—Virgen —nos dijo—. ¿Os gusta? Bonita cara, ¿eh? ¿Qué sois: americanos, ingleses, alemanes? ¡Mirad!
La chica se desabotonó la blusa ante una breve orden del muchacho y nos enseñó dos preciosos pechos redondos y firmes. Una pesada moneda bizantina, quizá un follis, se balanceaba entre ellos colgando de una cadena. Me acerqué para verla mejor. El muchacho, cuyo aliento apestaba a ajo, se dio cuenta en el acto de que yo miraba la moneda y no los pechos de su hermana; volvió a la carga y me preguntó:
—Te gustan las monedas, ¿verdad? Bajo un muro, tenemos un jarro lleno. Espera aquí, te lo enseñaré, ¿sí?
Se fue corriendo. Su hermana volvió a cerrar la blusa morosamente. Capistrano y yo empezamos a alejarnos. La chica nos siguió pidiéndonos que nos quedásemos, pero, tras perseguirnos una veintena de metros, nos dejó en paz. Gracias al pontón, estuvimos en el edificio del Servicio Temporal una hora más tarde.
Tras desayunar, nos vestimos: largas túnicas de seda, sandalias romanas, elegantes capas. Capistrano me tendió el crono solemnemente. Su uso me resultaba ya muy familiar. Me lo apoyé en la piel y sentí que se vertía en mí una riada de energía: sabía que era libre de ir a cualquier época y que no debía nada a nadie mientras recordase que debía preservar el carácter sagrado del tiempo actual. Capistrano me guiñó un ojo.
—Remontamos la línea —dijo.
—Remontamos la línea —contesté.
Nos dirigimos al encuentro de nuestros ocho juristas.
20
El punto de partida para el viaje a Bizancio es casi siempre el mismo: la plaza que se encuentra ante Santa Sofía. Los diez, un poco molestos a causa de la ropa, fuimos hasta allí en autobús y llegamos a eso de las diez de la mañana. Otros turistas más convencionales, llegados para ver Estambul, iban y venían agrupados entre la gran catedral y la cercana mezquita del sultán Ahmed. Capistrano y yo nos aseguramos de que todo el mundo tuviera el crono en su sitio y las reglas acerca del viaje temporal bien metidas en la cabeza.
Nuestro grupo comprendía dos hombres de Londres, bastante jóvenes, dos virginales estudiantes alemanas y dos parejas americanas casadas y de bastante más edad. Cada uno de ellos había recibido un curso hipnótico de griego bizantino, y podría hablar aquel idioma de un modo tan normal como si fuera su lengua natal durante los siguientes sesenta días; Capistrano y yo les recordamos a los americanos y a una de las jovencitas alemanas que era imprescindible emplear aquella jerga.
Saltamos.
Sentí la momentánea desorientación que siempre se percibe cuando se remonta la línea. Pero me recuperé en un momento y me di cuenta de que había dejado Estambul y llegado a Constantinopla.
Y que Constantinopla no me decepcionaba.
La suciedad había desaparecido. Los minaretes habían desaparecido. Las mezquitas habían desaparecido. Los turcos habían desaparecido.
El aire era azul, dulce y puro. Nos encontrábamos en la plaza mayor, el Augusteum, delante de Santa Sofía. A mi derecha, allí donde debían verse edificios fríos y grises, pude ver campos. Ante mí, donde debía alzarse la visión azulada de la mezquita del sultán Ahmed, vi una extraña aglutinación de palacios de mármol de poca altura. A un lado se alzaba el Hipódromo. Siluetas vestidas con trajes coloreados, como si fueran personajes fugados de los mosaicos bizantinos, se paseaban por la gran plaza.
Di media vuelta para ver, por primera vez, Santa Sofía sin minaretes.
Santa Sofía no estaba allí.
En el familiar lugar, no vi más que los restos ennegrecidos y derrumbados de una basílica rectangular que me resultaba desconocida. El equilibrio de los muros de piedra parecía precario; no tenía techo. Tres soldados vagaban a la sombra de la fachada. Me encontré perdido.
—Hemos remontado la línea del tiempo dieciséis siglos —explicó Capistrano con voz átona—. Nos encontramos en el año 408 y vamos a asistir a la procesión bautismal del emperador Arcadio, que reinará algún día bajo el nombre de Teodosio II. A nuestras espaldas, en el lugar que un día ocupará la célebre catedral de Santa Sofía, podemos ver las ruinas de la basílica original, construida durante el reinado del emperador Constancio, hijo de Constantino el Grande, y que fue abierta a los fieles el 15 de diciembre de 360. Este edificio fue incendiado el 20 de junio de 404, durante una rebelión y, como pueden constatar, la reconstrucción todavía no ha empezado. La iglesia será reconstruida dentro de treinta años por el emperador Teodosio II y podrán verla en la siguiente etapa del viaje. Vengan por aquí.
Le seguí como en un sueño, tan turista como nuestros ocho clientes. Capistrano fue quien hizo todo el trabajo. Nos habló de un modo poco convencido pero comprensible de los edificios de mármol que se hallaban ante nosotros y que constituían el esbozo del Gran Palacio. No conseguía conciliar lo que veía con los planos que memoricé en Harvard; pero naturalmente la Constantinopla que había estudiado era la ciudad postjustiniana más reciente y mucho más grande y no veía en aquel momento más que el germen de lo que sería aquella urbe. Dimos una vuelta y dejamos los palacios para penetrar en un barrio residencial en el que las casas de los ricos, de blancas fachadas rodeadas de un patio, rodeaban desordenadamente las cabañas de techos de matojos de los pobres. Desembocamos al fin en la Mese la gran calle de las procesiones bordeada de tiendas llenas de escaparate y decoradas aquel día en honor del bautismo del príncipe con tapicerías de seda adornadas con hilos de oro.
Todos los ciudadanos de Bizancio estaban presentes codo con codo llenando la calle y esperando el gran desfile. Los mercaderes tenían bastante trabajo; olimos a jamón a la plancha y cordero asado y pudimos ver anaqueles llenos de quesos, nueces, frutas desconocidas. Una de las alemanas declaró que tenía hambre; Capistrano se echó a reír y compró pinchos de cordero para todos nosotros pagando con brillantes monedas de cobre que hubieran valido una fortuna para un numismático. Un tuerto nos vendió vino dejándonos beber a morro de una gran ánfora muy fresca. En cuanto resultó evidente a los vendedores de los alrededores que éramos clientes potenciales, se apretujaron por docenas a nuestro alrededor, ofreciéndonos recuerdos, golosinas, huevos duros (que parecían bastante viejos), paquetes de nueces saladas, platos con diversos órganos animales, entre ellos ojos y testículos. Era la verdad, el verdadero pasado arcaico; aquel despliegue de extraños mercaderes y el olor a sudor y ajo que se alzaba de la multitud de vendedores nos demostraba que estábamos muy lejos de 2059.
—¿Extranjeros? —preguntó un tipo barbudo que vendía lamparillas de aceite hechas de arcilla—. ¿De dónde sois? ¿De Egipto? ¿De Chipre? —De Hispania —replicó Capistrano.
El hombre de las lamparillas nos miró alucinando, como si le hubiésemos dicho que acabábamos de bajar de Marte.
—¡De Hispania! —repitió—. ¡De Hispania! ¡Magnífico! Hacer un viaje tan largo para ver nuestra ciudad…
Inspeccionó a nuestro grupo, realizando un rápido inventario y deteniéndose ante la rubia Clotilde de impresionante pecho, la más voluptuosa de nuestras dos alemanas.
—La esclava, ¿es sajona? —me preguntó, palpando la mercancía a través de la suelta túnica de Clotilde—. ¡Ah, muy bien! ¡Sois un hombre de gusto!