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Sentado a un extremo de la mesa le daba vueltas a un lápiz amarillo. Las hojas del balcón estaban abiertas y se veía un pedazo de cielo gris y muy brillante. Borja salió afuera y yo me levanté para seguirle. Lauro el Chino me miró, y vi que se traslucía el odio en sus ojos, un odio espeso, casi se podía tocar en el aire. Le sonreía como había aprendido de Borja:

– ¿Qué pasa, viejo mono?

No era viejo, apenas rebasaba los veinte años, pero parecía sin edad, sumido en sí mismo, como devorándose. (Borja decía que le había oído azotarse, de rodillas: miró por la cerradura de su horrible habitación, en la buhardilla de la casa, en cuyo muro tenía pegadas estampas y reproducciones de vidrieras de la Catedral de no sé dónde, alrededor de un santito moreno que se parecía a Borja, con el pelo rizado y los pies descalzos. Y también una fotografía de su madre y de él, cogidos de la mano: él con un sayal, y asomando por debajo los calcetines arrugados.) Pero a mí Lauro el Chino no me temía como a Borja:

– Señorita Matia, usted se queda aquí.

Borja volvió a entrar. Tenía la piel encendida y hacía rodar el lápiz entre los dedos. Entrecerró los ojos:

– Se acabó el latín, señor Prespectiva…

Lauro el Chino se llevó un dedo, largo y amarillo, a la sien. Algo murmuró por entre los labios gordezuelos, que mostraron la fila de sus dientes separados.

– ¿A dónde van a ir? Su señora abuela preguntará por ustedes…

Borja echó sobre la mesa el lápiz, que rodó con un tableteo menudo sobre sus planos de forma trapezoide.

– Su abuelita dirá: ¿dónde están los niños, Lauro? ¿Cómo les ha dejado solos? Y yo, ¿qué voy a responder? A ella no le gusta verlos vagabundear…

Borja echó atrás los brazos, los balanceó como péndulos, y, al fin, los alzó, colgándose del quicio del balcón. Encogió las piernas como un gazapo, las rodillas levantadas, brillando a la luz pálida. Se columpiaba como un mono. Bien mirado, había algo simiesco en Borja, como en toda mi familia materna. Se reía:

– Borja, Borja…

El viento, como dije, se había detenido. Antes de presentarse a la abuela, Borja vestía unos pantalones de dril azul, desgastados en los fondillos y arrollados sobre los muslos, y un viejo suéter marrón, dado de sí por todos lados. Su cuello emergía delgado y firme del escote redondo, y parecía aún más un frailecito apócrifo.

– Borja, señorito Borja: si un día viene su señor padre, el coronel…

Su Señor Padre, El Coronel. Me cubrí los labios con la mano, para fingir un ataque de risa. Su señor padre el coronel no venía, tal vez nunca vendría. (La tía Emilia, con sus anchas mandíbulas de terciopelo blanco y los ojillos sonrosados, quedaría esperando, esperando, esperando, abúlicamente, con sus pechos salientes y su gran vientre blando. Había algo obsceno en toda ella, en su espera, mirando hacia la ventana.)

Así estábamos, desde hacía más de un mes, sin nada. "Cuando acabe la guerra". "La guerra será cosa de días", dijeron, pero resultaba algo rara allí en la isla. La abuela escudriñaba el mar con sus gemelos de teatro, que desempañaba con una punta de su pañuelo, y nada, nada. Un par de veces, muy altos, pasaron aviones enemigos. Sin embargo, algo había, como un gran mal, debajo de la tierra, de las piedras, de los tejados, de los cráneos. Cuando en el pueblo caía la hora de la siesta, o al resguardo de cualquier otra quietud, en esos momentos como de espera, resonaban en las callejuelas las pisadas de los hermanos Taronjí. Los Taronjí, con sus botas altas, sus guerreras a medio abotonar, rubios y pálidos, con sus redondos ojos azules, de bebés monstruosos y sus grandes narices judaicas. (Ah, los Taronjí. La isla, el pueblo, los sombríos carboneros, apenas se atrevían a mirarles un poco más arriba de los tobillos, cuando pasaban a su lado.) Los Taronjí llevaban los sospechosos a la cuneta de la carretera, junto al arranque del bosque, más allá de la plaza de los judíos. O a la vuelta del acantilado, tras rebasar Son Major.

– Borja, Borja…

Borja siguió balanceándose, mientras pudo. Luego se soltó y cayó al suelo, frotándose las muñecas y mirándonos de través bajo sus párpados anchos y dorados, como gajos de mandarina.

– Mono idiota -dijo-. Si papá viene se lo contaré todo, todo… Ya puedes rezar para que no venga, aunque tú no puedes rezar porque no crees en nada… Se lo contaré a papá y te entregará a los Taronjí… ¿Y sabes qué pasa con los monos viejos y pervertidos como tú?

El Chino se mordió los labios. Borja se acercó de nuevo a la mesa, rascándose un brazo:

– Hay calma chicha -dijo-,…¿vamos?

– Ella no ha terminado su traducción… ella no – maulló Lauro el Chino, pobre preceptor de los jóvenes Borja y Matia.

(Pobre, pobre mono con sus lamentos nocturnos y su húmeda mirada de protegido de la abuela, con su atado, retorcido, empaquetado odio, arrinconado debajo de la cama, como un lío de ropa sucia. Pobre Lauro el Chino, triste preceptor sin juventud, sin ordinariez compartida, con palabras aprendidas y corazón de topo. Sus manos de labrador frustrado, con los bordes de los dedos amarillentos y las uñas comidas.) Algo me hacía presentir el secreto de Borja y el Chino, pero, aunque Borja me hablara a veces de esas cosas, no las entendía aún. (Una vez el Chino nos llevó a su cubil de la buhardilla, donde se achicharraba en las horas de la siesta, bajo las tejas que ardían al sol como un horno. Y allí se desprendió por única vez de su chaquetilla negra y aparecieron los sobacos sudorosos. Se arremangó y tenía los brazos cubiertos de pelos negros y suaves. Y se quitó la corbata y se desabrochó el cuello. Borja saltó a su camastro, que empezó a gemir como alarmado de aquel peso, y del que salía el polvo por todas las rendijas (toda la casa estaba llena de polvo). En aquel cuarto de la buhardilla se veía el amor de Antonia, su madre. Antonia estaba en las flores que había al borde de la ventana, y que el sol parecía incendiar. Eran, bien las recuerdo, de un rojo encendido, con forma de cáliz, y tenían algo violento, como el odio cerrado de Lauro. Y allí, en el espejo, sujeta al marco, había una fotografía: él y su madre con el brazo alrededor de sus hombros. Él, niño feo con el pelo en remolinos y los calcetines arrugados por debajo del hábito. Su madre subía a la buhardilla todos los días y pasaba un paño por las mil fruslerías: reproducciones de cuadros, terracotas, flores, caracolas. Si la abuela hubiera sabido que subíamos a allí, habría lanzado un alarido. El Chino nos pasó los brazos por los hombros y nos acercó al espejo. Noté en la espalda desnuda -hacía tanto calor que no nos vestíamos como la abuela mandaba hasta la hora de comer, en que nos presentábamos por primera vez ante ella- su mano que iba de arriba a abajo, igual que las ratas por la cornisa del tejado, y aunque nada dije me llené de zozobra. Lauro nos acariciaba a Borja y a mí a la vez, y dijo:

– Dos seres así, Dios mío, como de otro mundo…

Al fin, como saliendo de un encantamiento, Borja desprendió sus manos de nosotros.

– Hace calma -repetía Borja, mirándome. Lauro el Chino decidió sonreír. Cerró el libro, del que salió una débil nube de polvo -el sol empezó a abrirse paso entre la húmeda y caliente niebla- y dijo, con falso optimismo: