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Pero lo peor -o lo más consolador, depende del punto de vista- era la sangre hallada en el escenario del crimen. Parte de ella era de Ken. En el sótano había una gran mancha de sangre suya y en un cobertizo del patio trasero de los Miller se descubrieron rastros en un seto. La teoría de la familia Klein era que el verdadero asesino había matado a Julie y herido gravemente (y finalmente matado) a mi hermano. La teoría de la policía era más simple: Julie se había defendido.

Había algo más que corroboraba la teoría de la familia, algo directamente atribuible a mí, que era, supongo, por lo que nadie se tomaba en serio nuestra teoría.

Aquella misma noche, yo vi a un hombre merodear cerca de la casa de los Miller.

Ya he dicho que este dato las autoridades y la prensa no lo tomaron en cuenta, porque, evidentemente, después de todo, yo estaba interesado en exculpar a mi hermano, mientras que es crucial para entender por qué nosotros creíamos en su muerte. Las opciones que se nos presentaban eran: que mi hermano había matado a una encantadora joven sin motivo y que luego hubiese vivido escondido once años sin recursos visibles (eso, no hay que olvidarlo, dejando aparte la amplia cobertura de los medios y la intensa búsqueda policial), o bien que había tenido una relación sexual consentida con Julie Miller (por las abrumadoras pruebas físicas) y que el lío en que estuviera metido y quien lo hubiese aterrorizado de aquel modo, tal vez el hombre que yo vi fuera de la casa de Coddington Terrace aquella noche, habían logrado implicarlo en un asesinato teniendo buen cuidado de que su cadáver no apareciese.

No digo que fuese una explicación perfecta, pero nosotros conocíamos a Ken y sabíamos que él no había hecho lo que se le imputaba. ¿Qué otra alternativa teníamos?

Había quien daba crédito a nuestra teoría, pero la mayoría se comportaba como esos necios que piensan que Elvis y Jimi Hendrix están en una de las islas Fiyi tocando música. Los reportajes de televisión difundieron las consabidas tonterías que cabe esperar del medio. A medida que pasaba el tiempo me volví menos activo en mi defensa de Ken. Aunque suene egoísta, yo quería vivir, seguir mi carrera. No quería convertirme en el hermano de un famoso asesino fugitivo.

Estoy seguro de que en Covenant House me aceptaron con reservas. No se lo reprocho. Aunque soy director, mi nombre no aparece en el membrete y se evita mi presencia en las campañas de recogida de fondos. Mi trabajo tiene lugar estrictamente entre bastidores. Y en general no me importa.

Miré otra vez la foto de alguien tan conocido y al mismo tiempo tan desconocido para mí.

¿No habría mentido mi madre desde el principio?

¿Había estado ayudando a Ken mientras que a papá y a mí nos decía que había muerto? Ahora que lo pienso fue mi madre quien más insistió en la teoría de que había muerto. ¿Le habría mandado dinero a escondidas todos esos años? ¿Conocía Sunny desde el principio su paradero?

Eran preguntas que hacerse.

Aparté la vista y abrí un armarito de la cocina. Había decidido no ir a Livingston aquella mañana; la idea de permanecer un día más en aquella casa-ataúd me sacaba de quicio, y tenía que trabajar; estaba seguro de que mi madre, además de entenderlo, me habría apoyado. Así que me serví un tazón de cereales Golden Grahams y marqué el número del buzón de voz de Sheila en la oficina, le dije que la quería y que me llamase.

Mi apartamento -bueno, ahora es nuestro apartamento- está en el cruce de la Calle 24 con la Novena Avenida, cerca del Hotel Chelsea. Generalmente camino las diecisiete manzanas en dirección norte hasta Covenant House, que está en la Calle 41, no lejos de la autopista del West Side, un barrio que era una zona ideal para jóvenes huidos de casa antes de que hicieran la limpieza de la Calle 42, una repugnante zona de degradación a la vista de todo el mundo. La Calle 42 era una especie de antesala del infierno donde se daba cita un comercio amoroso grotesco de diversas especies. Trabajadores que acudían de la periferia y turistas se cruzaban con prostitutas, camellos, proxenetas, tiendas de psicodelia y cines de pornografía, y al final del recorrido acababan excitados o deseando darse una ducha y ponerse una inyección de penicilina. En mi opinión era una degradación tan asquerosa, tan deprimente, que resultaba agobiante. Soy un hombre, sé lo que son la lujuria y el deseo, como cualquier otro, pero nunca he entendido cómo alguien puede confundir el erotismo con esas guarras desdentadas adictas al crack.

El saneamiento de la ciudad dificultó en cierto sentido nuestro trabajo. Antes, la furgoneta de recogida de Covenant House sabía por dónde hacer la ronda, mientras que ahora los jóvenes campaban por todas partes y nuestro cometido resultaba más ambiguo, pero lo peor de todo era que la ciudad estaba limpia únicamente en apariencia. La llamada gente decente, esos empleados y turistas de que hablaba antes, no se veían expuestos ahora a deambular ante escaparates con el cartel de sólo adultos o marquesinas destartaladas con anuncios de títulos pornográficos grotescos como AFEITANDO LOS BAJOS A RYAN O BRAGAS ARDIENTES. Pero semejante sordidez nunca desaparece; la sordidez es como las cucarachas: pervive escondida en madrigueras. Yo creo que es imposible acabar con ella.

Y esconder la sordidez tiene sus aspectos negativos, porque cuando está a la vista puede uno despreciarla y sentirse superior; es muy humano y para muchos un desahogo. Otra ventaja de la sordidez al descubierto es la de: ¿qué es preferible, una agresión visible o un peligro subrepticio que acecha como una serpiente oculta entre las matas? Finalmente -quizá resulte un análisis prolijo por mi parte- no puede haber cabeza sin cola, arriba sin abajo, ni estoy seguro de que haya luz sin sombra, limpieza sin suciedad, bien sin mal.

El primer bocinazo no me hizo volver la cabeza. Vivo en Nueva York y no oír bocinazos cuando caminas equivaldría a no sentir el agua cuando nadas. Así que no me volví hasta que oí la voz conocida decir: «Eh, gilipollas», al tiempo que la furgoneta de Covenant House se detenía con un frenazo. Su único ocupante era Cuadrados, sentado al volante. Bajó el cristal de la ventanilla y se quitó las gafas de sol.

– Sube -dijo.

Abrí la portezuela y monté de un brinco. La furgoneta de ayuda olía a tabaco, a sudor y levemente a los bocadillos de mortadela que repartíamos de noche. Había todo tipo de manchas en la alfombrilla, la guantera era una especie de cueva y los asientos estaban desfondados.

– ¿Qué demonios hacías? -preguntó Cuadrados sin apartar la vista de la carretera.

– Ir al trabajo.

– ¿Por qué?

– Terapia -contesté.

Squares asintió con la cabeza. Se había pasado la noche al volante de la furgoneta cual ángel redentor en busca de jóvenes desvalidos y su aspecto era deplorable, pero, claro, tampoco habría empezado muy entero. Iba peinado al estilo Aerosmith de los ochenta, con raya en medio, y tenía el pelo bastante sucio; creo que tampoco lo había visto nunca bien afeitado y menos con una barba cuidada o un ligero sombreado de dejadez atractivo a lo Miami Vice; los trozos de piel visibles eran marcas de viruela, llevaba unas botas de trabajo tan desgastadas que parecían blancas, sus pantalones vaqueros parecían haber sido arrastrados por un búfalo de las praderas y ostentaba una panza que le confería el poco deseable aspecto de fontanero derrengado. Por su manga subida asomaba un paquete de Camel. Tenía los dientes amarillos por el tabaco.

– Estás hecho una mierda -dijo.

– Eso quiere decir algo, viniendo de ti -repliqué.

Mi respuesta le hizo gracia. Lo llamábamos Cuadrados, como abreviatura de los cuatro cuadrados que tatuaban su frente, dos y dos superpuestos, como las divisiones cuadrangulares de ciertas canchas de juego. Como ahora se había convertido en un maestro de yoga, con vídeos editados y una cadena de escuelas, muchos suponían que el tatuaje era algún tipo de símbolo hindú con determinado simbolismo. Pero no era eso.