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– Tú y Henry sólo vais a usar dos dormitorios -protestó Mike-. Este sitio tiene cinco. ¿Para qué necesitamos limpiar los otros?

Sus protestas fueron recibidas con desdén.

– Si hay que hacer algo, hay que hacerlo bien -dijo ella-. ¿No te enseñó nada tu madre?

Y luego ella lo miró de reojo al ver que su cara se cerraba. Y él supo que ella estaba ocupada sacando conclusiones y quién sabe a qué conclusiones llegaría. No tenía la más mínima idea de lo que estaría pensando.

Nunca había conocido a nadie como a aquella mujer en su vida.

Tessa decidió parar a las dos. Milagrosamente, el teléfono móvil de Mike no había sonado en todo ese tiempo. Casi deseó que lo hubiera hecho.

Ella sacó pan fresco y queso y fue a buscar una botella de vino del sótano de su abuelo. A Stop le dio un hueso de jamón. ¿Cómo diablos había adivinado que estaría allí? Luego extendió una manta bajo los eucaliptos, se sentó al sol y le sonrió.

Casi que no quería que su teléfono sonase.

– Venga, te lo has ganado -le ordenó, dando golpecitos en la manta con la mano.

– ¿De dónde has sacado todo esto?

– Le pedí el queso a la madre de Louise y fui la primera cliente de la panadería. Le dije al panadero que tenía esperanzas de que compartieses la comida conmigo y me dijo que él también y que el pan de centeno era tu favorito.

Estarían en boca de todo el pueblo, pensó Mike débilmente. Si Tess iba por la calle principal al amanecer charlando con sólidos ciudadanos con pijamas estampados con patitos y discutiendo con el panadero sus preferencias…

¿Cómo se había dado cuenta de que él iría a la granja?

Tessa se mantuvo silenciosa, disfrutando del sol, el pan fresco y el queso y el aroma de los eucaliptos. Mike estuvo solo con sus pensamientos.

No por mucho rato. Nunca por mucho rato con Tess alrededor.

– Háblame de tu madre.

– ¿Qué…?

– Louise dice que tu padre se fue cuando tú eras pequeñito. Dice que tu madre te crió sola y luego, cuando tenías dieciséis, ella se murió. ¿Cómo murió?

– Tess…

– Ya sé. No es de mi incumbencia, pero dímelo lo mismo.

– ¿Por qué?

– Porque quiero saberlo.

Parecía que no había otra alternativa.

– Mi madre murió de un coma diabético -dijo, con la voz ahogada-. Su diabetes era inestable. Un sábado por la tarde, se desmayó. Nunca me había dejado tocar sus medicinas y aunque hubiera podido ponerle una inyección, no habría sabido qué ponerle.

¿Cuántas veces había repasado lo que sucedió esa tarde? Estaba cansado de ello, infinitamente cansado, pero no lo podía olvidar.

– En esa época… -se forzó a continuar- no había hospital aquí ni enfermeras. Había sólo un doctor. Un doctor que no fue a casa. Mi madre estaba en coma cuando la encontré, de lo contrario quizás me habría dicho qué hacer. Pero no había nadie.

– ¿Culpas al doctor?

– Tendría que haber ido.

– Entonces, ¿tú estarás disponible veinticuatro horas, siete días a la semana, durante el resto de tu vida?

– Algo por el estilo -hizo un gesto de dolor, y luego una sonrisa compungida-. No. No soy tan idiota, sé que no soy Dios. Les pago a los suplentes una vez al año para tomarme unas vacaciones.

– ¿Los suplentes?

– Dos suplentes.

– ¿Dos suplentes para dar el mismo servicio que das tú?

– Efectivamente.

– Porque ningún otro médico soltero sería tan idiota como para hacer lo que haces tú -la voz de Tessa era amable pero insistente.

– Ése es tu punto de vista.

– Pues… -ella se echó hacia atrás, tendiéndose a su lado y poniendo las manos tras la cabeza como él-. Suerte que he venido, entonces -dijo con decisión-. Me necesitas, Mike Llewellyn.

– Yo…

– Admítelo -dijo ella, mirando al árbol sobre sus cabezas-. Necesitas a otro doctor.

– Si tú te quedas, significa que no necesitaré tomarme tantas vacaciones.

– Significa que no te cansarás tanto -asintió con la cabeza Tess con decisión. Se había quitado los zapatas y se estudiaba las uñas de los pies contra el fondo de eucaliptos. Era como si estuviese mirando una obra de arte. Y, en realidad, lo eran-. ¿Así que lo admites, Mike? ¿Me necesitas?

– De acuerdo -dijo él, incómodo. Ella estaba demasiado cerca y esos pies desnudos… ¡Diablos! ¡Nunca se había dado cuenta de que los dedos de los pies podían ser tan atractivos!-. Es verdad que necesito a otro médico -dijo a regañadientes-. Si te quedas, te lo agradecería.

– Oh, me quedaré -se incorporó sobre los brazos y lo miró desde arriba, con la cúpula de los árboles detrás, a unos diez centímetros de su cara.

– ¿Y qué tal el resto de ti, doctor Llewellyn? -exigió-. La parte de ti que es doctor me necesita como médico. ¿Me necesita tu parte personal como mujer?

– Tess…

– ¿Quieres decir que no hay parte personal?

– Por supuesto que hay una parte personal.

– Pero nadie que interfiera con tu medicina, ¿no es verdad? -exigió ella-. Debido a lo que sucedió con tu madre en el pasado, has bloqueado tus necesidades personales. Y… -los verdes ojos se pusieron pensativos-. Piensas que si te enamoras de mí te distraeré.

Luego, mientras él la miraba en un silencio atónito, Tessa esbozó una sonrisa.

– ¡Eh! Puede que tengas razón. Suena divertido un poco de distracción -le puso un dedo juguetón en la nariz y su toque fue eléctrico-. Pero no te distraería tanto, doctor Llewellyn. Si el deber llamase, estaría allí a tu lado, trabajando como una hormiguita y siendo un doctor tan dedicado a su trabajo como tú. Insinuar otra cosa es insultante.

Él la miró y ella le sonrió. ¡Diablos! Su cabello casi le tocaba la cara. Los verdes ojos le sonrieron. Tenía la cara tan cerca…

Se suponía que las mujeres no hacían eso, pensó, como mareado. Se suponía que las mujeres no tomaban la iniciativa.

Aquélla no era sólo una mujer. Aquélla era Tessa.

Mike apenas podía respirar. Le dolían los pulmones. El mero esfuerzo de no tomar a aquella mujer en sus brazos casi lo estaba matando.

Pero Tessa no tenía necesidad de ayuda. Tenía todo bajo control y sabía perfectamente lo que quería.

– Así que relájate y déjame presentarte a la mujer que tiene intención de ser el amor de tu vida, Mike Llewellyn -susurró-. Y, en caso de que no lo hayas adivinado, soy yo.

Su nariz descendió un poco más y Mike se encontró con que lo besaba y que no podía oponer ni un ápice de resistencia.

Dentro de sí, se levantó un peso que había sido casi demasiado grande para soportar y que no sabía que llevaba. Había jurado que nunca amaría, pero no sabía lo que era el amor. Se había prometido no comprometerse, pero no sabía que el compromiso podía resultar tan dulce, que una mujer podía sentirse de ese modo en sus brazos… parecía que pertenecía precisamente adonde se hallaba, como si fuese parte de él, como si fuese la forma de completar su todo.

Lo que quedaba de su resistencia se desmoronó. Apretó a Tessa contra sí y su cuerpo se amoldó al de él en el suave sol de otoño. Al contacto de su cuerpo contra el suyo, Mike sintió que sus promesas se esfumaban como si nunca hubiesen existido.

¿Promesas? ¿Qué promesas? Promesas basadas en la premisa equivocada de que no podía comprometerse son la medicina si amaba a una mujer.

Sí que podía. Esa mujer era su pareja. Podía comprometerse. Lo quisiese o no, estaba total y maravillosamente comprometido con aquella mujer en sus brazos.

Su Tessa.

Capítulo 9

Las siguientes semanas pasaron como un sueño, con Mike sintiéndose como si un mundo nuevo se hubiese abierto ante él. ¡La vida era más brillante, más clara, fantástica!