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El viejo señaló con la cabeza a su acompañante y sonrió.

- Es el jefe aquí -dijo, satisfecho, y con un ademán imitó a un atleta, mientras miraba al hombre de la carabina con admiración un tanto irrespetuosa-. Es un hombre muy fuerte.

- Ya lo veo -dijo Robert Jordan, sonriendo otra vez.

No le gustó la manera que tenía el hombre de mirar, y por dentro no sonreía.

- ¿Qué tiene usted para justificar su identidad? -preguntó el hombre de la carabina.

Robert Jordan abrió el imperdible que cerraba el bolsillo de su camisa y sacó un papel doblado que entregó al hombre; éste lo abrió, lo miró con aire de duda y le dio varias vueltas entre las manos.

«De manera que no sabe leer», advirtió Jordan.

- Mire el sello -dijo en voz alta.

El viejo señaló el sello y el hombre de la carabina lo estudió, dando vueltas de nuevo al papel entre sus manos.

- ¿Qué sello es éste?

- ¿No lo ha visto usted nunca?

- No.

- Hay dos sellos -dijo Robert Jordan-: Uno es del S.I.M, el Servicio de Información Militar. El otro es del Estado Mayor.

- He visto ese sello otras veces. Pero aquí no manda nadie más que yo -dijo el hombre de la carabina, muy hosco-. ¿Qué es lo que lleva en esos bultos?

- Dinamita -dijo el viejo orgullosamente-. Esta noche hemos cruzado las líneas en medio de la oscuridad y hemos subido esos bultos montaña arriba.

- Dinamita -dijo el hombre de la carabina-. Está bien. Me sirve. -Tendió el papel a Robert Jordan y le miró a la cara-. Me sirve; ¿cuánta me ha traído?

- Yo no le he traído a usted dinamita -dijo Robert Jordan, hablando tranquilamente-. La dinamita es para otro objetivo. ¿Cómo se llama usted?

- ¿Y a usted qué le importa?

- Se llama Pablo -dijo el viejo. El hombre de la carabina miró a los dos ceñudamente.

- Bueno, he oído hablar mucho de usted -dijo Robert Jordan.

- ¿Qué es lo que ha oído usted de mí? -preguntó Pablo.

- He oído decir que es usted un guerrillero excelente, que es usted leal a la República y que prueba su lealtad con sus actos. He oído decir que es usted un hombre serio y valiente. Le traigo saludos del Estado Mayor.

- ¿Dónde ha oído usted todo eso? -preguntó Pablo.

Jordan se percató de que no se había tragado ni una sola palabra de sus lisonjas.

- Lo he oído decir desde Buitrago hasta El Escorial -respondió, nombrando todos los lugares de una región al otro lado de las líneas.

- No conozco a nadie en Buitrago ni en El Escorial -dijo Pablo.

- Hay muchas gentes al otro lado de los montes que no estaban antes allí. ¿De dónde es usted?

- De Avila. ¿Qué es lo que va a hacer con la dinamita?

- Volar un puente.

- ¿Qué puente?

- Eso es asunto mío.

- Si es en esta región, es asunto mío. No se permite volar puentes cerca de donde uno vive. Hay que vivir en un sitio y operar en otro. Conozco el trabajo. Uno que sigue vivo, como yo, después de un año de trabajo, es porque conoce su trabajo.

- Eso es asunto mío -insistió Jordan-. Pero podemos discutirlo más tarde. ¿Quiere ayudarnos a llevar los bultos?

- No -dijo Pablo, negando con la cabeza.

El viejo se volvió hacia él, de repente, y empezó a hablarle con gran rapidez y en tono furioso, de manera que Jordan apenas si podía seguirle. Le parecía que era como si leyese a Quevedo. Anselmo hablaba un castellano viejo, y le decía algo como esto: «Eres un bruto, ¿no? Eres una bestia, ¿no? No tienes seso. Ni pizca. Venimos nosotros para un asunto de mucha importancia, y tú, con el cuento de que te dejen tranquilo, pones tu zorrería por encima de los intereses de la humanidad. Por encima de los intereses del pueblo. Me c… en esto y en lo otro y en tu padre y en toda tu familia. Coge ese bulto.»

Pablo miraba al suelo.

- Cada cual tiene que hacer lo que puede -dijo-. Yo vivo aquí y opero más allá de Segovia. Si busca uno jaleo aquí, nos echarán de estas montañas. Sólo quedándonos aquí quietos podremos vivir en estas montañas. Es lo que hacen los zorros.

- Sí -dijo Anselmo con acritud-, es lo que hacen los zorros; pero nosotros necesitamos lobos.

- Tengo más de lobo que tú -dijo Pablo. Pero Jordan se dio cuenta de que acabaría por coger el bulto.

- ¡Ja, ja! -dijo Anselmo, mirándole-; eres más lobo que yo. Eres más lobo que yo, pero yo tengo sesenta y ocho años.

Escupió en el suelo, moviendo la cabeza.

- ¿Tiene usted tantos años? -preguntó Jordan, dándose cuenta de que, por el momento, las cosas volverían a ir bien y tratando de facilitarlas.

- Sesenta y ocho, en el mes de julio.

- Si vemos el mes de julio -dijo Pablo-. Deje que le ayude con el bulto -dijo, dirigiéndose a Jordan-. Deje el otro al viejo. -Hablaba sin hostilidad, pero con tristeza.- Es un viejo con mucha fuerza.

- Yo llevaré el bulto -dijo Jordan.

- No -contestó el viejo-. Deje eso al hombretón.

- Yo lo llevaré -dijo Pablo, y su hostilidad se había convertido en una tristeza que conturbó a Jordan. Sabía lo que era esa tristeza y el descubrirla le preocupaba.

- Déme entonces la carabina -dijo.

Y cuando Pablo se la alargó se la colgó del hombro y se unió a los dos hombres que trepaban delante de él, y agarrándose y trepando dificultosamente por la pared de granito, llegaron hasta el borde superior, donde había un claro de yerba en medio del bosque.

Bordearon un pequeño prado y Jordan, que se movía con agilidad sin ningún lastre, llevando con gusto la carabina enhiesta sobre su hombro, después del pesado fardo que le había hecho sudar, vio que la yerba estaba segada en varios lugares y que en otros había huellas de que se habían clavado estacas en el suelo. Vio un sendero por el que se había llevado a los caballos a beber al torrente, ya que había excrementos frescos. Sin duda los llevaban allí de noche a que pastasen y durante el día los ocultaban entre los árboles. ¿Cuántos caballos tendría Pablo?

Se acordaba de haberse fijado, sin reparar mucho, en que los pantalones de Pablo estaban gastados y lustrosos entre las rodillas y los muslos. Se preguntó si tendría botas de montar o montaría con alpargatas. «Debe de tener todo un equipo -se dijo-; pero no me gusta esa resignación. Es un sentímiento malo que se adueña de los hombres cuando están a punto de alejarse o de traicionar; es el sentimiento que precede a la liquidación.»