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Un caballo relinchó detrás de los árboles y un poco de sol que se filtraba por entre las altas copas que casi se unían en la cima permitió a Jordan distinguir entre los oscuros troncos de los pinos el cercado hecho con cuerdas atadas a los árboles. Los caballos levantaron la cabeza al acercarse los hombres. Fuera del cercado, al pie de un árbol, había varias sillas de montar apiladas bajo una lona encerada.

Los dos hombres que llevaban los fardos se detuvieron y Robert Jordan comprendió que lo habían hecho a propósito, para que admirase los caballos.

- Sí -dijo-, son muy hermosos. -Y se volvió hacia Pablo-. Tiene usted hasta caballería propia.

Había cinco caballos en el cercado: tres bayos, una yegua alazana y un caballo castaño. Después de haberlos observado en conjunto, Robert Jordan los examinó uno a uno. Pablo y Anselmo conocían sus cualidades, y mientras Pablo se erguía, satisfecho y menos triste, mirando a los caballos con amor, el viejo se comportaba como si se tratara de una sorpresa que acabase él mismo de inventar.

- ¿Qué le parecen? -preguntó a Jordan.

- Todos ésos los he cogido yo -dijo Pablo, y Robert Jordan experimentó cierto placer oyéndole hablar de esa manera.

- Ese -dijo Jordan, señalando a uno de los bayos, un gran semental con una mancha blanca en la frente y otra en una mano, es mucho caballo.

Era en efecto un caballo magnífico, que parecía surgido de un cuadro de Velázquez.

- Todos son buenos -dijo Pablo-. ¿Entiende de caballos?

- Entiendo.

- Tanto mejor -dijo Pablo-. ¿Ve algún defecto en alguno de ellos?

Robert Jordan comprendió que en aquellos momentos el hombre que no sabía leer estaba examinando sus credenciales.

Los caballos estaban tranquilos, y habían levantado la cabeza para mirarlos. Robert Jordan se deslizó entre las dobles cuerdas del cercado y golpeó en el anca al caballo castaño. Se apoyó luego en las cuerdas y vio dar vueltas a los caballos en el cercado; siguió estudiándolos al quedarse quietos y luego se agachó, volviendo a salirse del cercado.

- La yegua alazana cojea de la pata trasera -dijo a Pablo, sin mirarle-. La herradura está rota. Eso no tiene importancia, si se la hierra convenientemente; pero puede caerse si se la hace andar mucho por un suelo duro.

- La herradura estaba así cuando la cogimos -dijo Pablo -El mejor de esos caballos, el semental de la mancha blanca, tiene en lo alto del garrón una inflamación que no me gusta nada.

- No es nada -dijo Pablo-; se dio un golpe hace tres días. Si fuese grave, ya se habría visto.

Tiró de la lona y le enseñó las sillas de montar. Había tres sillas de estilo vaquero, dos sencillas y una muy lujosa, de cuero trabajado a mano, y estribos gruesos; también había dos sillas militares de cuero negro.

- Matamos un par de guardias civiles -dijo Pablo, señalándolas.

- Vaya, eso es caza mayor.

- Se habían bajado de los caballos en la carretera, entre Segovia y Santa María del Real. Habían descendido de las cabalgaduras para pedir los papeles a un carretero. Tuvimos la suerte de poder matarlos sin lastimar a los caballos.

- ¿Ha matado usted a muchos guardias civiles? -preguntó Jordan.

- A varios -contestó Pablo-; pero sólo a esos dos sin herir a los caballos.

- Fue Pablo quien voló el tren de Arévalo -explicó Anselmo-. Fue Pablo el que lo hizo.

- Había un forastero con nosotros, que fue quien preparó la explosión -dijo Pablo-. ¿Le conoce usted?

- ¿Cómo se llamaba?

- No me acuerdo. Era un nombre muy raro.

- ¿Cómo era?

- Era rubio, como usted; pero no tan alto, con las manos grandes y la nariz rota.

- Kashkin -dijo Jordan-. Debía de ser Kashkin.

- Sí -respondió Pablo-; era un nombre muy raro. Algo parecido. ¿Qué fue de él?

- Murió en abril.

- Eso es lo que le sucede a todo el mundo -sentenció Pablo sombríamente-. Así acabaremos todos.

- Así acaban todos los hombres -insistió Anselmo-. Así han acabado siempre todos los hombres de este mundo. ¿Qué es lo que te pasa, hombre? ¿Qué le pasa a tus tripas?

- Son muy fuertes -dijo Pablo. Hablaba como si se hablara a sí mismo. Miró a los caballos tristemente-. Usted no sabe lo fuertes que son. Son cada vez más fuertes, y están cada vez mejor armados. Tienen cada vez más material. Y yo, aquí, con caballos como ésos. ¿Y qué es lo que me espera? Que me cacen y me maten. Nada más.

- Tú también cazas -le dijo Anselmo.

- No -contestó Pablo-. Ya no cazo. Y si nos vamos de estas montañas, ¿adonde podemos ir? Contéstame: ¿adónde iremos?

- En España hay muchas montañas. Está la Sierra de Gredos, si tenemos que irnos de aquí.

- No se ha hecho para mí -respondió Pablo-. Estoy harto de que me den caza. Aquí estamos bien. Pero si usted hace volar el puente, nos darán caza. Si saben que estamos aquí, nos darán caza con aviones, y nos encontrarán. Nos enviarán a los moros para darnos caza, y nos encontrarán y tendremos que irnos. Estoy cansado de todo eso, ¿me has oído? -Y se volvió hacia Jordan: ¿Qué derecho tiene usted, que es forastero, para venir a mí a decirme lo que tengo que hacer?

- Yo no le he dicho a usted lo que tiene que hacer -le respondió Jordan.

- Ya me lo dirá -concluyó Pablo-. Eso, eso es lo malo.

Señaló hacia los dos pesados fardos que habían dejado en el suelo mientras miraban los caballos. La vista de los caballos parecía que hubiese traído todo aquello a su imaginación, y al comprender que Robert Jordan entendía de caballos se le había soltado la lengua. Los tres hombres se quedaron pegados a las cuerdas mirando cómo el resplandor del sol ponía manchas en la piel del semental bayo. Pablo miró a Jordan, y, golpeando con el pie contra el pesado bulto, insistió:

- Eso es lo malo.

- He venido solamente a cumplir con mi deber -insistió *Jordan-. He venido con órdenes de los que dirigen esta guerra. Si le pido a usted que me ayude y usted se niega, puedo encontrar a otros que me ayudarán. Pero ni siquiera le he pedido ayuda. Haré lo que se me ha mandado y puedo asegurarle que es asunto de importancia. El que yo sea extranjero no es culpa mía. Hubiera preferido nacer aquí.

- Para mí, lo más importante es que no se nos moleste -aclaró Pablo-. Para mí, la obligación consiste en conservar a los que están conmigo y a mí mismo.

- A ti mismo, sí -terció Anselmo-. Te preocupas mucho de ti mismo desde hace algún tiempo. De ti y de tus caballos. Mientras no tuviste caballos, estabas con nosotros. Pero ahora eres un capitalista, como los demás.

- No es verdad -contestó Pablo-. Me ocupo de los caballos por la causa.

- Muy pocas veces -respondió Anselmo secamente-. Muy pocas veces, a mi juicio. Robar te gusta. Comer bien te gusta. Asesinar te gusta. Pelear, no.