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El cuerpo del hombre seguía pegado como un marisco a la quilla de la Joven Simón. No recuerdo si tuvimos miedo. Es ahora, quizá, cuando lo siento como un soplo, al acordarme de cómo nos habló. Aún veo los juncos, tan tiernos, brotando de la arena, y el azul violento de las pitas. Una estaba rota, con los bordes resecos como una cicatriz.

Primero creí que eran lágrimas lo que le brillaba en las mejillas. Pero estaba cubierto de sudor y no se podía precisar. Pensé: "¿Cómo habrá llegado aquí, sin barca?". Debió descolgarse por las rocas. A pesar del calor dulzón que parecía emanar del suelo y el cielo al mismo tiempo, sentí frío. "Han tirado al hombre, lo han despeñado rocas abajo". Algo empezó a brillar. Quizá era la tierra. Todo estaba lleno de un gran resplandor. Levanté la cabeza y vi cómo el sol, al fin, abría una brecha en las nubes. Se sentía su dominio rojo y furioso contra la arena y el agua. La gaviota se calló, y en aquel gran silencio (era de pronto como un trueno mudo rodando sobre nosotros) me dije: "Ese hombre está muerto, lo han matado. Ese hombre está muerto."

(Los Taronjí, Lauro el Chino, Antonia… Y también Lorenza, la cocinera, y Es Ton, su marido. Hacía unos días: "Los han metido en el corral a los cinco. Se subieron al muro los dos Taronjí y sus compañeros los apuntaron con las pistolas. Y ellos sin hablar, callados". A Lorenza no era sudor, eran lágrimas lo que le caían, oyendo a su marido decir aquello. No sabían que yo fui a buscar las sogas para llevarlas a donde Borja me esperaba. Me metí detrás de la cocina, por el patio. Hablaban en su idioma pero les entendía. Me subí a la escalera corta del cobertizo. Olía muy fuerte a las cenizas para hacer jabón y a las cáscaras de la almendra amontonadas al otro lado. Pasé un dedo por el vidrio roto, sin brillo, gris del polvo y la tierra pegada. Por el agujero la veía sentada, con el cuchillo entre las manos: lo único que flameaba. Tenía los ojos bajos y las gotas brillantes le caían hacia abajo. Yo contenía la respiración, oyendo la voz de su marido, Es Ton. Sólo veía su sombra, que se iba y se venía sobre los ladrillos encarnados del suelo, y el ruido de sus eses silbadas, pues hablaba en voz baja. "Y ha dicho la del administrador: ¿Y ése, leyendo todos los días "El Liberal"? Y nunca ponía los pies en la iglesia. Y Taronjí le dio con la culata. Entre tanto los otros querían empujar la puerta. Y mira, mujer, eran como animales; sí, igual que animales. A los tres carboneros les ataron las manos a la espalda y miraban hacia arriba que daba miedo. Entonces dijo el mayor Taronjí: abrid. Y los sacaron. Se montó el pequeño de Riera en el coche, ya sabes, ese coche negro que tienen del Ayuntamiento, y lo pusieron en marcha. Me miró es Taronjí mayor, y me dijo: mejor que te vayas a casa, Ton. Mejor que no mires ninguna de estas cosas. Sabe que ella me defendería, después de todo. ¿No crees que ella me defendería? Siempre le han hecho caso a ella. ¿No te parece?" Y, por el tono, yo entendí que ella era mi abuela, que le tendría que defender a Es Ton, de los Taronjí o de alguien. Pero -me dije- a la abuela no le importaba nada de nadie. Y entonces me vio Lorenza, porque crujió la escalera. Tuvo un gran susto, y dijo: "Por Dios, ¿qué hace ahí? ¿qué hace ahí?" Y me miraba de un modo raro y me pareció que tenía los labios muy descoloridos y que me llamaba de usted, a pesar de que, cuando no estaba delante la abuela, no lo hacía nunca. Y vi su cara como contraída y que tenía los ojos secos. Por eso me parecía muy raro que hubiera llorado. Su marido, Es Ton, desapareció en seguida: oí sus pasos hacia el patio, como huyendo. Bajé de la escalera y noté que me había metido en la boca alguna semilla que me amargaba mucho).

Era verdad: aquel hombre caído, pegado a la Joven Simón, estaba muerto.

– ¿Quién es? -preguntó Borja, con voz enronquecida. Y Manuel contestó:

– Mi padre.

Me volví de espaldas. Estaba sorprendida. Había oído muchas cosas y visto, de refilón, las fotografías de los periódicos, pero aquello era real. Estaba allí un hombre muerto, lanzado por el precipicio hasta la ensenada.

– Se quiso escapar cuando lo llevaban…

Parecía mentira, parecía algo raro, de pesadilla. Pero era Manuel, su hijo, quien lo contaba. Y estaba allí, delante de nosotros, con su sombra alargándose en el suelo, sesgada e irreal. Se veía el temblor de sus piernas, firmemente plantadas, pero hablaba despacio y mesuradamente, con una voz sin brillo. Y era sudor, sudor tan sólo, lo que caía por las mejillas. Una gota que rodaba al lado de su nariz, hasta el labio, brillando mucho, también era de sudor. Ni una, ni una sola lágrima. Y continuó con sus labios blancos, ladeando una mano, para indicar el trayecto del cuerpo, hasta caer allí, marcado aún en la arena.

– Déjame la barca -repitió. – Le quiero llevar a casa.

Borja se retiró hacia las rocas. La gaviota volvió a chillar. Nos sentamos muy juntos, tanto que nuestras rodillas se tocaban, detrás de una chumbera. Borja, que estaba muy pálido, se rodeó las rodillas con los brazos, y con la cabeza inclinada miró a través de las anchas palas de la planta. Le imité. Busqué su mano y él retuvo la mía un momento, apretándola mucho. Sus ojos de almendra estaban inundados de sol, como vaciados; y en ellos había un gran estupor, también. Dijo:

– Supongo que por dejarla no hacemos nada malo…

Manuel volvió cara arriba al hombre, y vimos parte de la arena manchada de rojo oscuro.

– ¿Desde cuándo estará ahí? -dijo mi primo, muy bajo.

Manuel lo arrastró hacia el borde del mar. El hombre no llevaba calcetines, y asomaban sus tobillos desnudos por el borde del pantalón. Sus zapatos estaban muy nuevos, como si se hubiera puesto la ropa del domingo.

– Sí que es verdad -añadió Borja, mirando como a su pesar, y de lado, por entre los huecos de la chumbera-, sí que es José, su padre. ¡Maldito sea, llevarse así mi barca…!

Y añadió:

– Oye tú: ni una palabra a nadie.

Negué con la cabeza. En aquel momento, Manuel iba por la franja de conchas, que brillaban al resplandor del sol como una inmóvil ola de fuego. El cuerpo las arrastraba y las hundía con su peso, entre un ahogado tintineo. Súbitamente Borja gritó:

– ¡Date prisa! ¿O es que quieres que se entere mi abuela?

Manuel no respondió. Por entre las palas verdes cubiertas de púas, veía el temblor de sus piernas. Se había manchado de sangre los costados de la camisa, como si le hubiera querido cargar a hombros y no hubiera soportado el peso. Lo arrastraba como un saco, no podía hacer otra cosa.

Al fin se oyó el chapoteo del agua y el ruido del cuerpo al caer al fondo de la barca. Era un ruido sordo, como sofocado por trapos. Se notaba que era un cuerpo muerto el que caía en la barca. Me incorporé y miré sobre la chumbera. Manuel, con el remo, apartaba la barca de las rocas. Luego se quedó así, en proa, apuntándonos un instante con él como si fuera un arma, mientras la Leontina entraba dulcemente en el mar. El borde del agua se rizaba, blanco, lanzando hacia nosotros combas de espuma, como en un juego desconocido.