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—Sí, ya lo sé. Trabajas con un geneto.

—¿Qué te han dicho de mí?

—No mucho. ¿A qué te dedicas allí?

—Soy separadora —me respondió—. Recorto genes. Si alguien tiene un gen de cabellos rojos y quiere transmitirlo a sus hijos, pero ese gen está relacionado con, por ejemplo, el de la hemofilia, corto el gen importuno y lo retiro.

—Parece un trabajo bastante difícil —aventuré.

—No, si conoces el trabajo. El entrenamiento dura seis meses.

—Entendido.

—Es un trabajo interesante. Se aprenden muchas cosas sobre la naturaleza humana al ver cómo quiere la gente que sean sus hijos. Ya sabes que no todo el mundo quiere este tipo de mejoras. A veces tenemos peticiones increíbles.

—Supongo que dependerá de lo que tú llamas mejoras —repliqué.

—Bueno, hay normas de apariencia. Se supone que es mejor tener una melena espesa y lustrosa que no tener nada de pelo. Para un hombre, mejor medir dos metros que uno. Mejor tener los dientes iguales que descolocados. Pero, ¿qué dirías si entrase una mujer y te dijera que quería que su hijo no tuviera los testículos colgando?

—¿Quién iba a querer un hijo así?

—No le gusta la idea de que se divierta con las chicas —respondió Emily.

—¿Lo hiciste?

—La demanda estaba dos escalones por debajo del límite en el índice de desviaciones genéticas. Debemos someter todas esas peticiones al Consejo de Modificaciones Genéticas.

—¿Lo aprobaron? —pregunté.

—Oh, no, nunca. No autorizan las mutaciones antiproductivas de ese estilo.

—Supongo que la pobre mujer tendrá un hijo con pelotas.

Emily sonrió.

—Puede dirigirse a los genetos clandestinos si quiere. Harán lo que sea. ¿No has oído hablar de ellos?

—La verdad es que no…

—Producen mutaciones profundas para la chiquillería de vanguardia. Niños con branquias y escamas, muchachos con diez dedos en cada mano o piel con rayas. Los clandestinos recortan cualquier gen… por un precio razonable. Son muy caros. Pero es el futuro.

—¿De verdad?

—Las mutaciones genéticas ya están en marcha —declaró Emily—. Atención: nuestro geneto nunca lo haría. Pero somos la última generación de uniformidad que conocerá la raza humana. La diversidad de genotipos y fenotipos… ¡el futuro!

Sus ojos lanzaron un leve destello de demencia y me di cuenta de que un flotador de acción lenta acababa de explotar en sus venas en los últimos minutos. Acercándose a mí murmuró:

—¿Qué te parece esta idea? Hagamos un bebé ahora mismo y le diseñaré de nuevo en el despacho del geneto después de las horas de trabajo. ¡Hay que ir a la moda!

—Lo siento —me excusé— me he tomado ya la píldora del mes.

—De todos modos vamos a intentarlo —respondió metiéndome por el pantalón una mano apresurada.

18

Llegué a Estambul un oscuro mediodía de verano y tomé el exprés que cruzaba el Bósforo para ir al centro del Servicio Temporal en la orilla asiática. La ciudad no había cambiado excesivamente desde mi última visita un año antes. No resultaba sorprendente. Estambul no había cambiado de verdad desde la época de Kemal Ataturk, y de aquello hacía ya ciento cincuenta años. Los mismos edificios grises, el mismo desorden de calles sin nombre, la misma capa de mugre y arenilla. Y las mismas celestes mezquitas flotando por encima de todo aquello.

Soy un gran admirador de las mezquitas. Demuestran que los turcos eran buenos en algo. Pero, para mí, Estambul no era más que una broma pesada que alguien había dibujado por encima de la herida cepa de mi querida Constantinopla. Los pequeños fragmentos de la ciudad bizantina que quedan tienen sobre mí un poder mágico mucho mayor que la mezquita del sultán Ahmed, el Solimán, y la mezquita de Bayazid juntas.

Al pensar que no tardaría en poder ver Constantinopla como una ciudad viva, sin ninguna de aquellas excrecencias turcas, estuve a punto de orinarme encima.

El Servicio Temporal estaba instalado en un edificio bajo, pero muy grande, que databa de finales del siglo XX, dominando el Bósforo, casi enfrente de la fortaleza turca de Rumeli Hisari, desde donde el Conquistador asedió Bizancio en 1453. Tenía una cita; sin embargo, debí aguardar durante un cuarto de hora en una sala de espera, rodeado de turistas descontentos que se quejaban de un error en las reservas. Un hombre de rostro enrojecido no dejaba de gritar: “¿Dónde hay una terminal de ordenador? ¡Quiero que todo sea grabado con ordenador!” Y un secretario de aspecto angélico y fatigado no dejaba de contestarle con un tono cansado que todo lo que estaba diciendo quedaba efectivamente grabado, hasta el último de sus bramidos. Dos gigantes fanfarrones con uniforme de la Patrulla Temporal pasaron fríamente a través de la masa de gente, con el rostro siniestro y la mente fija en su deber, no cabía duda. Casi podía oírles pensar: “¡Ajá! ¡Ajá!” Una mujer delgada de rasgos cuneiformes se precipitó hacia ellos, agitando unos documentos bajo sus mentones hendidos, y gritó: “Hace siete meses que confirmé estas reservas! ¡Antes de Navidad! Y ahora me dicen…” Los Patrulleros Temporales siguieron su camino. Un robot vendedor penetró en la sala de espera y se puso a ofrecer billetes de lotería. Tras él, entró un turco de aspecto infame, más afeitado, vestido con ropas negras y ajadas, que vendía panes de especias con miel transportados en una bandeja grasienta.

Aprecié la calidad del desorden. Era genial.

No obstante, no me importó ser socorrido. Un tipo levantino, que podría haber sido primo de mi instructor Najeeb Dajani, apareció y, tras presentarse con el nombre de Spiros Protopopolos, me arrastró rápidamente por una puerta esfínter en la que yo ni me había fijado.

—Tenía que haber entrado por la otra puerta —dijo—. Lamento el retraso. No sabíamos que ya estaba aquí.

Tendría unos treinta años; rollizo, educado, con gafas de sol y muchísimos dientes blancos. Mientras subíamos hacia la sección de Guías, me dijo:

—Nunca antes ha trabajado como Guía, ¿verdad?

—Exacto —le contesté—. Nunca. Es la primera vez.

—¡Le gustará! Sobre todo, los viajes a Bizancio. Bizancio es tan… ¿cómo podría decirlo? —Se frotó las regordetas manos con mucho entusiasmo—. Quizá lo sienta ligeramente. Pero sólo un griego, como yo, puede darse cuenta de todo por completo. ¡Bizancio! ¡Ah, Bizancio!

—Yo también soy griego —le dije.

Detuvo el ascensor y se levantó las gafas.

—¿No es usted Judson Daniel Elliott III?

—Sí.

—¿Ese nombre es griego?

—De soltera, mi madre se llamaba Passilidis. Nació en Atenas. Mi abuelo materno era alcalde de Esparta. Por la línea materna, descendían de la familia Markezinis.

—¡Eres mi hermano! —gritó Spiros Protopopolos.

Al final, seis de los demás nueve Guías Temporales que se ocupaban de los viajes a Bizancio eran griegos, por nacimiento o por descendencia; había también dos alemanes, Herschel y Melamed, y el décimo hombre era un español elegante de cabello negro llamado Capistrano, quien más tarde, cierto día, me confesó que, para su vergüenza, su bisabuela fue turca. Quizá lo hizo para que le despreciara; Capistrano mostraba una clara inclinación hacia el masoquismo.

Cinco de mis nueve colegas estaban en aquel momento sobre la línea y cuatro de ellos se encontraban en Estambul en el tiempo actual, gracias al error de reserva que causaba el desorden con que me encontré en la sala de espera. Protopopolos hizo las presentaciones:

—Melamed, Capistrano, Pappas, éste es Elliott. —Melamed tenía el cabello rubio y se ocultaba detrás de una espesa barba de color arena; Pappas mostraba unos pómulos muy marcados y sus ojos eran grises, el bigote caído. Los dos parecían tener unos cuarenta años. Capistrano aparentaba ser un poco más joven.