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3

Las Vegas, Nevada

Morty Meyer estaba acostado, profundamente dormido boca arriba, cuando sintió el cañón de la pistola en la frente.

– Despierte -dijo una voz.

Morty abrió los ojos de par en par. El dormitorio estaba a oscuras. Quiso levantar la cabeza, pero la pistola se lo impedía. Dirigió la mirada al radio-reloj luminoso de la mesilla; no había ninguno. Ahora que lo pensaba, hacía años que no tenía reloj: desde la muerte de Leah, cuando había vendido la casa estilo colonial de cuatro dormitorios.

– Ya sabéis que pienso pagaros, muchachos -dijo Morty.

– Arriba.

El hombre apartó la pistola y Morty alzó la cabeza. Sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y distinguió una cicatriz en aquel rostro. Le vino a la memoria aquel programa de radio de su niñez: «La Sombra».

– ¿Qué quiere?

– Tiene que ayudarme, Morty.

– ¿Nos conocemos?

– Levántese.

Morty obedeció. Sacó las piernas de la cama y, al ponerse en pie, sintió un mareo y se tambaleó por efecto de ese momento de transición en que la borrachera cede y la resaca arrecia como un huracán.

– ¿Dónde tiene el maletín de urgencias? -preguntó el hombre.

Morty sintió que el alivio le inundaba las venas. Así que no era más que eso. Trató de ver alguna herida, pero estaba demasiado oscuro.

– ¿Usted? -preguntó.

– Yo no. Ella está en el sótano.

«¿Ella?»

Morty sacó de debajo de la cama su viejo maletín médico de cuero, del que ya se habían borrado las iniciales en pan de oro y cuya cremallera cerraba mal. Era un regalo de Leah después de graduarse en la Facultad de Medicina de la Universidad de Columbia hacía más de cuarenta años. Después había ejercido durante treinta años en Great Neck como internista. Había tenido tres hijos con Leah, y ahora allí estaba, con sus casi setenta años, viviendo en una habitación miserable y debiendo dinero y favores a casi todo el mundo.

El juego. Ésa había sido la droga para Morty. Había vivido durante años como un ludópata, contemporizando con sus demonios interiores pero manteniéndolos a raya hasta que finalmente se apoderaron de él. Siempre sucede así. Muchos comentaban que era Leah quien lo había inducido al juego y quizá fuese cierto, pero al morir ella Morty ya no encontró razones para seguir luchando y dejó que los demonios hicieran presa en él.

Morty lo había perdido todo, incluso la licencia para ejercer como médico. Se trasladó al oeste, vivía en aquella pocilga y se pasaba las noches en la mesa de juego. Sus hijos -ya mayores y a su vez con hijos- ya no le llamaban; lo culpaban de la muerte de su madre y decían que él la había hecho envejecer. Probablemente tenían razón.

– Dese prisa -dijo el hombre.

– Bien, bien.

Comenzaron a bajar la escalera del sótano y Morty vio que habían encendido la luz. Aquel edificio, su reciente y lóbrega morada, había sido una funeraria. Él alquilaba una habitación en la planta baja con derecho a uso del sótano en que antaño se recibían los cadáveres para embalsamarlos.

Presidía un rincón del fondo del sótano un tobogán oxidado que comunicaba con el aparcamiento trasero desde donde dejaban caer los cadáveres. Las paredes estaban recubiertas de azulejos, desprendidos en parte. Para abrir el grifo había que usar unos alicates y a casi todos los armarios les faltaban las puertas. Aún conservaba el olor a muerto; un viejo fantasma que se negaba a irse.

La mujer herida estaba tumbada encima de una mesa metálica. Morty vio enseguida que era grave y se volvió hacia La Sombra.

– Ayúdela -le dijo.

A Morty no le gustó el tono de voz del hombre. Había ira en ella, sin duda, pero predominaba en él un timbre de desesperación, de súplica descarnada.

– Tiene mal aspecto -dijo.

– Si muere, lo mato -amenazó el hombre arrimando la pistola al pecho de Morty.

Morty tragó saliva. Quedaba claro. Se acercó a la mujer. Había curado a lo largo de los años a muchos hombres en aquel sótano, pero era la primera vez que atendía a una mujer. Se ganaba así la vida: unos puntos de sutura y listo; porque si alguien se presenta en una unidad de urgencias con un balazo o una puñalada, el médico de guardia está obligado a denunciarlo. Por eso venían a la clínica clandestina de Morty.

Rememoró las lecciones de protocolos de urgencia de la Facultad de Medicina, el abecé por así decir: vías aéreas, respiración, pulso. La respiración era entrecortada y con salivación.

– ¿Le hizo esto usted?

El hombre no dijo nada.

Morty hizo, lo mejor que pudo, una cura provisional para estabilizarla y que se la llevara de allí.

Cuando terminó, el hombre la incorporó con cuidado.

– Si dice algo…

– He recibido amenazas peores.

El desconocido se marchó apresuradamente con la mujer malherida y Morty se quedó en el sótano. Tenía los nervios deshechos por el sobresalto al despertarse; suspiró y decidió volver a la cama. Pero antes de subir Morty cometió un error fataclass="underline" mirar por la ventana que daba a la parte de atrás.

Vio que el hombre llevaba a la mujer hasta un coche donde la tumbaba con cuidado, casi con ternura, en el asiento trasero. Sin perder un detalle de la escena, Morty vio a alguien más que se movía; entrecerró los ojos y sintió una conmoción: en el asiento de atrás había otro pasajero, un pasajero incongruente. Morty estiró el brazo automáticamente para coger el teléfono, pero se detuvo. ¿A quién iba a llamar? ¿Qué iba a decir?

Cerró los ojos y rechazó sus pensamientos. Subió penosamente la escalera, se metió en la cama, se arrebujó entre las sábanas y miró al techo tratando de olvidar.

4

La nota que me dejó Sheila era breve y cariñosa:

Siempre te querré.

S.

No había vuelto a la cama. Yo pensé que iba a pasarse la noche mirando por la ventana; el silencio no volvió a romperse hasta que oí la puerta cuando salió hacia las cinco de la mañana. No me sorprendió la hora porque ella madrugaba bastante, era la clase de persona que me recordaba ese antiguo anuncio del ejército que afirma que se hacen más cosas antes de las nueve que la mayoría de la gente en todo el día. Ya me entienden: la clase de mujer que hace que uno a su lado se sienta un gandul y la adore por ello.

Sheila me dijo en cierta ocasión -tan sólo una vez- que estaba acostumbrada a levantarse pronto por los muchos años que había trabajado en el campo. Yo le pedí más detalles pero eso fue cuanto dijo. Su pasado era una raya en la arena que era peligroso cruzar.

Más que preocuparme, su comportamiento me intrigaba.

Me duché y me vestí. Tenía en el cajón del escritorio la foto de mi hermano. La saqué y la estuve examinando durante un buen rato. Sentía un vacío en el pecho y, aunque mi mente divagaba y fantaseaba, una idea fija predominaba:

Ken se había escapado.

Quizá se pregunten por qué me había convencido todos aquellos años de que estaba muerto. Confieso que, en parte, era por una intuición anticuada mezclada con una esperanza ciega. Yo quería a mi hermano y sabía cómo era. No era perfecto. Ken se dejaba llevar por la cólera y se crecía en los enfrentamientos. Ken estaba mezclado en algo turbio, pero no era un asesino. Estaba seguro.

Pero había algo más en la teoría de la familia Klein aparte de esa fe singular. En primer lugar, ¿cómo podía Ken haber sobrevivido como un fugitivo, él que no tenía más que ochocientos dólares en el banco? ¿De dónde pudo sacar recursos para escabullirse de la orden de captura internacional? ¿Y qué motivos podía haber tenido para matar a Julie? ¿Cómo es que no se había puesto en contacto con nosotros durante aquellos once años? ¿Por qué estaba tan nervioso cuando vino por última vez a casa? ¿Por qué me dijo que corría peligro? Y ahora que lo pienso, ¿por qué no lo forcé a contarme más?