ver cómo reaccionaba a sus preguntas. Sonrió como una gata complacida cuando Lynley vaciló y se volvió hacia ella-. Sí -dijo poco a poco-. Ya lo creo, señor policía.
Se levantó de la mesa y salió de la sala. Al cabo de un momento, se oyeron los ladridos del perdiguero desde la puerta posterior de la casa, y el grito airado de Glyn.
– ¡Calla de una vez!
El perro insistió.
– Tome -dijo Glyn cuando volvió. Llevaba en la mano dos sobres de papel manila y, bajo el brazo, lo que parecía una tela de cuadro enrollada-. Anthony los tenía escondidos en el fondo de su archivador. Le encontré lloriqueando sobre ellos hace una hora, justo antes de que se marchara. Eche un vistazo. Sé de antemano la conclusión a la que llegará.
Primero, le tendió los sobres. Lynley examinó los bosquejos que contenían. Todos consistían en estudios de la muchacha muerta, y todos parecían deberse a la misma mano. Eran indudablemente buenos, y admiró su calidad. Sin embargo, ninguno servía como móvil del asesinato. Estaba a punto de decirlo, cuando Glyn le tiró la tela.
– Mire esto.
Lo desenrolló y lo extendió sobre el suelo, porque era muy grande y lo habían doblado antes de arrollarlo y guardarlo. Era un lienzo manchado, con dos amplios desgarrones que avanzaban en diagonal hacia la mitad, y otro desgarrón más pequeño en el centro, que empalmaba con los otros dos. Las manchas eran de pintura blanca y roja, sobre todo, con aspecto de haber sido producidas al azar. En los puntos donde no coincidían o tapaban la tela, asomaban los colores de otro cuadro. Lynley se puso en pie y lo contempló, hasta que empezó a comprender.
– Y esto -dijo Glyn-. Estaba envuelta en la tela cuando la desenrollé.
Depositó en su mano una plaquita de latón, de unos cinco centímetros de largo y dos de ancho. La cogió y alzó a la luz, casi seguro de lo que vería. En la placa estaba grabada la palabra ELENA.
Miró a Glyn Weaver y vio el exultante placer que estaba extrayendo del momento. Sabía que aguardaba un comentario sobre el móvil que le había ofrecido.
– ¿Ha ido a correr Justine mientras usted ha estado en Cambridge? -preguntó, en cambio.
Su expresión delató que no era la frase esperada, pero reaccionó bien, aunque entornó los ojos con suspicacia.
– Sí.
– ¿Con chándal?
– Bueno, no llevaba exactamente un modelo exclusivo de Coco Chanel.
– ¿De qué color, señora Weaver?
– ¿De qué color? -repitió en tono ofendido, porque no prestaba la debida atención al cuadro destruido ni a sus implicaciones.
– Sí. El color.
– Era negro. ¿Cuántas pruebas más quiere de que Justine odiaba a mi hija?
Glyn Weaver le había seguido fuera de la salita, dejando a sus espaldas los olores mezclados a atún, mantequilla y patatas fritas, que pugnaban por su primacía.
– ¿Qué hace falta para convencerle? ¿Cuántas pruebas más necesita?
Le cogió por el brazo y le obligó a volverse, tan cerca de él que Lynley notó su aliento en la cara y el olor aceitoso a pescado cada vez que la mujer exhalaba.
– No dibujaba a su mujer, sino a Elena. No pintaba a su mujer, sino a Elena. Imagine soportar eso. Imagine odiar cada momento de ese espectáculo, aquí mismo, en esta sala, porque hay buena luz, y prefería pintarla con luz buena.
Lynley dirigió el Bentley hacia Bulstrode Gardens. Las farolas de la calle no conseguían perforar la niebla, sino pintar de un tono dorado la capa superior, mientras que el resto continuaba siendo una masa húmeda y grisácea. Frenó en el camino semicircular, sobre una alfombra de hojas mojadas que habían caído de los esbeltos abedules situados al borde de la propiedad. Contempló la casa antes de salir, pensó en las pruebas que llevaba encima, reflexionó sobre los dibujos de Elena y lo que sugerían acerca del cuadro destruido, pensó en el módem y, sobre todo, calculó el tiempo, porque todo el caso dependía del tiempo.
Según Glyn Weaver, primero había destrozado la imagen y, al no obtener una satisfacción auténtica y duradera, había dado el segundo paso, atacando a la muchacha. Había golpeado su cara del mismo modo que había acuchillado el cuadro, en un afán de destrucción nacido de la ira.
Pero todo se reducía a conjeturas, pensó Lynley. Solo una parte rozaba la verdad. Sujetó el lienzo bajo el brazo y caminó hacia la puerta.
Harry Rodger abrió, seguido de Christian y Perdita.
– ¿Vienes a ver a Pen? -se limitó a preguntar, y dijo a su hijo-: Chris, ve a buscar a mamá.
Cuando el niño corrió escaleras arriba, gritando «¡Mamá!», golpeando los pasamanos con la cabeza medio destrozada de un caballito, con gritos suplementarios de «¡Cachún, puní!», Rodger indicó a Lynley que pasara a la sala de estar. Montó a su hija sobre la cadera y echó un vistazo al lienzo que Lynley llevaba bajo el brazo. Perdita se acurrucó, mimosa, contra el pecho de su padre.
Los pasos de Christian resonaron en el pasillo de arriba. Su caballito golpeó contra la pared.
– ¡Mamá!
Pequeños puños aporrearon una puerta.
– Le has traído trabajo, ¿eh?
Las palabras de Rodger eran educadas, su rostro, deliberadamente impasible.
– Quiero que le eche una ojeada a esto, Harry. Necesito su experiencia.
Los labios de Rodger se curvaron en una breve sonrisa, indicando que aceptaba la información, pero sin precisar si le gustaba.
– Disculpa, por favor -dijo, y entró en la cocina, cerrando la puerta a su espalda.
Un momento después, Christian entró en la sala de estar, precediendo a su madre y a su tía. Durante su recorrido por la casa se había apoderado de una pistolera de vinilo en miniatura, que se había ceñido con torpeza alrededor de la cintura; la pistola correspondiente le colgaba hasta las rodillas.