– Muerto, señor -dijo a Lynley, aferrando la culata del revólver y tropezando con las piernas de lady Helen en su afán por desenfundar-. Muerta, tía Leen.
– Me parece poco prudente decirle eso a un policía, Chris. -Lady Helen se arrodilló delante de él-. Estáte quieto un poco -dijo, y le ciñó mejor el cinturón.
El niño rió y chilló, mientras jugaba con la pistola.
– ¡Bang bang, señor!
Corrió hacia el sofá y golpeó los almohadones con la pistola.
– Al menos, le espera un gran futuro en el crimen -observó Lynley.
Penélope levantó las dos manos.
– Casi es la hora de la siesta. Se pone muy nervioso cuando está cansado.
– Tiemblo solo de pensar cómo se pondrá cuando esté despierto del todo.
– ¡Ca-poum! -aulló Christian. Se tiró al suelo y procedió a reptar en dirección al vestíbulo, imitando el ruido de disparos y apuntando a enemigos imaginarios.
Penélope le miró y meneó la cabeza.
– He considerado la posibilidad de suministrarle sedantes hasta que cumpla dieciocho años, pero ¿quién me haría reír? -Mientras Christian se disponía a asaltar la escalera, indicó la tela con un cabeceo-. ¿Qué has traído?
Lynley la desenrolló sobre el respaldo del sofá y dejó que Penélope la observara un momento desde el otro extremo de la sala.
– ¿Qué puedes hacer con eso? -preguntó.
– ¿Hacer?
– Restaurarlo, no, Tommy -comentó lady Helen, intrigada.
Penélope levantó la vista del lienzo.
– Santo Dios. ¿Estás bromeando?
– ¿Porqué?
– Está hecho una ruina, Tommy.
– No necesito que lo restaures. Me basta con saber qué hay debajo de la capa de pintura superpuesta.
– ¿Cómo sabes que hay algo debajo?
– Míralo más de cerca. Tiene que haberlo. Lo verás. Y, además, es la única explicación.
Penélope no solicitó más detalles. Se acercó al sofá y recorrió con los dedos la superficie de la tela.
– Tardaría semanas en rascar esto -dijo-. No tienes ni idea de lo que costaría. Se hace de capa en capa. No basta con tirar una botella de disolvente encima y limpiarlo, como si fuera una ventana.
– Maldición -masculló Lynley.
– ¡Ca-poum! -gritó Christian desde su supuesto escondite en la escalera.
– Aunque… -Penélope se dio unos golpecitos sobre los labios-. Deja que lo lleve a la cocina y lo examine con mejor luz.
Su marido estaba de pie ante los fogones e inspeccionaba el correo del día. Su hija, apretujada contra él, rodeaba con un brazo su pierna y apoyaba la mejilla sobre su muslo.
– Mamá -dijo con voz adormilada.
Rodger levantó la vista de la carta que estaba leyendo. Sus ojos se clavaron en la tela que Penélope cargaba. Su expresión era indescifrable.
– Si despejáis la encimera -dijo Penélope, y esperó con el lienzo en la mano a que Lynley y Havers apartaran los cuencos, los platos de la comida, libros de cuentos y cubiertos. Después, desenrolló el lienzo y lo contempló con aire pensativo.
– Pen -dijo su marido.
– Espera un momento -replicó ella. Se acercó a un cajón y sacó una lupa. Acarició el cabello de su hija cuando pasó a su lado.
– ¿Dónde está la pequeña? -preguntó Rodger.
Penélope se inclinó sobre la encimera, examinó primero los manchones de pintura y después los desgarros de la tela.
– Ultravioletas -dijo-. Tal vez infrarrojos. -Miró a Lynley-. ¿Necesitas el cuadro, o te bastará con una fotografía?
– ¿Una fotografía?
– Pen, te he preguntado…
– Tenemos tres opciones. Una radiografía nos mostraría el esqueleto del cuadro, todo lo pintado sobre la tela, por más capas que haya. Una luz ultravioleta nos descubriría todo lo que se ha hecho sobre el barniz, si se ha vuelto a pintar, por ejemplo. Y una foto infrarroja nos proporcionaría el bosquejo inicial del cuadro, y cualquier falsificación de la firma. Si había firma, claro. ¿Cuál prefieres?
Lynley contempló la destrozada tela y reflexionó sobre las opciones.
– Yo diría que los rayos X -dijo, en tono pensativo-, pero, si eso no sirve, ¿podemos intentar otra cosa?
– Desde luego. Yo…
– Penélope. -El rostro de Harry Rodger se había teñido de púrpura, si bien su voz continuaba siendo serena-. ¿No es hora de acostar a los gemelos? Christian está como loco desde hace veinte minutos, y Perdita se va a quedar dormida de pie.
Penélope consultó el reloj de la pared. Se mordió el labio y desvió la vista hacia su hermana. Lady Helen sonrió levemente, tal vez en señal de agradecimiento, o de aliento.
– Tienes razón, por supuesto -suspiró Penélope-. Necesitan una siesta.
– Bien. Entonces…
– Si tú te ocupas de ellos, querido, los demás podremos ir con este cuadro al Fitzwilliam, a ver si es posible conseguir algo. La pequeña ya ha comido. Está dormida. Y los gemelos no te darán mucho trabajo, siempre que les leas un poco de los Versos Ejemplares. A Christian le gusta mucho el poema sobre Mathilda. Helen tuvo que leérselo ayer media docena de veces antes de que se durmiera. -Enrolló la tela-. Voy a vestirme -dijo a Lynley.
Cuando salió de la sala, Rodger levantó a su hija. Miró hacia la puerta, como si esperara el regreso de Penélope. Como eso no ocurrió, sino que oyeron decir a Penélope: «Papá te ayudará a acostarte, Christian», dedicó su atención a Lynley un momento, mientras Christian bajaba la escalera y se dirigía en tromba hacia la cocina.
– No se encuentra bien -dijo Rodger-. Sabes tan bien como yo que no debería salir de casa. Te hago responsable, a los dos, Helen, de lo que suceda.
– Solo vamos al museo Fitzwilliam -replicó lady Helen, en el tono más razonable del mundo-. ¿Qué demonios le puede suceder?
– ¡Papá! -Christian irrumpió en la cocina y se precipitó sobre las piernas de su padre-. ¡Léeme Tilda! Ahora!
– Te lo advierto, Helen -dijo Rodger, y apuntó un dedo en dirección a Lynley-. Os lo advierto a los dos.
– ¡Papá! ¡Lee!
– El deber te llama, Harry -contestó lady Helen con serenidad-. Encontrarás los pijamas bajo las almohadas de sus camas, y el libro…
– Sé dónde está el jodido libro -masculló Rodger, y sacó a sus hijos de la cocina.
– Santo Dios -murmuró Helen-. Temo que se va a armar una de órdago.
– No creo -dijo Lynley-. Harry es un hombre educado. Como mínimo, sabemos que sabe leer.
– ¿Los Versos Ejemplares?
Lynley negó con la cabeza.
– Las pintadas de las paredes.
– Al cabo de una hora, logramos llegar a un acuerdo. Lo más probable es que se tratara de cristal. Cuando me marché, Pleasance seguía esgrimiendo su teoría de que fue una botella de vino o champán, preferiblemente llena, pero acaba de graduarse y aprovecha cualquier oportunidad para explayarse. La verdad, espero que se sienta más atraído por la espectacularidad de sus argumentaciones que por su viabilidad. No me extraña que el jefe del departamento…, ¿se llama Drake?, quiera su cabeza.
El científico forense Simón Allcourt-St. James se reunió con Barbara Havers en la solitaria mesa que esta ocupaba en el comedor de la comisaría de policía de Cambridge. Había pasado las dos horas anteriores encerrado en el laboratorio de la policía regional, con las dos partes en litigio que constituían el equipo forense del superintendente Sheehan. No solo había examinado las radiografías de Elena Weaver, sino también su cuerpo, para comparar sus conclusiones con las formuladas por el científico más joven del grupo de Cambridge. Barbara había declinado el honor de asistir al procedimiento. El breve período de su entrenamiento como policía dedicado a contemplar autopsias había colmado su ya escaso interés en la medicina forense.