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No me separé de él en una semana, atento, a su lado.

Crucé la puerta corredera de cristal.

– Hola -dije.

Se volvió, mientras esbozaba una sonrisa amplia. Siempre tenía una para mí.

– Hola, Will -respondió suavizando la aspereza de su voz.

A mi padre siempre le alegraba ver a sus hijos y antes de suceder todo aquello era un hombre con muchas amistades; caía bien a la gente porque era amable y formal, incluso algo brusco, lo que lo hacía parecer aún más formal. Su mundo era su familia y nadie más le importaba. El sufrimiento de los extraños, incluso de los amigos, no hacía mella en éclass="underline" era un hombre de algún modo centrado en la familia.

Me senté en la tumbona a su lado sin saber cómo abordar el tema. Respiré hondo y él lanzó también un profundo suspiro. A su lado me sentía maravillosamente seguro; él era el mayor y más débil y yo era ahora el más alto y fuerte, pero sabía que si surgía alguna adversidad él plantaría cara y recibiría el golpe por mí.

– He tenido que cortar esa rama -dijo señalando a la oscuridad.

– Ya -asentí yo sin lograr verla.

La luz de la puerta de cristal corredera iluminaba su perfil. La ira se había disipado y él había recuperado su actitud anonadada. A veces pienso que mi padre, efectivamente, había tratado de parar el golpe del asesinato de Julie, pero lo que recibió fue una patada en el culo. Sus ojos conservaban ese estallido interior, esa mirada de quien acaba de recibir de improviso, sin venir a cuento, un directo en el estómago.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó con su habitual latiguillo.

– Estoy bien. Bueno, bien no, pero…

– Sí, claro -añadió con un gesto de la mano-. Qué tonto soy.

Permanecimos en silencio y él encendió un cigarrillo. Él, que nunca fumaba en casa por la salud de sus hijos y todo eso. Dio una calada y, como si de pronto lo recordase, me miró y lo apagó.

– Fuma, fuma -dije.

– Tu madre y yo acordamos no fumar en casa.

Sin replicar, crucé las manos sobre el regazo. Después me lancé.

– Mamá me dijo algo antes de morir.

Entornó los ojos escrutándome.

– Me dijo que Ken estaba vivo.

Mi padre se puso tenso una fracción de segundo. En su cara se dibujó una sonrisa triste.

– Por las drogas, Will.

– Fue lo que yo pensé al principio -dije.

– ¿Y ahora?

Lo miré a la cara tratando de detectar un atisbo de contrariedad. Había habido rumores, cierto. Ken no tenía mucho dinero. Muchos se preguntaban cómo mi hermano se había podido permitir vivir escondido tanto tiempo; yo pensaba que era imposible y que había muerto aquella noche. Otros, quizá casi todos, creían que mis padres le enviaban dinero a escondidas.

Me encogí de hombros.

– No sé por qué diría eso al cabo de tantos años.

– Las drogas -repitió-. Y se estaba muriendo, Will.

La segunda parte de la respuesta parecía abarcar muchas cosas. Me callé un instante, después pregunté:

– ¿Crees que Ken sigue vivo?

– No -contestó, y desvió la mirada.

– ¿Te dijo algo mamá?

– ¿Sobre tu hermano?

– Sí.

– Más o menos lo que a ti -respondió.

– ¿Que está vivo?

– Sí.

– ¿Algo más?

Mi padre se encogió de hombros.

– Que él no mató a Julie, y dijo que ya habría debido volver pero que antes tenía algo que hacer.

– ¿Hacer qué?

– Decía cosas absurdas, Will.

– ¿Tú se lo preguntaste?

– Claro, pero deliraba; ya no me oía. Así que la tranquilicé; le dije que se pondría bien.

Volvió a apartar la mirada y pensé en enseñarle la foto de Ken, pero cambié de idea. Quería pensar antes de abrir esa vía.

– Le dije que se pondría bien -repitió.

Tras la puerta corredera se veía uno de esos cubos de fotos castigado por el sol, en que el color de las viejas imágenes había quedado reducido a borrones amarillo-verdosos. No había fotos recientes en la sala; nuestra casa había quedado atrapada en el túnel del tiempo desde hacía años, como en la antigua canción del reloj del abuelo que se para al morir él.

– Vuelvo enseguida -dijo mi padre.

Lo vi levantarse y caminar hasta que lo único que distinguía era su contorno en la oscuridad. Vi que agachaba la cabeza y que le temblaban los hombros. Creo que nunca lo había visto llorar y no quise empezar en ese momento.

Me volví y recordé la otra foto, la de mis padres en el crucero, bronceados y felices, y pensé si acaso él también pensaba en lo mismo. Cuando me desperté tarde aquella noche, Sheila no estaba en la cama.

Me incorporé y escuché. Nada. Por lo menos en el apartamento. Sólo oía el rumor normal de la calle tres pisos más abajo. Miré hacia el cuarto de baño y la luz estaba apagada. En realidad no había ninguna luz encendida.

Pensé en llamarla pero había algo raro en aquella quietud, algo frágil que bullía en el aire. Me levanté de la cama, mis pies sintieron esa moqueta que ponen en los apartamentos como si fuera a amortiguar cualquier ruido.

El apartamento era pequeño, tenía un solo dormitorio. Fui al cuarto de estar y asomé la cabeza. Sheila estaba allí, sentada en el alféizar mirando la calle por la ventana. Me recreé contemplando su espalda, su cuello de cisne, aquellos hombros maravillosos, el cabello que le caía sobre la blanca piel, y sentí otra vez la excitación. Nuestra relación estaba aún en los prolegómenos de qué grande es estar vivo, en que nunca se tiene suficiente del otro, ese estado que te impulsa a cruzar el parque flotando para reunirte con ella con la certeza de que la relación va a convertirse pronto en algo más profundo y rico.

Yo sólo había estado enamorado antes otra vez y de eso hacía mucho tiempo.

– Hola -dije.

Se volvió ligeramente pero fue suficiente. Tenía lágrimas en las mejillas y vi cómo resbalaban a la luz de la luna. Ella no contestó; no profirió ni un sollozo ni un suspiro. Sólo lloraba. Me quedé en la puerta indeciso.

– Sheila…

En nuestra segunda cita, Sheila me hizo un juego de naipes. Consistía en coger dos cartas, introducirlas en la baraja mientras ella volvía la cabeza, y después ella las tiraba todas al suelo menos las dos que yo había elegido. Me dirigió una amplia sonrisa cuando me las mostró. Yo también sonreí. Fue…, no sé cómo calificarlo, ¿una tontería? A Sheila le gustaban esas bobadas; los trucos de cartas, los refrescos de sabores y las bandas infantiles. Cantaba ópera, leía con voracidad y declamaba anuncios comerciales. Era capaz de hacer una perversa imitación de Homer Simpson y de Mr. Burns, aunque la de Apu y Smithers no le salía tan bien. Pero lo que verdaderamente le gustaba era bailar; le encantaba cerrar los ojos con la cabeza apoyada en mi hombro, abstraída.

– Perdona, Will -dijo sin mirarme.

– ¿Por qué? -repliqué.

Ella siguió mirando fijamente a la calle.

– Acuéstate. Voy dentro de un momento.

Quise quedarme o decirle algo para consolarla, pero no lo hice. Ella era inalcanzable en aquel momento. Algo la había alejado. Hubiera sido inútil y contraproducente decir o hacer nada. Al menos, es lo que yo pensé. Cometí un gran error. Me metí en la cama y aguardé.

Pero Sheila nunca volvió.