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Lo sacó de entre los olivos, parecía. De la plata verde de los olivos, lo traía: como de la bruma, entre los troncos, hacia mí. Sí, era hacia mí. Hacia nadie más iba el pobre muchacho. Es Ton lo llevaba cogido por un brazo.

Al pasar me miró. No tuve más remedio que seguirle, como un perro, respirando mi traición, sin atreverme siquiera a huir. Seguí sus pasos hacia el gabinete de la abuela. (El crujido de los peldaños, el tic-tac del reloj, allí en la esquina, como en aquella hora de la siesta, cuando le dije: "Me parece muy mal lo que hacen con vosotros". Y era peor que un perro muerto, lo que estábamos echando en su agua, era mil veces peor que un perro muerto, para mí.) Me paré tras la puerta entornada del gabinete, y Es Ton y Antonia -que nos habían seguido, intrigados- se quedaron conmigo, detrás de la cortina, escuchando. Oyéndole decir, sólo:

– No… no…

Y lo peor de todo: su silencio. Borja, en cambio, lloraba y gemía:

– ¡Para ir a las islas griegas, como su…!

La voz de Mossén Mayol le interrumpió, obligándole a callar.

A Es Ton le enviaron al Port con la barca. Volvió con la caja del dinero. Su ojo tapado de blanco brillaba como un fosforescente caracol.

No sé cómo llegué al embarcadero. Mi ropa estaba mojada por la espuma del mar. Es Ton me miró, al saltar de la barca.

– Buena la habéis hecho, buena. ¡Le llevarán a un reformatorio! ¡Buenos están los ánimos!

(Ni la luz, ni el sol, ni los árboles me importaban. ¿Cómo, pues, le dejaba a él sin la luz, los árboles y el sol?)

Se lo llevaron de allí, entre Mossén Mayol y el pequeño Taronjí, primo de su padre José. "Es demasiado joven -dijo Lorenza-, para que lo metan en la cárcel". Ya sabían, pues, dónde lo llevaban. "¿Dónde?", pregunté. Y nada nunca me dio tanto miedo como su silencio y su ignorancia. (La palabra reformatorio ¡qué extrañamente bien sabía pronunciarla Es Ton!)

No sé cómo acabó el día. No recuerdo cómo transcurrió la cena, ni de qué habló Borja, ni qué dije yo. No recuerdo, siquiera, cómo ni cuándo nos despedimos del Chino.

Sólo sé que al alba, me desperté. Que, como el primer día de mi llegada a la isla, la luz gris perlada del amanecer acuchillaba las persianas verdes de mi ventana. Tenía los ojos abiertos. Por primera vez, no había soñado nada. Algo había en la habitación como un aleteante huir de palomas. Entonces, supe que en algún momento de la tarde -con la luz muriendo- había vuelto allí, que quedé presa en aquel viento, junto a la verja pintada de verde, cerrada con llave, de Son Major. Llamé a Jorge, desesperadamente, pero sólo apareció Sanamo, con sus llaves tintineantes, diciendo: "Pasa, pasa, palomita". El viento levantaba su pelo gris, señalaba el balcón cerrado. Y decía: "Está ahí arriba". Le grité: "Van a castigar a Manuel, y es inocente". Pero el balcón seguía cerrado, y nadie contestaba, ni hablaba, ni se oía voz alguna. Y Sanamo riéndose. Era como si no hubiera nadie en aquella casa, como si ni siquiera hubiera existido, como si nos lo hubiéramos inventado. Desalentada regresé a casa, y busqué a tía Emilia, y le dije: "No es verdad lo que ha dicho Borja… Manuel es inocente". Pero tía Emilia miraba por la ventana, como siempre. Se volvió, con la sonrisa fofa, con sus grandes mandíbulas como de terciopelo blanco, y dijo: "Bueno, bueno, no te atormentes. Gracias a Dios vais a ir al colegio, y todo volverá a normalizarse." "Pero hemos sido malos, ruines, con Manuel…" Y ella contestó: "No lo tomes así, ya te darás cuenta algún día de que esto son chiquilladas, cosas de niños…" Y de pronto estaba allí el amanecer, como una realidad terrible, abominable. Y yo con los ojos abiertos, como un castigo. (No existió la Isla de Nunca Jamás y la Joven Sirena no consiguió un alma inmortal, porque los hombres y las mujeres no aman, y se quedó con un par de inútiles piernas, y se convirtió en espuma.) Eran horribles los cuentos. Además, había perdido a Gorogó -no sabía dónde estaba, bajo qué montón de pañuelos o calcetines. Ya estaba la maleta cerrada, con sus correas abrochadas, sin Gorogó. Y el Chino ya se habría levantado. Y acaso el imbécil Gondoliero le estaría picoteando la oreja, y ¿habría flores, irritadas y llameantes flores rojas, en el cuartito de allá arriba? ¿Y aquella fotografía de un niño con hábito de fraile y los calcetines arrugados, dónde andaría? Los globos rojos de las lámparas, como ojos muertos, brillarían en la casa, con sus ratones huidizos y sus escondidas arañas pardas hurgando en las rendijas. La abuela, su vajilla de oro, sus píldoras… ¿Acaso nunca podría cerrar los ojos? "Estas cosas, dicen, son la conciencia".

Como entonces, salté de la cama. En aquel desvelo crudo, tan real, tan gris, salí descalza, abrí el balcón y saltó a la logia. Allí estaba Borja, envuelto en el abrigo, pálido, mirándome. Se fumaba el último Murati.

Los arcos de la logia recortaban la bruma de un cielo apenas iluminado por la luz naciente tras las montañas, donde aún dormirían los carboneros. Borja tiró el cigarrillo al suelo y fuimos el uno hacia el otro, como empujados, y nos abrazamos. El empezó a llorar, a llorar ¿cómo se puede llorar de esa forma? Pero yo no podía (era un castigo, porque él siempre aborreció a Manuel. Pero yo ¿acaso no le amaba?). Estaba rígida, helada, apretándole contra mí. Sentí sus lágrimas cayéndome cuello abajo, metiéndose por el pijama. Miré al jardín y detrás de los cerezos descubrí la higuera, que, a aquella luz, parecía blanca. Allí estaba el gallo de Son Major, con sus coléricos ojos, como dos botones de fuego. Alzado y resplandeciente como un puñado de cal, y gritando -amanecía- su horrible y estridente canto, que clamaba, quizá -qué sé yo- por alguna misteriosa causa perdida.

Ana María Matute

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